Auguste Comte

Nació en Montpellier el 19 de enero de 1789, murió en París el 5 de sep­tiembre de 1857. Procedente de una familia rígidamente católica, aunque habiendo vi­vido durante uno de los períodos más intensamente revolucionarios de la historia de Europa, llevó siempre dentro de sí, y sintió a menudo dolorosamente, esta con­tradicción: abierto a los movimientos revo­lucionarios, sensible a la crisis de la socie­dad y a la necesidad de renovarla de un modo integral, conservó siempre, por otra parte, en su alma una aguda nostalgia por el orden y el sentido de organización de la Edad Media, así como el deseo de una aris­tocracia remozada en su espíritu, que, su­cediendo al sacerdocio católico, asumiera la responsabilidad de una nueva dirección de la sociedad humana basada en renova­dos sentimientos religiosos.

Después de una primera juventud cerrada y rebelde, ingre­só en 1814 en la Escuela Politécnica de París, donde, en contacto con las ciencias exactas y la ingeniería, se sintió atraído fuertemente, junto con muchos compañeros de escuela, hacia aquella especie de «revo­lución de los técnicos» que iba predicando Saint-Simon, idea a la que él mismo, en el curso de su vida, había de dar una forma mucho más perfecta.

Disuelta la Escuela por el gobierno reaccionario de 1816, C., con­tra la opinión de sus padres, permaneció en París para completar sus estudios, ga­nándose el sustento con clases particulares de matemáticas, que durante casi todo el resto de su vida fueron su fuente principal de ingresos.

Hacia el año 1818 entró en relación directa con Saint-Simon, trabando con él relaciones de amistad y colaboración que habían de durar hasta 1824, año en que un trabajo de C. (Plan des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la société) fue reprobado por su maestro.

El motivo de la discordia era mucho más pro­fundo: Saint-Simon y C. habían compartido durante largo tiempo el concepto de una reorganización de la sociedad humana a través de la dirección de las ciencias posi­tivas y formaron conjuntamente el plan de renovar por completo la cultura para ele­varla al nivel de tales ciencias; pero ahora Saint-Simon quería pasar de los planes científicos a la organización práctica de aquel «sacerdocio» que habría de dirigir la nueva sociedad, en tanto que C. no consi­deraba todavía completos los desarrollos teóricos.

Por ello se separaron ambos, y C. vol­vió a publicar su obra en 1824, con el título de Politique positive. Esto le granjeó la amistad y aprecio de numerosos historiado­res, políticos y científicos (Guizot, A. von Humboldt, el duque de Broglie, etc.), sin­tiéndose nuestro autor estimulado para em­prender su gran obra, aquella enciclopedia de las ciencias positivas que será luego el Curso de filosofía positiva (v.).

Mientras tanto, con la reprobación de sus padres, se había unido en matrimonio civil con una joven y cultísima dama de París, «mujer de eminentes cualidades intelectuales», enér­gica y devota de su marido, pero quizá no tan tierna y sumisa como él hubiera de­seado.

Precisamente por aquel tiempo (1826- 1827) sufrió C. su primer acceso de locura: los padres hubiesen querido recluirlo, pero su esposa supo retenerlo junto a sí con gran energía y curarlo. Ya repuesto, C. traza y publica (1830-42) el gran Curso de filosofía positiva, fundando al propio tiempo, con antiguos compañeros de la Escuela Politéc­nica, la «Asociación Politécnica», destinada a la difusión de las ideas positivistas.

A pe­sar de la enorme fama conseguida, C. no logró nunca una sólida posición oficial; sólo obtuvo el nombramiento de repetidor y exa­minador de matemáticas en la Escuela Poli­técnica, cargo que perdió al cabo de pocos años.

Esta vida agitada, la constante con­centración mental, el empeoramiento de las relaciones con su esposa, que terminaron con la separación (1842), y finalmente un nuevo amor senil y compartido sólo a medias por Clotilde Devaux (que será para él, después de muerta, su «Beatriz»), todo esto provocó hacia 1845 una nueva crisis mental, cuyos efectos se advierten en sus últimas obras, el Sistema de política positiva (v.) y el Catecismo positivista (v.), donde expone el evangelio de la nueva religión positivista de la Humanidad.

Aunque la idea no sea más que un desarrollo de la de Saint- Simon y, por otra parte, parecidas ideas estuvieran en boga por Europa a mediados del siglo XIX, C. ahonda en ciertos detalles y su lenguaje ofrece matices desconcertan­tes.

Para fomentar el nuevo culto positivista había fundado también en 1845 una especie de cenáculo en que se reunían amigos y discípulos, pero este heraldo de la filosofía científica contemporánea había perdido por entonces todo contacto con la ciencia viva de su tiempo, concentrado sólo en sus meditaciones subjetivas.

Tan precarios eran sus medios económicos, que se limitaban a una pensión a la que contribuían conjunta­mente un grupo de amigos.

G. Preti