Camillo Benso di Cavour

Nació en Sántena (Turín) el 10 de agosto de 1810, Murió en Turín el 6 de junio de 1861. Hijo menor de una noble familia, fue, según la costumbre de la aristocracia, destinado a la carrera militar. De conformidad con las aptitudes mostradas en el curso de sus estudios en la Academia, fue adscrito al arma de Inge­nieros.

Pero su falta de vocación por una carrera que se compaginaba mal con su carácter y sus gustos, agudizada por su divergencia con las directrices políticas dominantes, le indujo a abandonarla después de cinco años de servicio (1831).

Ha­biéndose dedicado a la agricultura y a los negocios, el «segundón de escasos recursos», que había tenido que «sudar sangre antes de adquirir un poco de independencia», supo consolidar su posición hasta el punto de convertirse en uno de los hombres más ricos del Piamonte.

Como agricultor, inspiró su actuación en los métodos más progresivos y convirtió su finca de Leri en una autén­tica hacienda modelo. Como hombre de negocios no rehuyó las más arriesgadas especulaciones; pero también en este campo dejó una huella innovadora, promoviendo importantes iniciativas, como la fundación del Banco de Turín.

En el retrasado y pro­vinciano Piamonte representa el nuevo tipo de hombre de acción, hijo del siglo de la técnica y del progreso, que había aparecido ya en las grandes naciones europeas. Do­tado de una sólida preparación intelectual, su formación se separa netamente de la tradicional educación literaria y humanís­tica, inclinándose especialmente a estudios de política y de economía (v. Considera­ciones sobre el estado actual de Irlan­da, 1844; De la cuestión relativa a la legislación inglesa sobre el comercio de los cereales, 1845; etc.).

 Sus experiencias al­canzan el ámbito europeo. Ligado, a través de su madre, al ambiente ginebrino, tuvo ocasión de sacar provecho de aquel gran centro de estudios y de actividad econó­mica. No menos intensas y constantes fue­ron sus relaciones con las dos grandes capi­tales políticas y financieras del Occidente europeo, Londres y París.

Dedicó numero­sos ensayos a cuestiones económicas ita­lianas y europeas, entre los cuales continúa siendo famoso el titulado Sobre los ferro­carriles de Italia (1846). El problema nacio­nal se le presentaba ante todo como una carencia de desarrollo económico, de ele­varse hasta el nivel de las naciones más progresivas.

Veía la posibilidad de una evo­lución social, incluso para las clases des­heredadas, en la valoración de los recursos del país, con el consiguiente incremento del bienestar general. Su pensamiento político se forma en la escuela del liberalismo inglés y francés, después de la revolución de Julio.

Las simpatías «jacobinas» de su juventud fueron sustituidas por un liberalismo rea­lista, abierto a las más atrevidas experien­cias, pero inspirado en un evolucionismo equilibrado. «Como el día en que salí del colegio — escribió en 1847 —, estoy conven­cido de que el mundo se ve arrastrado a una marcha fatal hacia nuevas metas. Pero ahora estoy persuadido de que el único progreso real es el progreso lento, prudente y ordenado.»

Su posición es la del «juste milieu» entre las opuestas tendencias con­servadoras y revolucionarias: una posición «que consiste en conceder a las exigencias del tiempo lo que la razón justifica y rechazar lo que está basado en el clamor de los partidos y en la violencia de las pasiones subversivas». El comienzo de la fase liberal y demócrata en el Piamonte en vísperas de 1848 le abrió el camino a la política militante.

Inmediatamente después de la concesión de la libertad de prensa, a fina­les de 1847, fundó el diario II Risorgimento, iniciando una intensa actividad periodística que fue el preludio de su carrera parla­mentaria. Convertido en uno de los miem­bros más señalados del Parlamento subal­pino, fue llamado el 11 de octubre de 1850 a formar parte del gabinete D’Azeglio, como titular del Ministerio de Agricultura y Co­mercio, al que se añadieron inmediatamente la Hacienda, la Industria y la Marina.

Reunió así en sus manos el mando de la vida económica del país, a la que imprimió un ritmo dinámico y renovador, inauguran­do un nuevo camino en la política finan­ciera y en la de los cambios internacionales, promoviendo las actividades bancarias e in­dustriales.

Al mismo tiempo asumía una parte cada vez más importante en el es­cenario político (v. Discursos parlamenta­rios). Con el llamado «Connubio» (febrero de 1852) modificó sustancialmente la situa­ción parlamentaria, basada en la antítesis entre derechas e izquierdas, reagrupando las fuerzas del centro: se creó así una sólida base que le permitió el 24 de diciembre de 1852 sustituir a D’Azeglio en la presi­dencia del Consejo.

Su posición de jefe del Gobierno le colocó frente a los grandes pro­blemas de la política exterior. A su solu­ción se dedicó con criterios realistas. Con­vencido de que la cuestión italiana lio podía resolverse más que en un plano europeo, dedicó todos sus esfuerzos a procurarse la amistad y la alianza de las potencias occi­dentales, Inglaterra y Francia, en las que veía las naturales antagonistas de la polí­tica austríaca.

Su concepción, aunque enla­zada con los precedentes de la tradición diplomática saboyana, renovaba por com­pleto sus términos, dado que iba más allá de la pura inspiración diplomática y se conectaba con la convicción, de la que se había hecho ya defensor en el terreno polí­tico y económico, de la necesidad para el Piamonte y para Italia de integrarse en la vida europea.

La alianza con Londres y París durante la guerra 4e Crimea, reali­zada atrevidamente en medio de grandes di­ficultades de orden interno e internacional, constituyó el primer paso por este camino. El éxito de su participación en el Con­greso de París (1856), aunque no aportó de modo inmediato ningún resultado concreto, debe situarse en el cuadro de la dirección general de su política.

Penetrando aguda­mente los planes de Napoleón III — enca­minados a restaurar la potencia francesa favoreciendo el desarrollo de las nacionali­dades, en oposición al orden conservador instituido en el Congreso de Viena—, llegó a convencer a Bonaparte de que su interés estaba en liberar a Italia de la dominación austríaca.

En los acuerdos de Plombières (21 julio de 1858), sancionados en enero de 1859 con un tratado formal de alianza, se puso de acuerdo con Napoleón para la formación de un reino de Italia septentrio­nal bajo la dinastía de los Saboya, que incorporaría al Piamonte los dominios aus­tríacos de Lombardía y Véneto.

La campaña diplomática de 1859, que condujo a la guerra con Austria, constituyó una prueba más de los excepcionales recursos de la diplomacia de C., obligando a Austria a pechar con la responsabilidad del conflicto con el ultimá­tum de 23 de abril de 1859. Las repercu­siones que las victorias franco-piamontesas en los campos de Lombardía tuvieron en la Italia central, con las insurrecciones de Toscana y de Emilia, vinieron, sin embargo, a modificar la situación en relación con el aliado.

El proyecto de Napoleón consistía en dar vida a una Italia federal, bajo la hegemonía piamontesa, pero con la tutela y la influencia de Francia; ante las peticiones de anexión al Piamonte, hechas por las po­blaciones, Napoleón, temiendo ver compro­metidos estos planes suyos, terminó inesperadamente las hostilidades con el armisticio de Villafranca (11 de julio de 1859), que dejaba el Véneto en manos de Austria y establecía el retomo de los soberanos des­tronados a Módena, Parma y Florencia.

La reacción de C. fue violenta: el diplomático y el realista se vio dominado por la pasión y dimitió de un modo violento. Pero con­tinuaba siendo el hombre indispensable, el único capaz de desatar el nudo de la Italia central; y el 20 de enero de 1860 fue lla­mado de nuevo al poder.

Napoleón III, víctima de su propia obra, hubo de consen­tir la anexión al Piamonte de las provincias toscanas y emilianas, a cambio de la cesión de Niza y Saboya. Ahora, el movimiento de unificación italiana proseguía inexorable­mente su curso.

La expedición de Garibaldi a Sicilia suscitaba una serie de difí­ciles problemas para la política de C. Cam­peón de la independencia italiana, no podía oponerse a una empresa inspirada por el sentimiento nacional; exponente de la di­rección monárquico-constitucional, no se le ocultaban los peligros inherentes a una ini­ciativa revolucionaria; ministro responsable de un gran reino, debía maniobrar en las difíciles aguas internacionales.

Delante de las potencias, sostuvo la tesis de que la política saboyana representaba el «juste mi-lieu» entre la revolución y la reacción, y constituía una única solución al problema italiano, capaz de asegurar, con el orden y la estabilidad de Italia, la paz y la tran­quilidad de Europa. Con respecto a Garibaldi, se esforzó en ayudar secretamente la empresa, pero también en controlar su des­arrollo.

Después de la entrada de Garibaldi en Nápoles, envió un cuerpo expediciona­rio a través del Estado de la Iglesia, que se unió al ejército garibaldino con el pre­texto de colaborar en la conclusión de la empresa, pero, en realidad, con la finalidad de asegurar sus frutos para la monarquía.

La iniciativa, con la ocupación y la suce­siva anexión de las Marcas y de Umbría, aseguraba así la continuidad territorial del nuevo Estado italiano, y encontraba una justificación en las cancillerías europeas, ante la necesidad de impedir el éxito de la revolución en el Mediodía.

En los mismos términos realistas se preparaba a afrontar la cuestión romana tratando de poner de acuerdo, con respecto al poder temporal, las exigencias nacionales con las de la po­lítica internacional y adoptando la famosa fórmula «Iglesia libre en el Estado libre» en las relaciones entre la Iglesia y el Es­tado.

Pero su vida estaba terminando: aplastado por el peso de un trabajo abru­mador y por las emociones de una vida intensamente vivida, murió cuando tenía poco más de cincuenta años.

F. Valsecchi