(Cornelis Jansen). Nació el 28 de octubre de 1585 en Accoy, junto a Leerdam, en Holanda; murió en Ypres el 6 de mayo de 1638. Séptimo obispo de Ypres, ha dejado vinculado su nombre a una corriente de pensamiento que, a través de Port – Royal – des Champs, influyó profundamente en el catolicismo francés y hasta en las costumbres provincianas. Su padre que, en flamenco, su idioma natal, se llamaba Juan Otthe, era un pobre artesano; también la madre, Lynthje Gysberts, era de humilde origen. Pero el muchacho se distinguió por su precoz inteligencia, y un sacerdote de Leerdam le hizo realizar sus primeros estudios, encaminándole al estado eclesiástico. De Leerdam pasó a Utrecht, al Colegio de San Jerónimo, donde se perfeccionó en latín y terminó su formación humanística. Pero su espíritu reflexivo y sutil lo destinaba a la Filosofía: al término de siete años de estudio en el colegio Faucon de Lovaina, consiguió el título venciendo a sus competidores de cuatro instituciones.
En 1608 emprendió los estudios de Teología bajo la dirección de Jacob Jansson, aplicándose a ello con tanto celo que enfermó gravemente; y a esta circunstancia se debe el hecho de que — por consejo de los médicos — se dirigiera a Francia, y que en París (donde fue preceptor de los hijos de un magistrado) trabase conocimiento con el abate Duvergier de Hauranne, más conocido con el nombre de abate de Saint-Cyran. Del intercambio de ideas con éste nació el jansenismo (v.)’: J. aportó a él su ya vasta erudición; el abate de Saint-Cyran su ardor, su dinamismo, su elocuencia, que habían de multiplicar las vocaciones. Los dos amigos, para buscar la calma necesaria a sus discusiones y un clima más adecuado, se retiraron a Bayona; allí se dedicaron a resolver, de acuerdo con el espíritu de los primeros Padres de la Iglesia, los problemas teológicos más delicados, y especialmente el de la relación entre la gracia divina y la libertad humana. J. permaneció en Bayona cinco años; Saint-Cyran había conseguido que el obispo monseñor Bertrand d’Eschaud confiara a su compañero la dirección de un colegio de estudiantes laicos. Vuelto a Lovaina, obtuvo mediante la recomendación de su antiguo maestro Jacob Jansson la dirección del colegio de Santa Pulquería, fundado poco antes.
Por otra parte, nadie era menos ambicioso que él, y lo demostró rechazando una cátedra de Filosofía en la Universidad de Lovaina: consagraba todo su tiempo al estudio de las Escrituras. El 24 de octubre de 1619 consiguió el grado de doctor en Teología. A esta época se remonta con toda seguridad la iluminación que había de dar la orientación decisiva a su pensamiento: «Entre tanto — escribía el 5 de marzo de 1621 a Saint-Cyran—, prosigo los estudios que he comenzado hace aproximadamente año y medio o dos; es decir, los estudios sobre San Agustín, que leo, en mi opinión, con gran ansia y provecho, habiendo llegado al séptimo volumen y habiendo leído los libros más importantes dos o tres veces; nada me ha pasado por alto, y me he formado el propósito de leerlo y releerlo durante toda la vida. No podría decir cuánto han cambiado la opinión y el juicio que antes había concebido de él y de los demás, y cada día me asombro más de la profundidad de esta mente y de que su doctrina sea tan poco conocida de los doctos, no sólo de este siglo, sino de muchos siglos anteriores» (cfr. también la carta LXXXI del 29 de diciembre de 1623).
En esta época comienza a advertir el peligro de su posición. «No me atrevo a decir a nadie lo que pienso (según los principios de San Agustín) sobre una gran parte de las opiniones de nuestro tiempo, y especialmente sobre la gracia y la predestinación, por temor de que se me juegue una mala pasada en Roma, como se ha hecho con otros». Bien pronto, en efecto, como testimonia su correspondencia con Saint-Cyran, se agriaron sus relaciones con los jesuitas. Lo cual no impidió que continuara su carrera de teólogo, y en 1630 el arzobispo de Malinas le nombra profesor de Sagrada Escritura, cargo que suponía el título de canónigo y una dotación de 700 a 800 florines anuales; poco después se beneficiará con otras dos prebendas, una en San Pedro de Lovaina y otra en San Pedro de Lille (cfr. carta CXXXVIXI a Saint-Cyran del 27 de marzo de 1630) : se alegra en ella de que los cargos que le han conferido le supongan 220 días libres de enseñanza y de que su situación económica le permita «proveer a su sobrino sin dificultades».
Casi está a punto de ser nombrado obispo de Brujas, hasta tal punto gustan y son aplaudidas sus lecciones de exegesis bíblica. En 1634, Bessieu Arroy publicó en París un libro titulado Questions décidé es sur la justice des armes du rois de France et l’alliance avec les héretiques et les infidèles. J., con el seudónimo de Alexandre-Patrice Armacan, respondió a este panegírico de la política francesa, el año siguiente, con una fina sátira del modo de obrar del cardenal De Richelieu y una apología de la Monarquía española (Mars Gallicus). La corte de España le mostró su reconocimiento, y Felipe IV, dos años más tarde, dio su aprobación al nombramiento de J. para el obispado de Ypres. Prestó juramento de obediencia y fidelidad al Padre Santo el 29 de noviembre de aquel mismo año. Pero poco debía disfrutar de la nueva dignidad que se le había conferido: una grave enfermedad infecciosa minaba sus fuerzas cuando, en la primavera de 1638, se dirigió a Bruselas con Rovenius y los sufragáneos de Malinas, y a poco murió.
Su muerte fue la de un hombre muy piadoso, y Stravius la anunció a Roma, el 15 de mayo, en los términos siguientes: «persona muy estimada por su virtud y doctrina». Nadie podía prever entonces el tumulto que iba a desencadenar la obra en la que J. trabajaba desde hacía veinte años: el Augustinus (v.), seu doctrina Sancti Augustini de humanae naturae aegritudine, sanitate et medicina adversus Pelagianos et Massilienses debía aparecer en 1640. Antes de morir, había encargado a uno de sus amigos, Reginal Lamoens, y a su colega Fromond de la Universidad de Lovaina, que publicaran el enorme manuscrito confiado a su cuidado. ¿Preveía el eco que desencadenaría este libro? Siempre había defendido la infalibilidad del Papa (como hará Pascal), y confirmaba este voto de estricta obediencia en las últimas páginas del Augustinus (Epilogus omnium): «En todo aquello que aquí se afirma sobre estas diversas y difíciles cuestiones, yo no sigo mi juicio personal; me conformo al de un santísimo Doctor (San Agustín). Lo someto, sin embargo, al juicio y sentencia de la Iglesia de Roma, mi Madre, pronto a mantener lo que digo si ella juzga que deba ser mantenido, pero dispuesto a retractarme si tal es su deseo; y si ella exige que tales opiniones sean condenadas o anatematizadas, yo lo suscribo plenamente.
Porque desde la más tierna infancia ‘creo en las doctrinas de esta Iglesia; sus lecciones me han fortificado desde que me nutría en el pecho de mi madre; nada, pues, podrá separarme de ella: ni los escritos, ni las palabras, ni la enseñanza; quiero conservar esta fe hasta la muerte, y con este vestido me presentaré ante el tribunal de Dios». Sabido es que tras largas y dolorosas discusiones condenó el papa, el 8 de septiembre de 1713, treinta y tres proposiciones del Augustinus, obra que mantuvo dividida durante largo tiempo la Iglesia de Francia.
J. Chaix-Ruy