[Voices of the Night]. Es el primer libro de poesías, publicado en 1839, por el norteamericano Henry Wadsworth Longfellow (1807-1882), que contiene también algunos anteriores y poco importantes Poemas juveniles. Comienza con un «Preludio» [«Prelude»], en el que el poeta, en los bosques tan caros a sus vagabundeos y a sus sueños de muchacho, se siente aconsejado por una misteriosa voz que canta en las montañas, bosques y ríos, la misma que hallará en su propio corazón, haciendo tema suyo «todas las formas de dolor y de alegría, todas las solemnes voces de la noche que pueden aplacar o aterrorizar».
Sigue una de las más célebres poesías de Longfellow, el «Salmo de la vida» [«A Psalm of Life»], que lleva el subtítulo «Lo que el corazón del joven dice al salmista», en el que, frente al salmista falto de fe que anuncia que toda fatiga es vana y que la única forma de salvación es la plegaria, el joven sostiene que la vida no es un vano sueño, sino una cosa seria y real: es verdad que el arte es largo, infinito; el tiempo, fugaz, y que nuestros corazones, aunque vigorosos y audaces, hacen sonar, como tambores que redoblan, la marcha fúnebre hacia la tumba; pero precisamente por esto debemos luchar heroicamente, aprender a fatigarnos y a esperar, obrar de modo que «el mañana nos encuentre más adelante que hoy». Una concepción ya no activista y heroica, sino crepuscular y melancólica, encontramos en «Huellas de ángeles» [«Footsteps of Angels»], en la que el poeta se siente purificado a través de la conjunción espiritual con las criaturas muertas que amó en vida y que aún siente vivas en su corazón.
En «Flores» [«Flowers»] compara, tomando un motivo popular alemán, las flores con las estrellas, y desenvuelve en quince estrofas, algunas de ellas de gran justeza, otras bastante vacías, el concepto de que mientras que en las estrellas nos revela Dios sus misterios, en las flores revela su amor. «El segador y las flores» [«The reaper and the flowers»] es una alegoría poco original, en la que la muerte, vestida de ángel, visita la tierra y arranca las flores más tiernas para trasplantarlas a los jardines del cielo. Una alegoría es también «La ciudad asediada» [«The beleaguered city»], a la cual se compara el alma humana, asediada por un ejército de fantasmas acampado junto al río fluyente de la vida, en la nebulosa luz de la fantasía. En la tenuidad de esta obra juvenil se revela ya completamente el mundo poético de Longfellow, que continuamente oscila entre una actitud dinámica y heroica y un fondo gris de perenne melancolía.
A. P. Marchesini