Claude Debussy

Nació el 22 de agosto de 1862 en Saint-Germain-en-Laye (Seine- et-Oise) y murió el 26 de marzo de 1918 en París. Ya en su niñez había iniciado el es­tudio del piano en su hogar; sin embargo, no pensaba entonces en la carrera musical.

Fue una antigua discípula de Chopin, la señora Manté de Fleurville, quien intuyó la vo­cación del muchacho e indujo a sus fami­liares a cultivarla. De esta suerte, Debussy ingresó en 1873 en el Conservatorio de París; allí tuvo por maestros, entre otros, a Lavignac, a Marmontel y, en composición, a Emest Guiraud.

Grato paréntesis en sus estudios fue, en el verano de 1880, su empleo de acompañante como pianista de cámara y profesor de piano de los hijos de una rica dama rusa, Nadesda von Meck, protectora de Chaikovski y fanática de su música, en sus viajes a través de la Francia meridional, Suiza e Italia. Esto le permitió conocer a Wagner.

Debussy vio renovado el empleo en los veranos siguientes, posiblemente hasta 1884, y entonces visitó Moscú, donde pudo esta­blecer cierto contacto con la música del «grupo de los Cinco». En el Conservatorio había adquirido fama de músico revolu­cionario; sin embargo, en 1884 logró el «Prix de Rome» con la cantata El hijo pró­digo, que presenta al joven compositor aún envuelto en la amable sensualidad melódica propia del gusto de Massenet, pero también capaz de esbozar un aria perfecta en su género, como la de Lía.

Los tres años pa­sados en Villa Médicis resultaron enojosos para el joven Debussy, que no sentía inclinación alguna por el clasicismo romano y con gran amargura echaba de menos París y su vida intelectual, inquieta y moderna. De Roma se trajo la cantata La Demoiselle élue (1887- 88, v. La damisela bienaventurada), sobre un texto de D. G. Rossetti y de un gusto pre- rafaelista muy propio de la época; toda­vía arrastrado por un sentimentalismo hijo del siglo XIX, y musicalmente situado entre Massenet y Chaikovski, Debussy buscaba a tien­tas la salida hacia una nueva concepción artística y cayó, como era natural, en el wagnerismo.

Más bien que de experiencias musicales (entre ellas contaron singular­mente las llevadas a cabo en Rusia y el descubrimiento del canto gregoriano y de melodías exóticas africanas y javanesas, presentadas en la Exposición Universal de París), la liberación le vino de literatos y pintores: la amistad de poetas simbolis­tas y parnasianos, dominados por la figura de Mallarmé, y el ejemplo de renovación de la pintura impresionista fueron las fuerzas determinantes que impulsaron al composi­tor hacia un camino artístico original.

Las obras líricas para canto y piano son las composiciones que permiten seguir mejor la evolución lógica del artista desde un for­malismo melódico de gusto un tanto abur­guesado hasta la creación de una prosa poé­tica intensamente evocadora; así, Arietas olvidadas (1888, v.), Cinco poemas de Bau­delaire (1890, v.), Fêtes galantes (1892 y 1904, v.), Prosas líricas (1893, v.) y Tres canciones de Bilitis (1898, v. Bilitis).

De tal forma se forjó el nuevo lenguaje musical y dramático que le permitió aportar una solución personal al problema de la ópera con Pelléas et Mélisande (v.), sobre texto de M. Maeterlinck y representada en la Opéra-Comique el 30 de abril de 1902 (su composición había durado diez años); el éxito fue muy discutido y sólo con gran lentitud la ópera llegó a conquistar el pues­to que le correspondía en la historia de la música, como etapa básica en el desarrollo del teatro musical.

En una segunda etapa, alcanza el primer plano de la producción de Debussy la música instrumental. De las posi­ciones de elegancia un tanto formalista pro­pias de los dos Arabesque (1888) y de la Suite bergamasque (1890, v.), para piano, así como del Cuarteto (1893, v.) y del Pre­ludio a la «Siesta de un fauno» (v.), de 1892, el compositor llegó, sobre todo en el ámbito pianístico, a la creación de un impre­sionismo musical que llevó a las últimas consecuencias la disolución de las formas clásicas realizada por el romanticismo y, al mismo tiempo, abrió las puertas al futuro.

Con ello se produjo el tránsito del momen­táneo clasicismo de Para el piano (1901, v.) a la libertad impresionista de Estampas (1903, v.), de l’isle joyeuse (1904) y de las dos colecciones de Imágenes (1905 y 1907, v.). A la engañosa facilidad de El rincón de los niños (1908, v.), obra abierta a suge­rencias y temas de la vida actual, a pesar de su tema infantil, siguió, con los dos to­mos de los Preludios (1910 y 1913, v.), el equilibrio definitivo de la composición mo­derna para piano.

La devolución a la mú­sica del sentido de la precisión fónica, o sea la conversión de la pieza instrumental en un consistente objeto sonoro donde se cobi­jan los eventuales valores expresivos sin menoscabo de su solidez, permite conside­rar realmente a Debussy como el iniciador de las tendencias musicales de la actualidad: en la estela de Estampas se desarrolla el flore­cimiento de las modernas obras de piano, con Ravel, Bartók, Schoenberg y Prokofieff.

En oposición a la perfección alcan­zada en el lenguaje pianístico hay que re­conocer, posiblemente, una menor seguridad en la evolución comunicada por el compo­sitor al impresionismo orquestal, y ello a pesar del pomposo interés por la fantasía en el timbre y por la sensualidad sonora manifestados en los poemas sinfónicos; en realidad, ni El mar (1905, v.) ni Imágenes (1909, v.), para orquesta, renuevan por com­pleto la equilibrada concisión de los tres Nocturnos (1899, v.).

Hacia 1910 cabe situar la aparición en el arte del músico de una nueva orientación clasicista y arcaizante que tiende a reaccionar contra la dispersión impalpable del impresionismo en el ambien­te, manifestada en la restauración de una necesidad de precisión fónica e incluso for­mal cada vez más consciente.

En un decidido salto por encima de los últimos siglos, Debussy buscó en el XVI y en el XVII los orígenes culturales del arte y del gusto franceses (la primera Guerra Mundial acabaría de fortalecer en el músico un proceso ya iniciado de enlace con las tradiciones de la civiliza­ción nacional).

En el segundo cuaderno de las Fêtes galantes habían aparecido ya for­mas melódicas arcaizantes; asimismo, algu­nos textos de antiguos poetas franceses pa­san a ocupar el lugar de los versos de los simbolistas y parnasianos predilectos en Tres canciones de Francia (1904, v.), Tres bala­das de François Villon (1910, v.) y Tres canciones de Charles d’Orléans (1908, v.), para coro polifónico y abiertamente inspi­radas en los modos de la antigua canción típica de Francia.

La renacida voluntad de clasicismo y de reconstitución formal mani­festóse claramente en el proyecto de seis Sonatas (v.) para varios instrumentos diver­samente agrupados, idea surgida en el curso de la Guerra Mundial y que el artista sólo pudo llevar a cabo en su mitad, con la audaz Sonata para violoncelo y piano (1915), la Sonata para flauta, arpa y viola (1915), y la Sonata para violín y piano, que ha alcanzado gran popularidad.

Sin embargo, el principal monumento de esta última fase del arte de Debussy, tan abierta hacia las pers­pectivas artísticas del futuro, sigue siendo una obra maestra todavía mal apreciada, la partitura de El martirio de San Sebastián (1911, v.), donde la elevación de los valo­res musicales aparece algo menoscabada por el artificioso rebuscamiento del texto dannunziano y, sobre todo, por el carácter hí­brido del espectáculo escénico, ni ópera ni ballet, sino mescolanza de recitación y can­to destinada a la interpretación de Rubinstein.

La existencia del compositor se des­envolvió en un plano retirado y careció de acontecimientos sensacionales externos, sal­vo la dolorosa crisis sentimental que indujo al artista a separarse de su esposa Rosalie Texier, compañera fiel y valerosa de los años difíciles, para unirse a Emma Bardac Moyse (1905). Raramente y con desgana se alejaba de París.

En 1893 fue a Gante para pedir a Maeterlinck que le permitiera poner música a su drama; el literato le dio su asentimiento, si no su comprensión. En 1909 estuvo en Londres con motivo de la pre­sentación de Pelléas en aquel país. Luego, la fama creciente le obliga a estancias en Viena y Budapest (1910), Turín (1911), Ru­sia (1913-14), Holanda y Roma (1914) para la dirección de sus propias composiciones.

No ocupó cargos ni buscó jamás puestos estables; careció de discípulos y sí tuvo úni­camente amigos, con quienes gustaba de ha­cer música, conversar y discutir sobre arte y poesía. Actuó frecuentemente como cola­borador musical en diversas revistas, gene­ralmente literarias, y reunió los principales frutos de tal colaboración en el volumen Monsieur Croché, antidilettante (1917). Ope­rado en 1915 de un cáncer intestinal, no pudo recobrar ya la plenitud de sus fuer­zas físicas, y moría en 1918, amargado y conmovido profundamente por los desastres de la guerra.

M. Mila