El palacio de la eternidad, de BOB SHAW

El Palacio de la Eternidad

En 1966, Bob Shaw sorprendió a los lectores de la revista Analog con un cuento breve, «Luz de otros días», acerca de un vidrio «lento» que impide el paso de la luz durante días o semanas, incluso du­rante años, y permite ver el pasado. Más tarde, la historia se incor­poró a la novela Otros días, otros ojos (1972). Sus dos primeras nove­las, Periplo nocturno (1967) y The Two–Timers (1968), eran obras de ciencia ficción tradicional. Aparecidas en el apogeo de la nueva ola, llamaron poco la atención de los críticos. Con la publicación de El palacio de la eternidad (The Palace of Eternity) –la primera que leí y mi preferida entre las novelas tempranas de este autor–, fue evidente que Shaw había emergido como un buen escritor de segunda línea en la cf británica. No intentó ampliar los límites del género, como lo hicieron Aldiss, Ballard o Moorcock, pero produjo una obra eficaz en versiones discretamente actualizadas de las convenciones de las décadas del cuarenta y del cincuenta.

El libro cuenta la historia de una guerra interestelar. El héroe, Mack Tavernor, vive en un mundo colonizado conocido como Mnemosyne, el «planeta de los poetas». Un ex soldado, cansado de los cuarenta años de guerra contra los Sycanos, ha vuelto a su her­moso mundo para tomarse un respiro. Sin embargo, la guerra le se­guirá hasta allí. Tavernor se horroriza cuando llega a Mnemosyne una fuerza militar y reduce el amado bosque a «una llanura bri­llante y lisa como el vidrio». Ya había visto algo parecido en otros planetas, donde las fuerzas cada vez más despóticas de la Tierra Im­perial habían vuelto sus sofisticadas armas contra los rebeldes hu­manos:

Tavernor se pasó un día entero caminando por los verdes y platea­dos lagos de celulosa. Hacia el anochecer, encontró un lugar donde la corriente se hacía transparente.

Y desde el fondo de la superficie ambarina, el rostro de una mu­jer muerta lo miró.

Se arrodilló sobre la superficie vidriosa durante un sagrado mo­mento, mirando fijamente el óvalo pálido y ahogado de aquel rostro. Los rizos negros de su cabello estaban helados, preservados, eternos…

Es una imagen perturbadora, bastante común en la ficción de Shaw.

La historia se precipita cuando Tavernor se encuentra con un grupo de poetas y artistas renegados. Mnemosyne se está transfor­mando en una base militar; los hogares son destrozados, el am­biente, devastado, y Tavernor se ve obligado a convertirse en líder guerrillero. Todas estas secuencias de acción están descritas con fervor e imaginación. De pronto, un poco más allá de la mitad del libro, la narración toma un giro sorprendente: Tavernor es ase­sinado, y resucita en el espacio exterior como un «egon». Es uno de los tantos millones de entes de ese tipo, «nubes organizadas de energía» que se alimentan de luz solar. Las masas de egon que ro­dean a Mnemosyne constituyen una «mente universal», y están siendo destruidas poco a poco por el paso repetido de una nave es­pacial, más veloz que la luz, que la especie humana utiliza para lu­char contra los Sycanos. La mente colectiva de la masa de egon de­cide que Tavernor debería reencarnarse en su propio hijo…

Es una curiosa mezcla de ciencia dura y de metafísica. Quizás haya lectores a quienes esta novela les parezca malograda y piensen que la extravagancia de los episodios finales no se compagina con el «realismo» de las primeras escenas. Bob Shaw (nacido en 1931 en Irlanda del Norte) nos recuerda al escritor norteamericano Clifford Simak, un narrador de cuentos inverosí-miles, y a menudo, excesi­vamente complicados. El palacio de la eternidad tiene algo de la inge­nuidad y de la seducción de una novela de los años cincuenta, como por ejemplo Anillo alrededor del Sol. Pero tiene algo más, pues Shaw es mejor escritor que Simak: las caracterizaciones son brillantes, las especulaciones científicas y técnicas son convincentes, y, sobre todo, las imágenes y metáforas son memorables.

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Estación de tránsito, de CLIFFORD D. SIMAK

«La región sudoccidental de Wisconsin está limitada por dos ríos, el Mississippi al oeste, y el Wisconsin al norte. Más allá de los ríos hay una amplia llanura con prósperas granjas y ciudades. Pero la tierra que cae hacia el río es áspera y escarpada, con elevadas colinas, ris­cos, profundos barrancos y despeñaderos, y ciertas áreas que for­man bahías o zonas aisladas. Los caminos de alrededor son inade­cuados y las pequeñas y toscas granjas están habitadas por un pueblo que tal vez se encuentra más cerca del tiempo de los pione­ros, cien años atrás, que del siglo XX.» Así describe uno de los perso­najes el escenario de esta novela, la región donde Simak nació y se crió. Es un escenario al cual el autor ha vuelto casi obsesivamente en todas sus obras, al igual que William Faulkner al condado de Yoknapatawpha. Quizá sea un rasgo demasiado provinciano, conser­vador y nostálgico para un escritor de ciencia ficción. Es cierto. Sin embargo, cada vez que Simak recrea el Wisconsin del Sudeste, le otorga características de otro mundo, extraterrestres, y convierte esa región casi salvaje en una encrucijada del cosmos. En ninguna otra obra lo consigue con tanta eficacia como en Estación de tránsito (Way Station).

Es la historia de un legendario ermitaño, Enoch Wallace, de ciento veinticuatro años, veterano de la guerra civil. A finales de la década del sesenta del siglo pasado, hastiado de la guerra, se retiró a la pequeña granja de su padre en Wisconsin. Allí un día se le acercó un extranjero alto y delgaducho, de orejas «demasiado puntiagu­das». El visitante resultó ser un emisario extraterrestre –a quien Enoch bautiza «Ulises»– que busca un lugar apartado, adecuado para instalar una estación galáctica de tránsito. Actualmente, casi un siglo después, Enoch, eternamente joven, todavía vive en su abandonada granja, trabajando como jefe de estación para una ci­vilización interestelar. La casa en que vive es indestructible merced a la tecnología extraterrestre, y está repleta de equipos de telepor­tación. De vez en cuando, alguna criatura ex-traterrestre se mate­rializa allí y utiliza la casa de Enoch como escala en su ruta hacia otro punto de la galaxia. Muchas veces, Enoch comparte comida y café con sus «huéspedes», y éstos le retribuyen con regalos extra­vagantes.

En una ocasión, un viajero extraterrestre murió en tránsito, y Enoch enterró el cuerpo con gran reverencia en la tumba familiar. Un agente del gobierno norteamericano, a quien habían enviado para que investigara la milagrosa longevidad de Enoch, encuentra la tumba, la abre y retira los restos del extraterrestre. Esa acción pone en movimiento la intriga de la novela. Los parientes del extraterrestre se enteran de que el cadáver ha sido trasladado y acusan a Enoch. Ulises, el emisario de la Central Galáctica, le advierte que la estación de tránsito puede ser clausurada. Mientras tanto, Enoch tiene problemas con sus vecinos: una hermosa chica sordomuda es­capa de un padre brutal y Enoch la esconde en la casa. Descubre que la chica tiene dones telepáticos, con lo que activa uno de sus re­galos extraterrestres, una pequeña pirámide de esferas rotativas que hasta entonces había permanecido inerte. Tal vez ese miste­rioso artefacto sea la clave de la armonía galáctica y de la paz en la Tierra.

Parece un fárrago increíble, pero esta lenta y reflexiva histo-ria tiene un considerable encanto. Él medio rural es descrito con au­téntico sentimiento, y el tema de la armonía universal tiene una in­mediatez que no es demasiado empalagosa. El mensaje de la novela parece ser el siguiente: No te muevas y sabrás; simplemente escu­cha las estrellas…

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