El Libro del Sol Nuevo, GENE WOLFE

El Libro del Sol Nuevo

En una sociedad de corporaciones medievales, donde unas naves-cohetes de otro tiempo forman las torres de las ciudadelas, un joven se acerca a la madurez.  El mundo está regido por el Autarca de la Casa Absoluta, emplazada en algún sitio al norte de la Ciudad Imperecedera.  Nuestro héroe es un aprendiz de torturador (afor-tunadamente, al lector se le ahorran casi por completo los detalles de ese antiguo oficio) que comete el crimen de mostrarse compasivo con una «cliente» de la corporación, y en consecuencia es expulsado de la laberíntica ciudad.  Los primeros capítulos están dominados por imágenes de muerte -tumbas, mazmorras, bibliotecas sin luz, aguas estancadas- y sirven como contrapunto del tema principal, la búsqueda del Sol Nuevo.  Ésta es la más larga de las novelas contemporáneas de cf, y una de las mejores.  Comprende cuatro volúmenes: La sombra del torturador (The Shadow of the Torturer, 1980), The Claw of the Conciliator (1981), The Sword of the Lictor (1982) y The Citadel of the Autarch (1983), que suman en total 1.200 páginas.  Una obra monumental, evidentemente, y en ciertos aspectos una obra terminal: es difícil imaginar que alguien emprenda seriamente otra historia semejante.

Es la historia de un futuro muy, muy lejano, en el que la Tierra ha cambiado por completo.  Ha sobrevivido a una era glacial, las na-ciones-estado de nuestros días hace mucho que han desaparecido, y la humanidad ha abandonado la exploración del espacio (una de las imágenes más encantadoras y recurrentes es la de «la verde playa de la Luna», pues en algún momento olvidado de la historia la Luna ha reverdecido).  En 1950, el autor norteamericano Jack Vance escribió una novela que bordeaba la ciencia ficción con el título de La Tierra moribunda, combinando la imagen de un futuro lejano con la imaginación y la fantasía de un país de hadas (a esta especie híbrida de ficción suele llamársela science fantasy).  Wolfe ha reconocido la influencia del libro de Vance en su propia obra maestra, que es precisamente la historia de la «tierra que muere», tema explotado también por otros escritores además de Vance y que Wolfe ha vuelto ahora redundante.  Pero -diferencia importante y que varios críticos han soslayado-El Libro del Sol Nuevo (The Book of the New Sun) no es de ninguna manera una obra de fantasía.  Es auténtica ciencia ficción.  Los prodigios que se describen son racionales, y todo se explica en términos de ciencia real o de extrapolaciones verosímiles.

Wolfe utiliza muchos de los clichés de la fantasía moderna, o del género de espada y hechicería, redimiéndolos y transformán-dolos.  El héroe del libro, Severian el Torturador, tiene una gran espada llamada Terminus Est, y la utiliza para matar monstruos y hombres.  Severian encuentra en el caminos seres y acontecimien-tos aparentemente sobrenaturales.  Descubre una joya-talismán, la Garra del Conciliador, con la que puede curar a los enfermos.  Todos estos temas, y muchos más, pertenecen a la tradición de la fantasía heroica, aunque aquí se despliegan, con ingenio, y a veces con belleza, como ciencia ficción.  Existe el riesgo de que algunos de ellos pasen inadvertidos al lector común: puede ser necesario un conocimiento de todo el repertorio de convenciones de la cf para apreciar los trucos que Wolfe pone en acción con tanta inteligencia.

En efecto, es una novela sumamente inteligente y sumamente bien escrita, muy elogiada por los pares de Wolfe: «Wolfe es tan bueno que me deja sin habla», dice Ursula Le Guin, y Algis Budrys agrega: «Simplemente sobrecogedor».  A mí me impresiona parti-cularmente el extraño lenguaje.  En lugar de inventar su propia ter-minología a partir de nada, como han hecho tantos autores de cf y de fantasía, a menudo con pobres resultados, Wolfe utiliza palabras exóticas tomadas del griego, del latín, del francés antiguo y de otras fuentes.  Este vocabulario, utilizado con exactitud y resonancia da un múltiple sentido de realidad al mundo que describe.  Me parece que no me equivoco si digo que no hay en el libro ni una sola palabra inventada: un tour de force filológico, y un bienvenido descanso, por no obligarnos a pronunciar los trabalenguas sin sentido que tan a menudo se encuentran en la cf.

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El fin de la eternidad (ISAAC ASIMOV)

eterniEs uno de los autores más conocidos del mundo, de modo que me ha parecido que debía incluir algo de Isaac Asimov (nacido en 1920), aunque confieso que no siento precisamente mucho entu­siasmo por su obra. Tenía que elegir entre esta novela sobre viajes espaciales o su famosa Fundación (1951–1953), que siempre me pa­reció sobrevalorada. Es una larga serie de cuentos y novelas cortas publicados en Astounding en la década del cuarenta, reunidos en tres volúmenes, que retoma el tema de Declinación y caída del Imperio Romano, de Gibbon, pero proyectado en un escenario galáctico fu­turo. Tampoco me atraen las novelas de Asimov sobre robots detec­tives: Bóvedas de acero (1954) y El sol desnudo (1957). Quizás éstas lo confirmen como la Agatha Christie de la cf, pero, francamente, pre­feriría leer a Christie. Queda, pues, El fin de la eternidad (The End of Eternity), que tiene el mérito de ser pura cf y, además, una novela. El héroe, Andrew Harlan, es un habitante del siglo noventa y cinco. A los quince años ha sido reclutado como guardia de la Eter­nidad, y ahora deambula por la corriente del tiempo, ayudando a que la historia humana se mantenga equilibrada y serena. A pesar de ese gran tema, la novela es sorprendentemente descolorida y po­bre en detalles. La propia Eternidad es una especie de pabellón de corredores grises que están fuera del Tiempo (en este libro todo está en mayúscula). Comienza en el siglo veintisiete, cuando los hom­bres logran alcanzarla por primera vez, y se extiende hasta el re­moto futuro en que el sol se convierte en una nova (esa gigantesca explosión es la fuente de energía que mantiene a la Eternidad). An­drew Harlan es primero un Aprendiz, luego un Observador, más tarde un Técnico, responsable ante el Consejo de Allwhen. Otros de los Eternos son Sociólogos, Informáticos y Planificadores de Vida. Su tarea colectiva consiste en introducir Cambios en la reali­dad que produzcan la Máxima Respuesta Deseada con el Mínimo Cambio Necesario. Así eliminan todas las arrugas de infelicidad de la sociedad humana. Si un siglo padece crímenes, adictos a drogas o cualquier otro mal, un pequeño pero hábil Cambio de la Realidad se ocupará del problema.

 

Es una burocracia monástica, dedicada a los más elevados idea­les de castidad y servicio. «Si en la Eternidad hubiera alguna imper­fección, ésta envolvería a las mujeres.» Pero no hay mujeres, hasta que un día Harlan descubre a Noÿs Lambent, una muchacha del siglo cuatrocientos ochenta y dos. La narración empieza enseguida a tartamudear en un embarazoso lenguaje rimado: «Harlan había visto muchas mujeres en sus incursiones a través del Tiempo, pero en el Tiempo para él sólo eran objetos, como cajones y bolones, ca­rretillas y rastrillos, manoplas y garlopas. Eran casos para ser obser­vados. En la Eternidad, una muchacha era otra cosa. ¡Sobre todo una como ésta!». El autor parece tan confundido como su héroe; otro de los personajes compara la figura de Noÿs con «una letrina de cuartel», analogía realmente desconcertante. Enseguida Harlan Se Enamora, y he aquí el detonador del drama. A partir de ese mo­mento tendrá cada vez más conflictos con la Eternidad, hasta que, después de muchos ingeniosos giros argumentales, signos de excla­mación y mayúsculas, consigue destruir toda la estructura. Aun­que ella ama sinceramente a Harlan, resulta que Noÿs ha estado actuando como Agente Secreto en nombre del Cambio. Las opera­ciones de la Eternidad han conducido a la raza humana a una tran­quila decadencia: «Seguridad. Moderación. Nada en exceso. Au­sencia de riesgos…». Ahora, con la Eternidad eliminada de la existencia, la humanidad estará en libertad de ir hacia adelante, ha­cia arriba y hacia afuera, para construir nada menos que un Impe­rio Galáctico. En las líneas finales de la novela, Noÿs le asegura a Harlan: «Nosotros tendremos hijos y nietos, y la humanidad alcan­zará las estrellas». Es «el término final de la Eternidad. Y el princi­pio de la Infinitud».

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