LITERATURA NEGROAFRICANA CONTEMPORÁNEA

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POR ANNA ROSSELL,
http://annarossell.blogspot.com.es/
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¿Es lícito hablar de literatura negroafricana, como si de una sola literatura se tratara? En los últimos años se oyen voces que, para corregir lo que consideran un tópico extendido, fruto del desconocimiento, hablan de Áfricas y de literaturas africanas, reivindicando así la variedad de culturas y matices que caracterizan una tierra de treinta millones de quilómetros cuadrados.
También en el ámbito literario se ha propuesto una clasificación por países o en función de la lengua de expresión . Pero lo que es adecuado para unos no tiene por qué serlo para otros. En el tema que nos ocupa, tal diferenciación –en términos de fronteras políticas o lingüísticas- haría un flaco favor a la genealogía de esta literatura, pues desvirtuaría sus comunes orígenes y su evolución, y se perdería el estudio de sus nexos. Nada une tanto como la aniquilación sistemática de la propia cultura -máxime cuando ha durado siglos-, el ninguneo de los valores propios, el desprecio al color de la piel y el sometimiento. Y todo ello ha vapuleado a África subsahariana y ha conferido a su gente una conciencia común, que refleja profundamente la historia de su literatura moderna, la que se ha desarrollado después de las independencias. Porque la colonización y la esclavitud, el desprecio de sí mismo y la asimilación, o la rebeldía contra todo ello han vertebrado la historia literaria negroafricana más allá de las fronteras nacionales actuales y precoloniales, de las comunidades lingüísticas autóctonas o metropolitanas postcoloniales. En este sentido conviene hablar de literatura negroafricana y caribeña, pues ambas se fraguaron en el mismo crisol, y por la misma razón se establecen conexiones entre la literatura subsahariana postcolonial y la negroamericana.

Esta opinión, que sostienen prestigiosos especialistas, viene corroborada por el hecho de que los impulsores de lo que podríamos llamar el acto fundacional de la literatura moderna negroafricana -el movimiento de la negritud- fueron significativamente un senegalés –Léopold Sédar Senghor-, un martiniqués –Aimé Césaire- y un guayanés –Léon Damas-, y porque en los dos grandes congresos que consolidaron esta literatura –el de París, en 1956 y el de Roma, en 1959- participaron autores subsaharianos y caribeños, que se entendían a sí mismos como partes de un todo, y el hecho de que, en el segundo, confluyera la diáspora africana anglófona, francófona y lusófona de tres generaciones y de tres continentes.

Pero este cruel bagaje histórico común, que no acaba con las independencias sino que, como brazo largo de la colonización, sigue dando sus nefastos frutos hasta hoy y permite hablar de literatura negroafricana y caribeña en su conjunto, no ha sido ni es impermeable a la riquísima variedad cultural autóctona, ni a la genialidad en que cristaliza la hibridación a la que abocó la esclavitud. Ello ha tenido consecuencias en lo temático –que a veces recurre al mito y a lo etnológico para reivindicar lo autóctono-, en lo estilístico –con frecuentes ecos de la literatura oral y de una genuina musicalidad en lo poético- y en lo lingüístico –pues a menudo reinventa el lenguaje para expresar conceptos inexistentes en las lenguas metropolitanas-. A esto hay que añadir la literatura en las lenguas autóctonas -aún menos conocida en occidente que las escritas en las lenguas metropolitanas-, que va ganando terreno y tiene el impagable valor añadido de dejar constancia escrita de lenguas poco documentadas.

Así, siguiendo las inflexiones político-sociales del continente africano, podemos articular el nacimiento y la evolución de la literatura negroafricana moderna a partir del hecho que la provoca y sus consecuencias: la colonización, la reivindicación de los valores autóctonos, las independencias y las expectativas ligadas a ellas, la denuncia de los abusos de poder con el principio del desencanto tras las independencias, el pesimismo, la angustia y la desorientación. No ha de extrañarnos que, entre los años treinta –cuando arranca el movimiento de la negritud- y los sesenta –con el principio de las independencias-, la literatura negroafricana fuera de la mano con el compromiso político.
Y es en París, en torno a los estudiantes africanos, donde se fragua la rebeldía anticolonial, que rechaza los valores impuestos por el colonizador y evidencia la alienación del africano. Allí se conocen Damas, Césaire y Senghor y se publican las obras poéticas que sientan las bases de la negritud: Pigments (1937) , Retorno al país natal (Cahier d’un retour au pays natal, 1939) y los dos poemarios del último Cantos de sombra (Chantes d’ombre, publicado en 1945, escrito en 1936) y Hostias negras (Hosties noires, 1948, escrito en 1945) respectivamente. También en París se produce el encuentro con los autores negroamericanos del Harlem Renaissance, que propiciaron la conciencia de la negritud -Banjo, de Claude Mackay, se tradujo al francés en 1928 y autores como Langston Hughes, Countee Cullen, Jean Toomer y Sterling Brown aportaron no sólo temas sino además un estilo y una musicalidad que les devolvía a sus ancestros comunes-.
Los años eran propicios al nacimiento de una literatura de calidad, pues Europa misma descubría entonces el fracaso de los valores de occidente y los jóvenes intelectuales europeos cerraban filas en torno a las vanguardias del surrealismo y del existencialismo. Los movimientos europeos contestatarios de la época ofrecían a aquellos africanos una plataforma ideal para canalizar sus reivindicaciones. De este sustancioso y subversivo caldo de cultivo bebió la negritud, que tomó como maestros a Marx, Freud, Rimbaud y Breton, y vio en el surrealismo –que a su vez admiraba el arte negro tradicional y rompía con el lenguaje racional tan asociado a occidente- una herramienta idónea para recuperar el inconsciente colectivo autóctono africano y su verdadera identidad. Damas y Senghor conquistan nuevos ritmos para la poesía. Senghor, tan atento a la sonoridad –
a menudo indica en sus poemas el instrumento musical para el que están concebidos-, usa con frecuencia la aliteración-, sus imágenes, que entiende como ideogramas, son de inusitada fuerza expresiva. Césaire, por su parte, innova el lenguaje poético con sus desconcertantes asociaciones, sus neologismos, su sintaxis iconoclasta y la mirada crítica hacia su país, que destruía significativamente la mentira idílica y exótica difundida por el colonizador blanco. Los tres crearon un lenguaje poético difícil de superar en décadas. La Anthologie de la nouvelle poésie nègre et malgache de langue française de Senghor, recogía una buena selección de esta primera generación de poetas provenientes de distintas regiones francófonas de la vasta geografía africana: Léon Damas, Gilbert Gratiant, Étienne Léro, Aimé Césaire, Guy Tirolien, Paul Niger, Léon Laleau, Jacques Roumain, Jean-François Brierre, René Belance, Birago Diop, Jean Joseph Rabearivelo, Jacques Rabemananjara y Flavien Ranaivo. Con ellos se inicia una literatura francófona que corta definitivamente su cordón umbilical con la francesa y que influirá en autores africanos más allá de la francofonía.
Una de las consecuencias inmediatas de la negritud, que se dio a conocer internacionalmente a partir de 1948 gracias al prólogo de Jean-Paul Sartre a la Anthologie de Senghor, fue la recuperación del patrimonio de la literatura oral y del folklore, que alcanzan entonces merecido reconocimiento y son fuente de inspiración de la nueva literatura y del teatro. Meritoria es en este contexto la lucidez de Aimé Césaire, que, lejos de ignorar la historia colonial por abominar de ella, hace desde Martinica (en la revista Tropiques, que fundó) un llamamiento realista al reconocimiento del mestizaje y no reniega de los valores positivos que Europa hubiera podido legar a los pueblos colonizados. Surge así en torno a los años cincuenta y hasta principios de los sesenta una primera generación de prosistas –novelistas, cuentistas y ensayistas- encabezada por pioneros haitianos, muy ligada temáticamente a la colonización y en muchos casos significativamente autobiográfica: Jacques Roumain, Gouverneurs de la rosée, novela que marcó a toda una generación; Jacques Stephen Alexis, Compère General Soleil; Marie Chauvet, La danse sur le volcan, una de las pocas novelas haitianas sobre el período revolucionario, o los martiniqueses Joseph Zobel, Diab’là, La rue Cases-Nègres; Raphaël Tardon, Starkenfirst; Mayotte Capécia, Je suis martiniquaise o Léonard Sainville, Dominique, esclave nègre -las dos últimas son autobiografías noveladas- o Édouard Glissant, El lagarto, (La Lézarde), premio Renaudot en 1958.
En estos mismos años en el continente africano la recuperación de la literatura oral –el cuento- dio recopiladores y adaptadores de renombre como el senegalés Birago Diop, Cuentos del Sahel (Les contes d’Amadou Koumba), los congoleses Lomami-Tchibamba, Ngando le crocodile y Jean Milonga, La légende de Mfoumou Ma Mazono o el marfileño Bernard Dadié, Le pagne noir.
El despegue de la novela –tanto de expresión francesa como inglesa- comenzó a finales de los años cuarenta y arrancó definitivamente a mediados de la década de los cincuenta: la originalísima, en inglés pidgin, deudora de la tradición oral del nigeriano Amos Tutuola, El bebedor de vino de palma; Mine boy, un retrato del apartheid y A wreath for Udomo, del sudafricano Peter Abrahams, que alcanzó fama mundial; Climbié, del marfileño Bernard Dadié; El niño africano (L’Enfant noir), del guineano Camara Laye; Ville cruelle, del camerunés Mongo Beti; Nini. La Mulâtresse du Sénégal, del senegalés Abdoulaye Sadji; Afrique, nous t’ignorons, del camerunés Benjamin Matip o la de su compatriota Ferdinand Oyono, Le vieux nègre et la médaille; Le docker noir, de Ousmane Sembène; Todo se desmorona (Things Fall Apart, 1958), del nigeriano Chinua Achebe, testimonio amargo de las nefastas consecuencias de la influencia occidental sobre las culturas autóctonas, o Kocoumbo l’étudiant noir, del marfileño Aké Loba. Todas ellas, de estilo realista, son verdaderas crónicas. Es notoria en estos años la influencia del novelista norteamericano Richard N. Wright, cuyas novelas Chico negro (Black Boy) e Hijo nativo (Native Son) se convirtieron en clásicos para los autores africanos.

El segundo congreso de escritores negros, celebrado en Roma en 1959, reafirmaba la existencia de una civilización negroafricana nacida de la dolorosa experiencia común de la colonización y la esclavitud y se sentía aún la necesidad de liberarse de la estética occidental y de recuperar o crear la propia. Pero va ganando adeptos la idea de Albert Franklin y Cheikh Anta Diop, que en los años cincuenta ya fueron excepciones que se distanciaron de la negritud . Ahora son los anglófonos – Ezekiel Mphahlele entre otros, quienes critican aquel movimiento, y les siguen Frantz Fanon, Tati Loutard, René Ménil y Henry Lopes. Wole Soyinka –primer Premio Nobel africano de literatura en 1986- resume más tarde esta crítica en la repetida cita “El tigre no proclama su tigritud, salta sobre su presa y se la come” . La negritud era un lastre que encorsetaba la creatividad e imponía un canon temático y estilístico –afectó también a la crítica, que de modo sistemático juzgaba el valor de los textos por su fidelidad a la negritud y anteponía criterios socio-políticos a la calidad literaria-. Novelas brillantes, como las del maliense Yambo Ouologuem, Le devoir de violence, que desenmascaraba al político africano como ambicioso y cínico arribista y mereció el premio Renaudot; la del guayanés Bertène Juminer, La revanche de Bozambo, que invertía la historia de la colonización y establecía un paralelismo entre todas las razas humanas en su maldad y ansia de poder, o la de Malick Fall, La plaie. Eran novelas que se adelantaban a su tiempo en la temática y el posicionamiento de sus autores. Escritas sin atenerse a la corrección política del momento, hubieran tenido una acogida muy distinta de haberse publicado más tarde.

Con el principio de las independencias, en la década de los sesenta, llegó también a la literatura la euforia y el optimismo. Las temáticas abordan los conflictos, pero quieren inducir a la reflexión, buscan una salida posible. Nace la novela social que da cabida a los problemas acuciantes: la tensión entre tradición y modernidad o entre vida rural y urbana despliega un amplio repertorio de argumentos -relaciones entre padres e hijos, entre chicos y chicas, problemas de costumbres, de creencias religiosas, de herencia, de matrimonio, de poligamia, de esterilidad…-, temas que seguirán vivos durante treinta años: Cheikh Hamidou Kane, La aventura ambigua (L’aventure ambiguë), confronta la sabiduría africana con el desarrollo técnico europeo; Olympe Bhêly-Quénum, Le chant du lac; Rémy Médou Mvomo, Afrika Baa; Seydou Badian, Sous l’orage; Henri Lopes, Tribaliques; Francis Bebey, Embarras et compagnie; Le fils d’Agatha Moudio; Guillaume Oyono, Les chroniques de Mvoutessi; Cheikh Ndao, Buur Tileden y Sembène Ousmane, Le mandat, que abordan la problemática del contacto cultural; Williams Sassine, Saint monsieur Baly; Aké Loba, Les fils de Kouretcha, que describe los efectos de la industrialización frente a los tabúes milenarios de la sociedad marfileña; Olympe Bhêly-Quénum, Le chant du lac, que presenta el conflicto entre dioses y prosperidad; Massa Makan Diabaté, Le lieutenant de Kouta, Le revenant; Aminata Sow Fall, L’appel des arènes; Mariama Bâ, Mi carta más larga (Une si longue lettre); Seydou Badian, Le sang des masques; Pierre Bambote, Princesse Mandapu, Angèle Rawiri, Elonga; Monique Ilboudo, Mal de peau; Abdoulaye Kane, La maison au figuier, entre otros muchos.
Mención especial merecería el teatro, que por razones de espacio no abordaré aquí. Aludiré sólo al hecho de que Aimé Césaire, con La Tragédie du Roi Christophe, abre camino al teatro histórico-político, que en esta década proliferará y que reconstruye la historia reciente o tiende a idealizar a los héroes del pasado precolonial, aunque ya utiliza el simbolismo para larvar una incipiente crítica del poder contemporáneo, que se hará más descarnada en los años posteriores, con el inicio del desencanto .
En estos mismos años sigue fructificando la recopilación de cuentos, sobre todo en Camerún. En Malí el carismático Hampâté Bâ publica Silamaka du Macina y la poesía vive aún a la sombra de los grandes maestros de la negritud, si bien da algunos autores de altura, como el antillano Gérard Chenet, Poèmes de Toubab Dialaw, de quien no se ha publicado nada en español.

La superación de la negritud –desvelada como utopía-, ya consolidada a principios de los setenta, incentivó en la producción literaria las temáticas y una palestra insospechada de registros genéricos y estilísticos –caricaturesco, sarcástico, dramático, tragicómico, panfletario, simbólico, onírico…-. A esto hay que añadir la vía iniciada por el marfileño Ahmadou Kourouma con Los soles de las independencias (Soleil des indépendances, 1968), que por primera vez, con la introducción de modismos y sintaxis malinké, rompía con el purismo del francés académico y abría el camino a la innovación de la lengua francesa que empezaba a africanizarse, ejemplo que siguieron también autores anglófonos. Las expectativas puestas en las independencias no se habían cumplido y el comportamiento de la clase política y de la incipiente burguesía era campo abonado para la denuncia. Prolifera entre los años setenta y mediados de los ochenta la sátira política, que cristaliza sobre todo en la novela, el relato y el teatro. En la novela abrieron la brecha los guineanos Camara Laye, Dramouss; Alioum Fantouré, Le cercle des Tropiques, que aborda sin ambages la dependencia de la metrópoli y los crímenes contra la humanidad como práctica común de los nuevos gobiernos; Williams Sassine, Wirriyamu (1976), crónica fabulada del brutal exterminio de un pueblo y de su gente por los militares o Le jeune homme de sable, que con un brillante y original estilo en que se mezclan registros: sueño, alucinación y monólogo interior –se considera una de las mejores novelas de la literatura africana-, glosa la rebeldía del joven protagonista, representante de una generación, contra la ambición de una minoría privilegiada que institucionaliza la violencia y la injusticia. En esta misma línea, que muestra el abismo entre los gobiernos cada vez más totalitarios y el pueblo impotente, están Emmanuel Dongala, Un fusil dans la main un poème dans la poche; Valentin Y. Mudimbe, Entre les eaux, sobre la guerra civil en el Congo, o Le bel immonde, que aborda con sarcasmo las inquietantes costumbres en vigor de la minoría poderosa; Mongo Beti, Main basse sur le Cameroun y Remember Ruben; Guy Menga, Kotowali, una historia sobre la guerra de liberación; Henri Lopes, Reír y llorar (Le Pleurer-Rire), todo un fresco de la clase política, o Bernard Nanga, Les chauve-souris. Sigue cultivándose en estos años la novela de costumbres, que pone de relieve la tensión entre el mundo tradicional y la modernización –relaciones de jerarquía, la humillación de la mujer por la poligamia o los matrimonios forzados-.

Pero es a mediados de la década de los ochenta cuando la narrativa africana rompe abiertamente con la ortodoxia. Se sigue cultivando la novela social clásica de dimensión política –el caboverdiano Germano Almeida, O Meu Poeta, una magistral sátira social, o Moses Isegawa, Crónicas abisinias (Abyssinian Chronicles), que a través de una saga familiar retrata la historia de la Uganda postcolonial-. Pero muchos autores experimentan con formas nuevas: los angoleños Ondjaki, O Assobiador –que cultiva una bella prosa poética y la arquitectura de los cortos cinematográficos- o José Eduardo Agualusa, El vendedor de pasados (O Vendedor de Passados) –, sátira que reflexiona sobre los equívocos de la memoria desde la perspectiva de un camaleón-. Y surge una nueva tendencia: los textos abandonan la cronología lineal, el realismo, y exploran caminos auténticamente novedosos. El estilo literario deviene caótico en consonancia con el mundo que plasma, a la deriva. La mirada, antes crítica y analítica hacia la evolución del continente, se convierte en un grito en el vacío. En el teatro, en la novela y el relato gana terreno el afropesimismo, las historias reflejan el desmoronamiento apocalíptico, y el absurdo deja entrever la influencia de los grandes autores latinoamericanos (Fuentes, Cortázar, Carpentier, Sábato, Asturias o García Márquez y el realismo mágico). Fructifica lo que algunos llaman novela barroca o carnavalesca en textos de gran calidad. Como los tiempos que retratan, las historias carecen de héroe, son angustiosas, a menudo ininteligibles, recrean atmósferas irrespirables y plasman una realidad sórdida. El mundo se desmorona, y el individuo con él. Los escritores ya no ostentan el papel de faro en lo moral, no hay norte. Destacan en esta línea autores anglófonos nigerianos como Wole Soyinka, La estación del caos (Season of Anomie) y Ben Okri, El camino hambriento (The Famished Road); Ken Saro-Wiwa, Sozaboy, que echa mano de la lengua popular pidgin, o el keniata Ng?g? wa Thiong’o, Un grano de trigo (Wizard of the Crow). El somalí Nurredine Farah –propuesto al Premio Nobel-, pionero con Sardines en abordar la ablación femenina, recoge en Un latí aigre-doux, con infinito talento, las graves consecuencias sociales de la dictadura; o el congolés Sony Labor Tansi, quien predijo en su cruento universo literario los crímenes de los totalitarismos mucho antes de los genocidios de Ruanda o del Congo; los lusófonos mozambiqueños Luis Bernardo Honwana, Nosotros matamos al perro tiñoso (Nós Matámos o Cão-Tinhoso); el prestigioso Mia Couto, El último vuelo del Flamenco (O Último Voo do Flamingo), un ejercicio de crítica política en un innovador estilo surrealista que altera la sintaxis, inventa neologismos e injerta tradición oral en formas literarias modernas; el angoleño Pepetela, Yaka o Tierno Monénembo, Pelourinho. Entre los francófonos: Kossi Efoui, La Polka (La Polka); Véronique Tadjo, Le royaume aveugle; Tanella Boni, Une vie de crabe; Régine Yaou, Ahui Anka; Maurice Bandaman, Une femme pour une médaille o Amadou Koné, Les coupeurs de tête.
Una inflexión temática especial la constituyen los autores sudafricanos por el hecho diferencial del apartheid –otra vez la historia-, que sufrió su país y que marca temáticamente su literatura. Destacan Breyton Breytenbach, Alan Paton, Bessie Head, Ivan Vladislavic, de una lista interminable que ha dado dos Premios Nobel, Nadine Gordimer y John Maxwell Coetzee.

Mención especial merece la escritura de autoras, que, en tanto que muy crítica con los aspectos culturales que han subyugado a la mujer, sigue ofreciendo una puerta abierta a la esperanza y constituye una plataforma de liberación. La ghanesa –Ama Ata Aidoo- había abierto en 1970 la brecha que da fruto en los ochenta. En once relatos -No Sweetness Here- pasa revista a temas tabú: se rebela contra el “destino biológico” de las mujeres y denuncia la violación conyugal. Una larga lista de escritoras toma la palabra para poner en solfa las leyes patriarcales y culpan al hombre de la alienación femenina: Calixthe Beyala, Tu t’appeleras Tanga; Fatou Keita, Rebelle; La keniata Grace Ogot, The Strange Bride, que recurre al folklore tradicional y al simbolismo del mito; Angèle Rawiri, Fureurs et cris de femme; Myriam Warner-Vieyra, Femmes échouées o Juletane; Buchi Emecheta, Las delicias de la maternidad (The Joys of Motherhood) o la nigerina Fatouma Hamani, Les fleurs confisquées y un larguísimo etcétera: Delphine Zanga, Régine Yaou, Anne Marie Adiaffi, Aminata Maïga Ka; Hélène Kaziendé, Monique Ilboudo, Philomène Bassek, Evelyne Mpoundi Ngollé, Tanella Boni o Arlette Chemain, entre tantas otras de obra remarcable .
Todos ellos son sólo una ínfima muestra de una literatura cuya recepción entre los editores occidentales –menos aún entre los de lengua española- no se corresponde en nada con su genialidad.

© Anna Rossell
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LITERATURA AFRICANA DE AUTORAS

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Inmaculada Díaz Narbona
Asunción Aragón Varo (Eds.)

Otras mujeres,
Otras Literaturas

Ediciones Zanzíbar, Madrid, 2005, 189 pp.

por Anna Rossell
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Aunque con lentitud y reticencia, finalmente en nuestro país se aprecia un interés progresivamente creciente por unas literaturas a las que hace ya tiempo hubiera debido prestarse la atención que merecen. Aun siendo muy largo el camino que queda por recorrer para ponernos al día del ritmo que ha seguido la producción literaria africana hasta la actualidad –sobre todo de la que corresponde a África subsahariana-, algún avance se detecta en el goteo de traducciones que se van publicando de autores y autoras de este continente en España.

Los lectores inquietos, interesados en procesos de escritura de tradiciones culturales para él desconocidas, han podido gozar en los últimos años de una oferta algo más amplia y de calidad para su deleite intelectual y literario. Desde 2003: Mariama Bâ, Mi carta más larga (Zanzíbar, 2003) –en catalán Una carta molt llarga, de reciente publicación en Takusan Ediciones-; Amma Darko, Más allá del horizonte (Ediciones del Cobre, 2003); Véronique Tadjo, La sombra de Imana (Ediciones del Cobre, 2003); Ananda Devi, Suspiro (Ediciones del Cobre, 2004); Fatou Diomé, En un lugar del Atlántico -en catalán El ventre de l’Atlàntic- (Lumen, 2004 y Pagès Editors respectivamente); Buchi Emecheta, Las delicias de la maternidad (Zanzíbar, 2004); Ken Bugul, Riwan o el camino de arena (Zanzíbar, 2005); Ahmadou Kourouma, Los soles de las independencias (Alpha Decay, 2005). Sin ser exhaustiva, la lista desde luego podría (debería) ser muchísimo más larga, tanto más cuanto que me refiero a autores de un continente que no es precisamente de dimensiones reducidas y ha dado entretanto un considerable plantel de escritores.
Si el desajuste entre el ritmo de nueva producción de estos autores y el volumen de publicación de sus obras en España ya es considerable, la desproporción se agranda con creces si consideramos el retraso acumulado desde que, con la independencia de la mayoría de los países subsaharianos de las metrópolis europeas en los años sesenta, fue surgiendo la primera generación de novelistas y poetas africanos.

No es casualidad que los sellos editoriales que se encargan de estas publicaciones sean casi siempre los mismos y tampoco lo es que muchos de ellos, conscientes de la necesidad, nacieran justamente por ellas y para ellas. Lamentablemente alguno ha sucumbido a las dificultades. Aunque su desaparición se haya visto recientemente compensada por el nacimiento de otra prometedora iniciativa de similares características –Takusan Ediciones- a la que deseamos larga y menos accidentada vida, el panorama no es aún alentador. El hecho de que un proyecto como el que la “Asociación Cultural Translit” –dedicada a dar a conocer en España las buenas literaturas de otros continentes que en nuestro país pasan desapercibidas con demasiada frecuencia- esté dando síntomas de agotamiento, no augura nada bueno. Los magníficos y excepcionales encuentros literarios que bianualmente venía celebrando en Barcelona esta asociación desde el año 1993 parecen haber quedado interrumpidos por falta de la mínima financiación necesaria y extenuación general del reducido pero eficiente equipo organizativo. Queremos creer que se trata tan sólo de una interrupción. La última edición de estos encuentros literarios, celebrados en diciembre de 2003 en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) bajo el nombre de Mercat d’històries-Translit ’03, dedicado a las literaturas subsaharianas y caribeñas, reunieron a veintiún autores de estas regiones y otros tantos de Cataluña y la variedad de los formatos en que se nos ofrecieron las actividades programadas y la diversificación y el interés temático que abarcaron fueron el reflejo directo de unos conocimientos literarios y una profesionalidad en la gestión cultural cuya pérdida no puede permitirse una ciudad cosmopolita como Barcelona. En España el proyecto de Translit desde luego era pionero en el año 1993, pero lo sigue siendo actualmente, y 2005 se ha quedado ya sin la correspondiente edición de tan esperados encuentros.

Que Francia y Gran Bretaña presten mayor atención a estos autores puede que se explique por el hecho de que estos países fueran dos de los antiguos colonizadores de muchos de aquellos territorios africanos y porque viven allí una buena parte de ellos que escriben originalmente en francés y en inglés. Pero no es éste el caso de alemania, y sin embargo nos lleva una enorme ventaja tanto en la traducción a su lengua de estas literaturas como en su difusión e investigación. Y no sólo en la investigación de los textos literarios, sino en general de temas que atañen al continente africano.

A la vista de este precario panorama hay que felicitarse por la aparición de un libro que no sólo destaca porque es el primero de sus características en España, sino también por ser un evidente reflejo de una larga trayectoria profesional dedicada al estudio de las literaturas africanas de su especialidad por parte del colectivo de autores que suscriben sus capítulos.
Otras mujeres, otras literaturas reúne a mi juicio un buen cúmulo de virtudes: En la parva extensión de 185 páginas, producto de un ingente y nada simple esfuerzo de condensación, da cuenta del recorrido literario de las diversas generaciones de las escritoras más destacadas del continente africano desde sus inicios, a partir de los primeros años de la independencia de los respectivos países, hasta la actualidad. Dividida en cuatro grandes apartados de equilibrada distribución –Narrativa subsahariana en lengua francesa, Narrativa subsahariana en lengua inglesa, Narrativa magrebí en lengua francesa y Bibliografía-, la obra ofrece a los lectores una visión panorámica de su trayectoria, una visión general pero cautelosa con las generalizaciones y atenta a las particularidades significativas. La subdivisión a su vez de cada uno de los apartados en Origen y evolución y Tendencias actuales respectivamente –a cargo cada uno de un investigador distinto- invita a la comparación y contribuye a poner de manifiesto los rasgos comunes inherentes a los textos literarios y a las generaciones de unas autoras que proyectan en su imaginario de ficción unas experiencias traumáticas, personales e históricas, demasiado parecidas. Mérito añadido es que, al hilo del análisis y del comentario literarios, se nos informa además de la polémica en torno al feminismo desde el punto de vista de las autoras africanas, de sus diferencias y de sus propuestas alternativas.

Por sus características el libro viene a ser una especie de manual, una introducción para quienes quieran iniciarse con buen fundamento en el tema. Se distingue sin embargo de los manuales clásicos en que, a pesar de ser producto de seis plumas distintas, desarrolla un estilo de escritura ameno y fluido, y accesible también a los legos -sin ir por ello dirigido exclusivamente a no iniciados-, sabe despertar el interés del lector que, lejos de contentarse con una consulta puntual, se siente cautivado por la lectura y motivado a seguir leyendo.
Es por otro lado una obra que cabe valorar en su conjunto, y no aisladamente por capítulos, puesto que su mayor mérito reside, a mi entender, en las conclusiones que pueden extraerse precisamente de la comparación. Aun tratándose de un libro ágil, accesible y de discreta extensión, no pasa inadvertido el amplio bagaje de conocimientos que lo sustenta ni el rigor metodológico que subyace al trabajo que desarrollan sus autores. Sólo algunas referencias repetidas en los dos primeros subcapítulos parecen subsanables.

Trabajo tan encomiable se debe a un equipo formado por Landry-Wilfrid Miampika (Universidad de Alcalá), Inmaculada Díaz Narbona (Universidad de Cádiz), Marta Sofía López Rodríguez (Universidad de León), Cristina Boidard Boisson (Universidad de Cádiz) y Josefina Bueno Alonso (Universidad de Alicante).
El hecho de que sólo tres autoras del colectivo pertenezcan a la misma institución parece un buen augurio, ya que es motivo de esperanza de que la semilla, distribuida en diversos campus, fructifique y cree escuela. Aún es más loable el esfuerzo en la medida en que en él confluyen energías desde distintas Universidades. Conviene trabajar en equipo. Nos consta que la Universidad de Cádiz cuenta desde hace tiempo con un grupo de investigadoras que lo hace y la publicación ahora de Otras mujeres, otras literaturas da fe de que sabe hacerlo incluso en el nivel interuniversitario. Esperamos que este libro, publicado por la editorial Zanzíbar fuera de colección, sea la primera piedra en una larga lista de ensayos literarios en esta misma línea.

© Anna Rossell
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EL ENSAYO DE UN CLÁSICO

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Marcel Reich-Ranicki, Los abogados de la literatura
Trad. de José Luis Gil Aristu. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2006. 490 págs.

por Anna Rossell
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En una de sus referencias al trabajo del crítico literario, Marcel Reich-Ranicki (1920, Wloclawek, Polonia) afirma que “la crítica sin amor ni entusiasmo es dañina; […] es una contradicción en sí misma” y en este contexto escribe sobre Joachim Kaiser: “De ese imperturbable amor a la literatura y de ese entusiasmo […] nace el carácter impulsivo y sugerente de sus artículos.” Sin quererlo Reich-Ranicki resume aquí la esencia de su relación con la literatura y de su propio quehacer como crítico. Porque este influyente publicista y crítico literario polaco-alemán de ascendencia judía, temido por la contundencia y el efecto de sus opiniones y conocido por ello como el Pontífice de la literatura alemana, es asimismo un enamorado y entusiasta, impulsivo y sugerente. Se podrá estar de acuerdo o no con sus juicios, se le podrá reprochar su ademán en extremo categórico y un obsesivo gusto por la polémica, pero es indudable que estos rasgos de su actuación como agente e impulsor de las letras alemanas nacen de su pasión por la literatura y de su profunda fe en la crítica bien entendida. La rotundidad de sus opiniones, que a primera vista parecen no admitir réplica, apunta en realidad a lo contrario, a incentivar el debate enriquecedor, no como estrategia, sino por la firme convicción de quien sabe que el carácter subjetivo de la interpretación no sólo es inevitable, sino deseable y no está reñido con la también necesaria objetivación.

Los abogados de la literatura, publicado en alemania en primera edición en 1994, constituye una buena muestra de este modo de entender la crítica. Desde el criterio que ha guiado a Reich-Ranicki en la selección de los autores estudiados, pasando por los aspectos literarios, profesionales y humanos que destaca de ellos, como las obras que en ocasiones elige para juzgar y analizar su trabajo como críticos, todo en este libro lleva la huella inconfundible del ponderado apasionamiento –permítaseme la paradoja- del autor de esta encomiable colección de ensayos, que pasa revista a la crítica literaria en lengua alemana desde Lessing hasta la actualidad.
Los lectores en lengua española pueden congratularse del regalo que suponen estos veintitrés artículos de tan eminente conocedor de las letras alemanas y magistral pluma, en traducción de José Luis Gil Aristu, muy a la altura de las circunstancias. El volumen es una joya, tanto por la ocasión que brinda al interesado desconocedor del alemán de acercarse a algunos de los genios del mundo literario germánico, vedados para él hasta ahora, como por el peculiar modo con que aborda el leitmotiv que acompaña el recorrido de principio a fin: la reflexión sobre qué es y qué no es o no debe ser la crítica literaria. Tanto para quienes quieran conocer a aquellos autores como para los que se interesen sólo por esta reflexión el libro es lectura indispensable.

Friedrich Nicolai, Ludwig Börne, Alfred Kerr, Moritz Heimann, Alfred Polgar, Siegfried Jacobsohn, Friedrich Sieburg, Robert Minder, Hans Mayer, Friedrich Luft, o Hilde Spiel son algunos de los nombres, en general desconocidos por el público lector en español, seleccionados por Reich-Ranicki para seguir la trayectoria de la crítica de la literatura alemana a partir de Lessing, su fundador ilustrado, una disciplina entendida de modo tan dispar por unos y otros y sobre la que influyen tan diversos factores. Pudiera decirse que Reich-Ranicki hace en este volumen un ejercicio de doble arqueología, por remontarse en su estudio a los inicios y porque en cada uno de sus artículos se adentra en las bambalinas del mundo literario de cada cual y de su respectiva época, algo que él sabe hacer como pocos por la prolija erudición que le caracteriza. Aunque previamente publicados en periódicos inmediatamente después de ser escritos (casi siempre en Die Zeit y en el Frankfurter Allgemeine Zeitung) y sin que su gestación siguiera la cronología natural con que finalmente han quedado ordenados, según afirma el propio autor en el epílogo, todos los ensayos, con excepción de dos, fueron concebidos con la intención de componer un volumen, lo cual no está reñido con la voluntad de que cada uno tenga vida propia. Esto explica algunas repeticiones, que Reich-Ranicki conserva conscientemente para evitar el empobrecimiento del artículo en cuestión y que no están casi nunca de más, puesto que subrayan aspectos esencialmente relevantes para quien escribe.

En el transcurso de la lectura son numerosas las ocasiones en que pensamos que las palabras con que el autor se refiere a sus observados serían aplicables a sí mismo. Pero quizá una cita extraída del capítulo dedicado a Hilde Spiel sea la que más se ajuste al sello personal que él imprime a todo su quehacer y así también a este libro: “La visión subjetiva y el estilo individual son, precisamente, lo que hace del estudio o el tratado un ensayo. El ensayo permite reconocer, junto con todo lo demás, a un escritor que […] está siempre presente […] con sus pensamientos y sentimientos, sus opiniones y conocimientos, con su experiencia de la vida: tras el ensayo hay una persona completa […]”. No es de extrañar que el carácter temperamental del autor impregne su obra desde su concepción hasta los últimos resquicios. Pero precisamente esta cualidad, unida a sus profundos conocimientos, hace tan penetrante y afinada su mirada hacia el objeto estudiado, y tan sutiles y diferenciadas sus observaciones. Reich-Ranicki sabe que deja fuera a muchos de los que también deberían estar –no es fácil la elección cuando el recorrido abarca más de dos siglos-, pero precisamente ahí radica uno de los méritos de este estudio que el autor ha tardado veinticinco años en concluir. El recorrido a través de estos elegidos retrata tanto la personalidad de quien escribe como a sus protagonistas, lo prueba el progresivo aumento de implicación personal a medida que su autor va acercándose al siglo veinte; la temperatura sube en relación directamente proporcional a la propia trayectoria vital del erudito que, como ocurre con los genios, no separa lo humano personal de lo intelectual profesional, sin que ello signifique que lo confunda. Que en ocasiones se tenga la sospecha de que se deja llevar en demasía por lo personal (por ejemplo en la decisión de incluir a Robert Minder, ubicado justo antes de Hans Mayer, como también en el hecho de que se centre con insistencia en el estudio de sólo dos de los ensayos de este último) no supone ninguna contradicción en quien está absolutamente convencido de que una crítica literaria de calidad sólo es posible si parte precisamente de esa implicación personal-intelectual, que incorpora el gusto individual y resulta de una interacción entre intérprete e interpretado no absolutamente objetivable. Contrariamente a lo que parece a primera vista Reich-Ranicki no se deja llevar por el impulso incontrolado, sino que practica un ejercicio de sana compensación de lo subjetivo al saber ponderar con inteligencia los aspectos negativos y positivos de quienes estudia -se diría que a veces polemiza consigo mismo- y nos ilustra al paso y entre líneas, huyendo de definiciones ortodoxas, sobre las diferencias entre reseña, retrato, estudio, tratado o ensayo literarios. Su mirada sagaz e insobornable no se detiene ante nada ni nadie, incluso cuando se trata de autores tradicionalmente intocables como Friedrich Schlegel, Goethe, Thomas Mann o Benjamin: fiel a sí mismo y a la crítica que defiende destruye perpetuados prejuicios, descubre datos ignorados y hace afirmaciones necesarias que sanean el enrarecido ambiente del mundo paraliterario. En este repaso de destacados de la crítica el propio Reich-Ranicki es el gran nombre ausente. Y sin embargo su omnipresencia lo convierte a los ojos del lector en el último llamado a cerrar esta galería de los grandes abogados de la literatura en lengua alemana del siglo XX.

© Anna Rossell
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LAS ESTACIONES DEL HORROR

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Saul Friedländer, El Tercer Reich y los judíos. Los años de persecución (1933-1939).
Traducción de Ana Herrera,
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2009, 609 págs.

Saul Friedländer, El Tercer Reich y los judíos. Los años de exterminio (1939-1945).
Traducción de Ana Herrera,
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2009, 1136 págs.

por Anna Rossell
http://annarossell.blogspot.com.es/
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Lejos de proponerse lo imposible: encontrar explicación racional a la fobia obsesiva de los nazis hacia los judíos, que condujo a su progresivo acorralamiento hasta la asfixia y culminó en los campos de exterminio, Saul Friedländer (Praga, 1932) plantea su estudio con la intención lúcida y realista de acercarse a la mecánica de su funcionamiento y a las razones –ahora sí- que determinaron las decisiones políticas en cada momento. El reconocido historiador y ensayista de ascendencia judía, especialista en la historia del nacionalsocialismo y del Holocausto, aborda en estos dos volúmenes la que es probablemente su obra magna y, a pesar de su extensión, el compendio de su legado: una visión panorámica de los acontecimientos de 1933 a 1945. Con exhaustiva prolijidad de notas –las del primer volumen abarcan de la página 453 a la 609; las del segundo, de la 861 a la 1136-, que sin embargo no entorpecen la lectura y remiten a la ingente documentación y bibliografía manejadas, Friedländer desgrana en el primer volumen, Los años de persecución (1933-1939), las etapas del acoso a los judíos desde los inicios de su gestación como eje primordial del ideario nacionalsocialista, mucho antes de la ascensión de los nazis al poder. Atento a la objetividad que exige la buena investigación histórica y con la intención de subrayar la materia humana de que está hecha, el autor combina la descripción general y distante de los hechos con la más concreta y cercana de episodios biográficos individuales, que sirven de ilustración a sus conclusiones, con nombres y apellidos. En su recorrido Friedländer coloca el énfasis en las relaciones entre nazis y conservadores, en la toma de decisiones de Hitler, la política de emigración forzosa, las expropiaciones, las leyes de Núremberg de 1935, la oleada de agresiones de la Noche de los cristales rotos, la eutanasia por ley de los enfermos con malformaciones o impedimentos hereditarios, el comportamiento del pueblo alemán ante la violencia ejercida, la participación de los intelectuales y el papel de las Iglesias católica y evangélica. El historiador ilumina especialmente los momentos en que, por razones de estrategia política interior o exterior y para evitar represalias económicas, Hitler dosificaba escrupulosamente las medidas contra los judíos. Este rasgo sumado al planteamiento de su paranoia como cruzada contra la amenaza universal judeo-bolchevique, su implicación directa en las decisiones -cuyo peso el autor considera mayor del que en ocasiones se le ha otorgado-, el cariz pseudoreligioso que adoptó su fobia a los judíos -cuya necesaria desaparición planteó como una alternativa radical de supervivencia para la nación germana y la raza aria, que califica de “antisemitismo redentor”, así como su muy temprana alusión a la utilización de términos como “eliminación” o “exterminio”-, dibujan un personaje que combinaba su obcecado odio con la lucidez del cálculo estrictamente planificado. El autor hace especial hincapié en la responsabilidad de las Iglesias cristianas, de las Universidades y del pueblo llano. Después de recorrer casos aislados de valentía, Friedländer se detiene en la resistencia ofrecida por la Liga de Emergencia de Pastores que derivó en la Iglesia de la Confesión, subrayando sin embargo la ambivalencia de su posición, que hacía hincapié en la defensa exclusiva de los judíos conversos, posición que adoptó también la Iglesia católica, fiel a su antijudaísmo tradicional. Insiste Friedländer en distinguir entre las salvajes agresiones de las SS y el comportamiento de la gente común, de quien afirma que, aunque pasiva en su mayoría, no manifestaba especial rechazo hacia los judíos, aportando numerosos ejemplos de quejas de amplios grupos de comerciantes contra la prohibición de negociar con ellos. Peor paradas salen las Universidades, que sorprendentemente cerraron filas casi sin fisuras para secundar la política nacionalsocialista hasta con iniciativas propias.
Un lugar destacado ocupa la política de emigración forzosa, su negociación con las potencias occidentales, así como la conformidad de los sionistas y ortodoxos judíos con la política de pureza racial, que ellos mismos defendían para sí. Muy acertado y esclarecedor resulta el extenso capítulo que el autor dedica a estudiar la situación de los judíos y el antijudaísmo en la misma época en los países europeos vecinos de gobiernos democráticos, así como en los años de la República de Weimar en la propia alemania, lo cual pone de manifiesto el caldo de cultivo común más allá de las fronteras alemanas. Esta tesis de un antisemitismo cultural arraigado en Europa mucho antes del nacionalsocialismo va tomando cuerpo frente a la de la razón económica, que Friedländer apenas considera, y se confirma en el segundo volumen, Los años de exterminio (1939-1945), en el que el autor estudia, país por país, la fácil implantación de las políticas nazis en los territorios ocupados gracias al colaboracionismo local, a veces más obcecadamente antijudío aun. Subrayando los momentos de inflexión del holocausto el libro se divide en tres partes: desde principios de la guerra en otoño de 1939 hasta el ataque a la Unión Soviética en verano de 1941, los asesinatos sistemáticos masivos a partir del verano de 1941, sobre todo en los países del este, y la shoah a partir del verano de 1942 hasta la primavera de 1945. Sin olvidar los casos individuales o de grupos minoritarios de oposición a las medidas nazis contra los judíos, Friedländer muestra la diversidad de fuerzas que acabaron haciendo posible el horror como una obra coral que, si bien dirigida por los nazis alemanes, no se explica por su única actuación. Como hiciera ya en el primer volumen, también en el segundo el autor hace hincapié en la culpable actitud de los mandatarios de las Iglesias cristianas como líderes de la actuación de sus fieles, incluido Pío XII. Fiel en todo momento a la objetividad, Friedländer no excluye de su estudio la reacción de los propios judíos, que, sobre todo en Francia reivindicaron sus derechos como autóctonos ante los recién llegados, el papel en ocasiones ambiguo de los consejos judíos y el desarrollo de una economía y de relaciones cómplices en los guetos. No queda exenta de culpa la gente común, que según muestra el autor sabía de los hechos más de lo que a menudo se ha pretendido.
Friedländer sitúa la toma de decisión de la Solución Final en el último trimestre de 1941 coincidiendo con la marcha negativa de la guerra y la entrada de los EEUU en ella, momento en que los judíos habrían perdido la función de rehenes para evitar la intervención norteamericana. A partir de aquí dos acontecimientos pudieron haber contribuido a acelerarla: el atentado contra la exposición antisoviética el 18 de mayo de 1942 por parte del grupo procomunista “Herbert Baum” –en el imaginario de Hitler la eliminación de los judíos aseguraría que no se repitiesen las actividades revolucionarias de 1917-1918- y el atentado contra Heydrich con resultado de muerte por parte de comandos checos, que derivó en la destrucción de la población de Lidice junto a Praga al sospechar que ocultaba a sus autores.
También aquí Friedländer conjuga la abstracción de los fríos datos históricos con el acercamiento a las vivencias personales de individuos concretos otorgando así el lugar de preferencia a los verdaderos protagonistas. A través de las citas que adecuadamente va intercalando de diarios y cartas de una amplia gama de víctimas de diferente edad y condición, el autor consigue una obra que, siendo altamente especializada, mantiene constantemente viva la conciencia del verdadero horror.
Del mismo autor se han publicado en España: ¿Por qué el Holocausto? Historia de una psicosis colectiva, Barcelona, Gedisa, 2004 y Pío XII y el Tercer Reich, Barcelona, Península, 2007.

© Anna Rossell
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