De este profeta bíblico, perteneciente a la época del cautiverio de Babilonia (siglo VI), poseemos noticias biográficas en el libro de su nombre (v.) del Antiguo Testamento, en el que, junto a datos indudablemente reales, figuran algunas leyendas de intenciones más bien didácticas que históricas.
La parte correspondiente a la historia nos dice que Daniel, de la tribu de Judá, fue uno de los jóvenes a quienes el rey Nabucodonosor llevó en 605 a. de C. de Jerusalén a Babilonia para su formación en la corte real.
Allí el futuro profeta debió tomar el nombre de Baltasar y, reacio a la cultura babilónica, se manifestó siempre amante de las costumbres patrias. Por su intuición profética y su inteligencia superior logró imponerse no sólo a sus compatriotas, sino incluso a las autoridades locales. También se atrajo la amistad de los soberanos, que le apreciaron mucho, y provocó el odio de sus enemigos, a quienes superaba.
Sobre este núcleo histórico se apoyaría luego la leyenda. En la corte, Daniel se alimentaba sólo de legumbres, a fin de no contaminarse con manjares inmundos, con lo que consiguió aventajar en belleza y vigor a sus contemporáneos, los cuales comían carne. Libró de la pena de muerte a Susana, injustamente acusada de adulterio por dos viejos libidinosos a quienes rechazó; a tal fin, trata de mostrar la falsía de los denunciantes, que se contradicen al designar el árbol bajo el cual afirmaban haberse consumado el pecado.
Reveló a Nabucodonosor que la estatua por él contemplada en sueños anunciaba la sucesión de los diversos reinos posteriores al suyo. Esparciendo ceniza sobre el suelo, donde quedaron marcadas las huellas de los comensales nocturnos, desenmascaró el engaño de los sacerdotes de Bel, quienes, para aumentar el prestigio de su ídolo, afirmaban que comía las ofrendas sagradas.
Predijo a Baltasar la próxima ruina de la ciudad mediante la interpretación del misterioso texto que una mano todavía más misteriosa había trazado, durante un suntuoso banquete ofrecido por el monarca, en las paredes de la sala. Inútilmente los adversarios del profeta intentaron deshacerse de él echándolo en un homo ardiente o abandonándolo en un foso entre leones hambrientos: jamás le faltó el auxilio del poderoso Dios en quien Daniel confiaba.