Nació en Saint- Sauveur (Yonne) el 28 de enero de 1873 y murió en París el 3 de agosto de 1954. Pasó la infancia en su país natal, donde los prados alternan con los sotos y las colinas están rodeadas de grandes bosques.
A lo largo de toda su vida conservó el acento del habla campesina, plena y sabrosa. Durante la niñez (cfr. La maison de Claudine) ya muestra una viva curiosidad por los animales y las flores, que luego habrían de continuar disputando a las restantes criaturas la primacía en el corazón ardiente y pagano de la escritora.
A su madre, tiernamente solícita con el marido, los hijos, los animales y las plantas del jardín, debió quizás estas aficiones, así como posiblemente al padre — ex capitán de zuavos, «nacido para agradar y luchar, improvisador y narrador de anécdotas» — la energía necesaria para enfrentarse con las criaturas.
Sin temor a exagerar, puede afirmarse que el período esencial de la existencia de C. lo constituyen estos años pasados junto a sus dos hermanos y a la hermana mayor, descubriendo la vida del campo, soñando y leyendo, aunque nunca libros infantiles. «Pertenezco — dijo — al país que abandoné.»
Siguieron luego los tiempos del aprendizaje y el encuentro en París con un hombre mucho mayor que ella, Henri Gautier Villars, torturado por la impotencia de escribir y que en literatura se hacía llamar Willy.
Colette describió en varias ocasiones a este personaje como «aficionado a las mujeres, a los licores extranjeros y a los juegos de palabras, musicógrafo, helenizante, literato, espadachín, sensible y falto de escrúpulos, de los que se burla ocultando una lágrima».
Willy hacía trabajar para sí a algunos «negros». Al casarse con él, C. pasaba a ser uno de éstos: el principal y más dotado; tanto, que luego de haber escrito los cuatro volúmenes de Claudine, Minne y Les égarements de Minne, hubo de emanciparse y emprender sola, a partir de La vagabunda (1911, v.), la gloriosa carrera literaria que ante ella se abría.
Sin duda, Willy tuvo el mérito de lanzarla al trabajo, de inducirla a escribir y, aparte la — madre de C., ser su profesor; no obstante, en la vida conyugal cometió graves errores, que su ex mujer, tras el divorcio en 1906, no se cansó nunca de recordar, en un afán de desquite y sinceridad, aunque jamás con ánimo mezquino.
Colette saldó hasta el final la cuenta con aquel maléfico tutor que la iniciara en el cinismo y en la disociación del placer y el amor. Al abrirle las puertas de los salones parisienses y del mundo del teatro, el ex marido la había introducido en una sociedad brillante y ligera, pronta a festejar a la joven borgoñona de áspero atractivo físico y un tanto perverso. Por aquel entonces, C. entabló amistad con la actriz Polaire, y pisó ella misma, como bailarina y cómica, las tablas del «music-hall» y del teatro.
Constituyen tales años una etapa de libertad y soledad, también fecunda literariamente. La publicación de otra novela, El obstáculo (1914, v.), coincidió con el nuevo matrimonio de la autora, que se casó con Henri de Jouvenel, de familia noble y rancia, político y hombre de mundo que en sus actividades de diputado, ministro y embajador no alcanzó jamás el puesto que merecía; tampoco logró conservar a la bestezuela herida que recogiera, quien durante los años de su unión escribió algunas obras maestras, cuyos mejores ejemplos son Querido (v.) y La naissance du jour.
De este matrimonio tuvo C. una hija, a la que llamó como ella y describió bajo el nombre de Bel-Gazou. Abandonada la escena, la autora ingresó en un mundo al cual no había tenido aún acceso: el de la política. Y así, aun cuando siguiera escribiendo novelas, inicia además sus pasos en el periodismo.
Al amor hacia su patria chica borgoñona unió el afecto a otras tierras: Bretaña y Pro venza, que le inspiraron admirables páginas y donde poseyó una casa en Saint-Tropez. Separada de Henri de Jouvenel, vivió una existencia de soledad y trabajo durante nueve años, hasta el encuentro con su último compañero, Maurice Goudeket, quien habría de envolver la vejez de C., tan temida por ella, con una fiel devoción.
La autora compuso entonces, en la plenitud de la madurez, sus mejores obras: Le ble en herbe, Les vrilles de la vigne, Le képi, La chatte, Dúo, Julie de Carneilhan… El ingreso en la Academia Real belga y en la Goncourt consagraron una fama ya universal.
Durante los últimos años de su existencia vivió en el Palais-Royal, casi inmovilizada por el reumatismo, rodeada por sus amigos, sus libros preferidos y sus gatos, y convertida, en su glorioso otoño, en la legendaria anciana — campesina de París — que hasta el fin (Journal á rebours, L’étoile Vesper, Le fanal bleu) habría de rememorar sus propios recuerdos, narrarse cuentos y contemplar, saborear y enriquecer la plácida clarividencia con que supo dirigirse al encuentro de la muerte.
R. Tavernier