La deuda de Dancer, de John Lutz

La deuda de Dancer

La deuda de Dancer

Cayó esta novela policiaca en mis manos por pura casualidad, como suelen caer las buenas novelas, y también las malas, según pude comprobar más tarde…

Cuando empezamos a leer la deuda de Dancer, de John Lutz, no sabemos a quién le va peor, si al detective que recibe el encargo de investigar las deudas de un tipo al que han amenazado, o al propio tipo, que sale malparado de un par de encuentros con matones. Luego, con el tiempo, nos iremos enterando de que en el fondo se trata de una pregunta que carece de importancia, porque ni el uno ni el  otro es capaz de suscitarnos mayor interés.

La novela se basa en una idea bastante interesante, justo la que no debo contar, pero su desarrollo es un paseo dominical por todos los caminos trillados imaginables, mientras el lector va saludando, sombrero en mano, a un montón de arquetipos, situaciones y mecanismo demasiado vistos ya.

La novela encuentra su redención en algunas buenas frases que el autor va dejando caer a un lado y a otro, como si se olvidara de pronto de que está escribiendo una novela de mierda y se le escapasen toques de calidad que lo delataran como un escritor con posibilidades.

La deuda de Dancer es una historia más, otra , de un tipo borrachín y jugador que tiene una novia maravillosa y bellísima que lo adora y que hace lo imposible por ayudarle. Unamos a eso que el tal Dancer  tiene fobias que le quedaron de Vietnam, que el detective es pobre como una rata y amigo de un jefazo de la policía y verán que el autor tiene que ser muy convincente a veces para conseguir, con semejantes mimbres, que me haya acabado la novela.

Como dije, la idea central y la resolución, tienen un pasar. La conclusión es floja. La novela vale lo que cuesta si, como yo, se compra por dos euros. Si no, malamente.

El día de la lechuza (Leonardo Sciascia)

El día de la lechuza, de Leonardo Sciascia

Aunque el autor escribió esta obra allá por los años cincuenta, es ahora cuando tenemos la oportunidad de disfrutar de este magnífico ejemplo de lo que dio en llamarse literatura política. La fecha de composición de la obra es importante, pues en aquellos momentos aún se consideraba a la Mafia una organización del tipo de los Rosacruces, o la Santa Compaña: o sea, una especie de pequeña secta esotérica, cuando no una simple leyenda.

La novela nos habla de un pueblo de Sicilia, y de un crimen que se comete en la plaza mayor, cuando había cincuenta personas subidas al autobús y todos lo vieron pro la ventanilla. Sin embargo, nadie recuerda nada, y el jefe de carabineros, llegado de Parma, trata de romper el pacto de silencio de los sicilianos echando mano de toda clase de artimañas.

La novela evoluciona hacia la repercusión que eso tiene en las altas esferas y a medida que asciende el asunto se desdibuja y cobra otra clase de tintes.

Como siempre, es un placer leer a Sciascia, uno de eso escritores sagaces, observadores, perspicaces por naturaleza y por la experiencia recibida de un entorno donde la verdad es una especie de juego de niños al que a veces se juega, pero en el que nunca se cree.

Historia, condición humana y sociología en un sólo libro, ciento y pico páginas de letra gorda, que sin embargo valen nuestra más sincera recomendación.

DESENMASCARAR LA CONSCIENCIA

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Ödön von Horváth, El eterno pequeñoburgués. Novela edificante en tres partes.
Trad. de Isabel García Adánez,
Marbot Ediciones, Barcelona, 2012, 218 págs.
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por Anna Rossell

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Un acierto la publicación de esta novela de Ödön von Horváth (Fiume –hoy Rijeka-, 1901/París, 1938), autor austrohúngaro de expresión alemana. Sobre todo porque es la pieza que le faltaba al lector español para disponer al completo de lo que nació como una trilogía, de la que El eterno pequeñoburgués, que vio la luz en 1930, es el primer volumen –el sello Espasa había publicado en 2001 y 2002 los otros dos: Juventud sin Dios y Un hijo de nuestro tiempo-. Horváth, que se dio a conocer en los años veinte del siglo pasado como prolífico dramaturgo, dejó sólo cuatro novelas, escritas en los últimos años de su vida, y nos legó con ellas en clave de ficción un documento del ascenso del nacionalsocialismo al poder.

Horváth nunca se afilió a ningún partido político, pero simpatizaba con la izquierda y supo reconocer como pocos los síntomas sociales que propiciaron el caldo de cultivo en el que iba fraguando el nazismo. Él, que había cursado en Múnich estudios en sicología, literatura, teatro y arte, supo captar la sicología de la desclasada clase media emergente, que con su actitud haría posible el proyecto de Hitler. La obra de Horváth, en su conjunto, es una afilada crítica político-social de su tiempo a través de un amplísimo abanico de representantes de la pequeña burguesía. Sus personajes son individuos alienados, casi siempre pobres diablos sin conciencia ellos y seres indefensos ellas, atrapados bajo la opresora mano patriarcal a la que no consiguen sustraerse y a la que a menudo hacen el juego. Horváth, que conocía la obra Die Angestellten –Los asalariados-, del sociólogo Siegfried Kracauer, se propuso retratar a través de sus protagonistas con ojo experto y aguda observación sicológica una sociedad en la que podía medrar y medró cualquier política. A este fin adaptó un subgénero teatral ya existente, especialmente útil a su intención, el Volksstück –pieza de tendencia trivial y gusto popular con protagonistas de raigambre popular-, que él subvirtió, poniendo en boca de sus figuras lo que denominó el Bildungsjargon, una jerga pseudocultivada para desenmascarar la verdadera conciencia de los personajes. Nada de esto se echa en falta en El eterno pequeñoburgués. Ya el título es programático en su intención caracterizadora de un prototipo y el subtítulo, Novela edificante en tres partes, anuncia el registro irónicamente punzante y caricaturesco. Las que en principio estaban concebidas como tres historias independientes –la del señor Kobler, la de la señorita Pollinger y la del señor Reithofer- se nos presentan unidas en una para ofrecer al lector un espectro matizado de caracteres y subrayar el ademán generalizador. Se pierden en la traducción -como bien señala Isabel García en la introducción- las connotaciones que sugiere el sociolecto en que Horváth hacía hablar a sus personajes –elemento también esencial del Volksstück- y la que contiene la palabra alemana Spießer del título original –Der ewige Spießer-, que alude a una actitud más que a una clase social y que en español pudiera recoger mejor el término filisteo, pero la novela sigue conservando su fuerza y su voluntad de ácida delación. Horváth construye su crónica, que transcurre en 1929, principalmente sobre estos tres caracteres: el bobo y egoísta Kobler, vendedor de coches usados, estafador nato y arribista, que viaja a la exposición universal de Barcelona a la caza de alguna millonaria que lo mantenga, su amiga Pollinger, modista, que siguiendo su consejo se vuelve práctica y se hace prostituta, y el señor Reithofer, quien en un arranque de filantropía la devuelve a la vida honrada consiguiéndole por amiguismo un trabajo de costurera. La novela está escrita en un registro extremadamente hilarante de denuncia, los personajes, de trazo caricaturesco, son con todo a buen seguro más realistas de lo que a primera vista pudieran parecer. Del teatro del autor, que en España llegó a algunos escenarios en los ochenta, se han traducido Historias de los bosques de Viena. El divorcio de Fígaro (Cátedra, 2008), en español, y, en catalán, Amor, fe, esperança (Arola, 2007).

© Anna Rossell

http://annarossell.blogspot.com.es/

CINCELANDO LA PALABRA

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CINCELANDO LA PALABRA  

Mapa de costas

Marcelo Díaz García

Huerga & Fierro Editores, Madrid, 2011, 60 págs.

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por Anna Rossell

http://annarossell.blogspot.com/

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Nada que se diga sobre un texto literario sustituye el propio texto literario, nada de lo que se diga sobre un autor suple el conocimiento directo del autor. Si ésta es una afirmación válida en general, lo es mucho más en el caso de escritores cuya trayectoria se marca como objetivo depurar el lenguaje poético destilándolo gota a gota -poemario a poemario- hasta llegar al núcleo, a lo esencial del verbo, devenido entonces metáfora potente. El autor habrá tejido así un tupido entramado de símbolos que, despojados de la palabra y la sintaxis supérfluas, condensan lo significativo de forma centrípeta y conforman un mundo que, si bien se nutre de referentes universales, el poeta sabe moldear y hacer suyo para expresar su propio universo en la clave más íntima y personal. Corresponde entonces a cada lector adentrarse en la trama metafórica de esta poesía para establecer subjetivamente en cada momento el significado que corresponde a cada imagen, un significado que cambia, se renueva y hasta se transforma con cada nuevo contexto hasta llegar incluso a subvertirse.

Creo que el epíteto que mejor caracteriza el estilo poético de Marcelo Díaz es el de críptico, etimología que remite a lo oculto, a lo oscuro, a lo encubierto que habrá de descubrir el lector por sí mismo, estableciendo el sentido a partir de la observación de las recurrencias metafóricas, descifrándolo en sus distintos contextos y echando mano de su personal bagaje asociativo cultural y emocional. Porque el lenguaje poético que despliega Marcelo Díaz reclama el aprendizaje de su código. Marcelo Díaz no es un poeta al que podamos conocer leyendo de él unos poemas aislados; para conocerlo deberemos leer su poemario completo. Sus claves pueblan la obra entera con ademán absoluto, conforman un todo, un poemario suyo es el documento que encierra en sí mismo el código secreto para acceder a él. Como sucede con otros grandes poetas, ya consagrados, como Gottfried Benn o Paul Celan, el significado de su verbo no está fuera, se crea a partir de la inusitada circunstancia de la lengua del poemario, que se hace así de nuevo.

Definir la poesía de Marcelo Díaz y acercarla a los lectores con palabras cotidianas sólo puede quedar en un intento. Las palabras se transforman con su pluma en otra cosa, exigen al lector trabajo duro. Sin embargo el título de su último poemario, «Mapa de costas», es diáfano y directo. «Mapa de costas» no lleva a equívoco, sugiere claramente la intención del autor -viajero navegante sin perder de vista tierra firme-, que en su periplo vital explora el litoral para diseñar el plano que sirva de orientación a sí mismo y a otros. Esta gran metáfora es la que subyace en todo el poemario. Así, cada poema es el dibujo de un accidente avistado en la distancia, la circunstancia que acompaña y condiciona al viajero, que anota en su bitácora las incidencias y vicisitudes del viaje, registradas con la exactitud y la profundidad del alma de un poeta explorador de la geografía de la vida y de la condición humana.

A partir de este supuesto, Marcelo Díaz crea un lenguaje poético-metafórico envolvente, que se mueve en este campo semántico de modo recurrente. Pero el poeta no nos lo pone fácil; la recurrencia y sus variaciones no equivalen a sinónimo; cada reiteración convoca en su contexto un significado nuevo o renovado, y al lector corresponde desentrañar su sentido en cada caso. Marcelo Díaz desarrolla un estilo léxicamente reduccionista que es inversamente proporcional a la riqueza metafórica que despliega por la fecundidad y frondosidad de su polisemia, aprovechando incluso la ambigüedad sintáctica.

Así sus claves simbólicas se mueven con insistencia por el campo semántico de la frontera y sus variaciones: ‘linde’, ‘orilla’, ‘costa’, ‘horizonte’, ‘la utopía’, ‘el beso’, ‘el dintel’, ‘vínculo’, ‘ahí’, ‘al otro lado’, ‘en aquel lado’…; o bien sugieren el contraste ‘claro-oscuro’: ‘noche’, ‘sombra’, ‘día’, ‘luz’ y otros campos semánticos asociativos colindantes: ‘miedo’, ‘misterio’, ‘secreto’, ‘niebla’, ‘bruma’, ‘lo encubierto’, ‘el deseo’, ‘la muerte’, ‘el viaje’; o remiten al elemento que ya anuncia el título, al ‘agua’: ‘mar’, ‘río’, ‘manantial’, ‘lluvia’, ‘savia’, ‘vida’, tiempo o a los eternos acompañantes del viajero en el mar, eterno Ulises: ‘cielo’, ‘estrellas’, ‘nubes’, ‘aire’, ‘viento’, ‘el Sol’, ‘la Luna’, ‘los dioses’. Y aun otras más difícilmente agrupables en un conjunto: ‘la videncia’, ‘el dolor’, ‘andamio’,
‘ángulo’, ‘vértice’, ‘arruga’, ‘manos’, ‘pozo’, ‘palabra’, ‘alfabeto’, ‘deseo’,’ labio’, ‘flor’, ‘adelfa’,  o colores (‘magenta’, ‘cobalto’, ‘añil’…), ‘espejo’, ‘sueño’, ‘el Hombre’…  .

Y es el Hombre, con inicial mayúscula, el terreno que explora el poeta -el Hombre y su circunstancia-. El poeta indaga cuál es su naturaleza y cómo se percibe a si mismo: una vida más que transcurre y pasa, que cumple el ciclo vital imparable de la creación: «Este líquido rumor indetenible / es el censo de los ojos que lo miran y lo vieron. / Ni presagia el mar. / Es agua este río / que llama a la vida alzando las casas y los árboles, / […]. / Boga en ruta irregresable su
cuerpo, / sin pétalo barca que lo vuelva la chorro de su fuente. / Pero el ciclo de la nube, / […], / aguarda el peso para volverse lluvia. / […]. // […]. / Pero habito el agua y la bebo y soy agua. // Quizás siempre es así en los ovillos de los ciclos». (poema 23).

Una idea de cumplimiento de la historia que remite al destino inexorable, ajeno a
la voluntad del ser humano: «No sé la hora de las cosas que se cumplen. / […] // En la flor de la duda, / de los gestos curtidos sen los días de la luz y la derrota, / leo episodios del hombre vivo y
navegante, / respeto su huella, si tiene la voz cegada, / y retengo mi puño, / abro firme el hueco de caricias / sin atreverme a más. // No sé más de las horas que se cumplen». (45).

En esta misma línea del ciclo que se cumple, la voz poética se pregunta por la huella
que deja el ser humano a su paso: «Es estéril tu semen sobre la tierra ovario. / Ciclos trazados en laberinto irretornable / la previenen de tu mano / y los suicidios que acaecen en tus
ojos, / o en ese vientre que alimenta a destajo la sangre«. (44)

O se pregunta por el sentido de la vida humana: «[…] / ¡Para qué el horizonte! / Ayer, el día no llegado, / quitarán su dibujo / porque otras caderas nebulosas / han desarraigado la distancia de la higuera hasta las nubes. / Entonces… / ¿qué hago, incluso al caminar a la utopía? // Y no quiero evocar porque estaría muerto. / Y la muerte, al fin, / ¿qué tendrá de estrella comida por las algas? / o / ¿qué tendré yo de la luz que escapó de ese banquete?» (21).

El gesto filosófico de la poesía de Marcelo Díaz deviene teológico cuando el poeta se erige en cronista de la creación invirtiendo el discurso tradicional al uso: el Hombre aparece como demiurgo que crea a sus dioses, y aflora la dimensión psicológica, la necesidad humana de la existencia divina: «En el principio de los días, / el hombre creó a los dioses plurales, / los nombró con sus miedos, / y sublimó sus oscas [sic] cobardías. / Precoces y ávidos guisanderos freudianos / cocinaban una mitología asequible / hasta que a dios lo hicieron uno, / […]». (39)  Y sigue en el mismo poema denunciando a quienes, en nombre de Dios y de la religión, traicionan la sagrada y necesaria religiosidad que habita como semilla en el ser humano: «El polvo alumbró una teología enferma / […]. / Ceremonia y oro conduciendo a la miseria / para ese pastoreo a los sumisos. / Una secta de célibes pronuncia La Escritura / con el dedo alzado de infundir miedo, / vaciando el hueco religioso sin respeto. // […]» (39). Y acaba por poner la bondad humana en su lugar, más allá de ritos eclesiales ortodoxos: «Fuera del círculo del báculo y la tiara / los buenos brillan en sus ojos, / sus manos dan pan sin comprar el cielo, / sienten en su pecho aquel libro guardado / y en silencio pronuncian con su mano lo escrito«. (39).

 

Pero Díaz no renuncia a la utopía, si la criatura humana adolece de trascendencia, si el ser humano ha creado a sus dioses, si su destino está trazado de algún modo, en su poesía laten valores que se contraponen, que redimen al humano y lo subliman. Así a la voz poética se opone a menudo un malhechor “ellos”, destructor y agresivo, claramente diferenciado del “yo” hablante, un “ellos” de
los que la voz poética se distancia por rechazo: «Ellos querían obligar a una estrella / y decorar con brillo su café humeante. / A este techo corto que pueden rozar los ojos / llegaban sus manos
doradas y altivas. / Sin remedio de dioses ni de cielos, / trazaron la escala hasta una punta / y la poblaron de cuerpos, / cuerpos con hambre. / […] / Y la poblaron de vidas, / vidas mutiladas. / […]. / Y la estrella se diluyó en el agua / sin sabor a nada, inútil millonésima. / Sólo el brillo irritado y sanguíneo de los ojos / seguía matando los pétalos lucientes / que guardaban
los gérmenes del beso. / […]. // Otra punta sin brillo atravesó sus manos / y no encontró ni el alma. […]». (38).

O en este otro, donde el «ellos« acecha de nuevo y amenaza: «Cruzaban el campo atrochando por donde había color. / El vicio cobarde de la muerte indebida / afilaba las sicas [sic] de sus ojos / y ya parecían guadañas, / la sombra avanzando su vértigo, avaricia, / traición a la recta ortodoxa de la caña. // ¿Dónde habitan sus gérmenes de cieno y noche? // ¡Pero qué herida a todas horas / ese paseo que se calza el crimen / en el nombre de dios, / y del oro, / y del espíritu mentira!» (40).

Sin embargo la voz poética no se rinde, no sucumbe a las fuerzas del maligno; el crimen se «comete en el nombre de dios y del oro, y del espíritu de la mentira», pero el color se opone al «vicio cobarde, a la muerte indebida, a la sombra avanzando su vértigo», la «avaricia» es «traición a la recta ortodoxia«; «la luz» se contrapone a «la sombra», a los «gérmenes», al «cieno» y a la «noche», pero late en el ser humano, también, el germen constructivo y vence, pues a continuación exhorta: «Pero ved, hagamos. / No se derrumba el mar, / no desflorece la tierra acampada y fértil, / no se tuerce la mirada creciente en la luz, / ni el brazo sosteniendo el sistema de los versos«. (40).

El yo poético alerta sobre la amenaza que se cierne sobre los hombres buenos por las maquinaciones de los que astutamente urden con nocturnidad el mal, que lleva el signo de la ambición y del dinero: «Mi corazón de hierba tiene siempre un rocío de albor. […]. // Pero la astucia es noctámbula / y siempre abre una lámpara para robar la noche. / El viaje de los justos lleva a una paz. / En el descanso de esos buenos, / astutos con ojos de moneda, / secta de posesos de certeza única, / crimen permanente, / […], / con la palabra perversa, / bajo tulipas de dioses que inventaron, / urden el robo de las vidas, / vida pan, / vida agua, / vida voz, / vida entera. // Mi corazón de hierba se escarcha al vislumbrar la noche«. (37).

Marcelo Díaz reivindica la poesía y la palabra como herramienta vital, existencial: «Tengo la palabra para medir mis ojos, / […], / luz, cauce, herramienta, cavidad de mares, [sic la coma] / pequeños para poner el infinito adentro […]. / Palabra para anunciar dolor del que ve mi tacto oscuro, / palabra para anunciar la luz de la que ve mi tacto abierto. // Mientras ande y esté viva mi sangre, / la palabra es un síntoma veraz entre existencias». (23)

Marcelo Díaz no es un poeta fácil. Acercarse a su poesía es un reto, un desafío del que se regresa agotado, como agota la vida cuando gesta y germina, cuando crea lo verdaderamente nuevo; su estilo rezuma innovación léxica, sintáctica, morfológica y semántica, gusta de la paradoja y de la combinación inusitada de palabras. Así «Ayer» es «el día no llegado», «las algas comieron una vez estrellas» (21); o cuando al describir «un plano de curvo itinerario» se refiere a «Las avenidas rectilíneas» (8); al contrario de lo que es habitual, el poeta habla de «vencer el sueño» o de una «Cuneta que engulló el camino«, (22), y no al revés; habla de un «ejército pequeño que esconde las flores» (20), de «vena sin sangre», de «caras expectantes […] callando su palabra» (15), de «lindes que deslimitan« (16), de «flores incorruptas, solamente efímeras» (2), de «poetas videntes, vestidos sin ropa»; de «ángulos […] pequeños para poner el infinito dentro» (12); o nos sorprende con la paradójica magnífica sentencia: «La mentira es una verdad terrible»(30). Al poeta le gusta deconstruir para crear de nuevo, como gusta del uso del prefijo ‘des-‘: cuando habla de «desacertar la luz« (26) o dice «Desvísteme de algo de lo que tiene la muerte [… ], despojado hasta un débil deseo« (30), «cartera para un desarchivo de proyectos« (15), «lindes que deslimitan mi anchura» (16), «Qué deshabita el trecho ante tus ojos» (11), «porque otras caderas nebulosas / han desarraigado la distancia de la higuera hasta las nubes« (21), «desacertar la luz« (26), y gusta de la composición léxica de cuño propio, como cuando habla del «xilófago vivo« (10), del «pétalo barca« (23), de la «ventana cobijo« (41), escritas aún por separado, para dar un paso más en el proceso creativo de la palabra y hacer de dos palabras una, al referirse al «gesto sedazúcar« (8), al «cuerpo […] que ha de vivir su trozotierra» (16), o cuando echa mano de la transferencia sensorial: «[…] Las albas sucesivas calibran el ángulo del verso / para acertar los ojos que lo escuchen, […]» (25), «Este líquido rumor […] / es el censo de los ojos que lo miran y lo vieron […]» (23).

«Mapa de costas», es el último y reciente poemario de un poeta cuya andadura empezó allá en los años ochenta con Forja de mar -«Poemas de la posesión terrena»- (1982), «Gozne devenido» -«Poemas de la posesión debida»- (1988) y «Ágora» (1992), ha seguido con «Continente de auroras»
(1996), «Amarinte» –narrativa- (1997), «Lindario» (1999), «A tiempo» (2005) –libro conjunto de poesía y escultura- y «Viaje sin memoria» (2008) –por el que obtuvo el Premio Ciudad de Alcalá-.

Marcelo Díaz es escultor, además de gran creador con la palabra.

 

© Anna Rossell

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I ching, tradicional chino, comentado por Hermann Hesse

I Ching Hay libros que no se pueden leer, libros de lo sagrado y la sabiduría, en cuya compañía y atmósfera se puede vivir durante años sin leerlos nunca como se leen otros libros. Algunas partes de la Biblia pertenecen a estos libros y el Tao-te-king. Basta una frase de estos libros para llenarse durante mucho tiempo, para estar ocupado y empapado durante mucho tiempo. Se los tiene a mano o se los lleva en el bolsillo cuando se va al bosque, y nunca se leen durante horas enteras, sino que cada vez se extrae sólo una frase, una línea, para meditar, para erigir junto a todas las bagatelas del día, también las de la restante lectura, una y otra vez la medida de lo grande y sagrado.

 Considero que es una suerte que a estos pocos libros se haya añadido uno nuevo. Es naturalmente, igual que los otros, un libro de edad remota, de miles de años, pero hasta ahora no existía el intento de una traducción alemana. Se llama «I Ching», el libro de las transformaciones, y es un antiquísimo libro de sabiduría y magia de los chinos. Podemos utilizarlo como libro de oráculos para obtener consejo en situaciones difíciles de la vida. También podemos amarlo y utilizarlo «únicamente» por su sabiduría. En este libro que nunca podré entender más que de una manera intuitiva y por algunos instantes, hay construido un sistema de analogías para todo el mundo, basado en ocho propiedades o imágenes de las cuales las dos primeras son el cielo y la tierra, el padre y la madre, la fuerza y la entrega. Estas ocho propiedades que están expresadas cada una por un signo sencillo, establecen combinaciones entre sí y dan lugar a 64 posibilidades, sobre las que se basa el oráculo. Preguntas al oráculo y obtienes por ejemplo la frase: «Verdad interior: cerdos y peces. ¡Salve! Es favorable atravesar el gran agua. Favorable es la perseverancia.» Sobre esto puedes meditar. Además existen comentarios.

 Este libro de las transformaciones se encuentra desde hace medio año en mi dormitorio y nunca he leído más de una página seguida. Cuando se contempla una de las combinaciones de signos, se sumerge uno en Kian, lo creativo, en Sun, lo dulce: no es leer, tampoco es pensar, es como mirar el agua que corre o las nubes que pasan. Allí está escrito todo lo que se puede pensar y vivir.

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