Tristán e Isolda, Richard Wagner

Una inspiración perfectamente genuina sacó de la antigua leyenda Richard Wagner (1813-1883) en la ópera en tres actos Tristán e Isolda [Tristan und Isolde], sobre un libreto propio, estrenada en Munich el 10 de junio de 1865.

El año 1852, durante su destierro en Suiza, Wagner conoció en Zurich a la joven esposa (contaba veintitrés años) del rico comerciante Otto von Wesendonk, de quien se había ganado la sincera amistad y una generosa protección. Pero, ante todo, le fue valiosa la admiración apa­sionada de Matilde. En ella encontró Wag­ner la criatura ingenua ¿y devota, en la que podía volcar el cúmulo de sus proyectos e ideas, con aquel exuberante desenfado inte­lectual que le era propio. Establecióse así, entre el torrencial artista y la cándida se­ñora, una «amistad amorosa» que pronto derivó por cauces más tempestuosos; de ahí nació, en 1857, la partitura de Tristón, con­tinuada después en Venecia, donde Wagner se había refugiado en la concentrada ten­sión de la soledad. Bajo el estimulante in­flujo de la amiga lejana fue creado el se­gundo acto. El tercero, finalmente, fue es­crito en Lucerna, durante el verano de 1859; el Tristán estaba así ultimado y Matilde, la apasionada inspiradora, se apartó silenciosa­mente de la vida del músico una vez ter­minada su aportación a la obra.

La antigua fábula es objeto no tanto de una modifica­ción como de una interpretación genial. El primer acto se desarrolla a bordo de la nave en que Tristán y su fiel Kurvenal conducen a Isolda al rey Marco. Entre la orgullosa Isolda y el noble héroe se mantiene una ten­sión llena de despecho. La bella princesa revela a su doncella Brangania todo cuanto acaeció antes: sabe que Tristán es el autor de la muerte de Morold, su prometido; por esto intentó, a su vez, matarlo; pero cuando se hallaba moribundo a consecuencia de una herida envenenada, y había sido confiado a sus cuidados, teniendo ya en alto el brazo armado para descargarlo sobre él, Tristán, recobrando el sentido, fijó su mirada en los ojos de ella: «Tanta miseria me desarmó el brazo». Y ahora la conduce para que se case con otro. Así, en la antipatía de Isolda se mezclan el odio hacia el enemigo que mató a su prometido, y el resentimiento de la belleza que se juzga despreciada.

De un motivo dramático, tradicional, el despechado alejamiento de los futuros amantes, Wagner supo crear un complejo psicológico profun­do, un doble juego de atracción y repul­sión, preparando los elementos necesarios para interpretar humanamente la oscura intervención mágica de la leyenda medieval. Isolda revela a la aterrorizada Brangania el propósito de llevar a cabo la obra a la que su mano se había negado un día; dará a beber un filtro mortal a Tristán. La ten­sión llega a su límite cuando, finalmente, Tristán se decide a rendirle homenaje; al instante, sus miradas se encadenan por una atracción irresistible. Entonces Brangania ^sustituye el filtro mortal por el bebedizo de amor. Este cambio no es, como en la leyen­da medieval, un artificio que transforma .mágicamente los sentimientos de ambos pro­tagonistas: éstos ya se amaban, a pesar del anterior desdén, y la prueba suprema viene a revelarlo tanto a uno como a otra. Así, al comenzar el segundo acto, Isolda podrá burlarse de Brangania cuando ésta se acusa de todas las desdichas que presiente: «¿Obra tuya? ¡Oh, inocente muchacha!».

Minne, la diosa del amor, así lo había dispuesto. En el jardín, ante el aposento de Isolda, las dos mujeres aguardan que Marco se haya ale­jado para una cacería nocturna, antes de llamar a Tristán. Cuando éste llega, se ini­cia el dúo, que es la más elevada expresión de amor que nunca diera la música. Allí confluyen algunos importantes motivos de la poesía romántica: el amor fija en una uni­dad a dos almas que por sí eran incompletas, abre el camino a la verdadera vida, presagia un paraíso de felicidad ultraterrena, donde el alma, libre de todo cuanto tiene de mor­tal, recobra su antigua sede. A la perfecta posesión de esta felicidad no se llega sino mediante el aniquilamiento del individuo caduco, la autodisolución; sólo la muerte puede prolongar en el infinito el breve éx­tasis en que la perfecta comunión de amor revela fugaces vislumbres de la realidad celestial. Por consiguiente, la noche en que los dos amantes entonan el célebre himno (prosecución de la poesía setecentista de la noche, especialmente tal como la entendió Novalis), no es sólo la benigna protectora de sus amores, que les priva de la luz del día con sus mezquinas y enojosas realidades, sino que se dilata como un símbolo de aquel aniquilamiento por la muerte, merced al cual se renace a una nueva vida, con una total inversión, exquisitamente romántica, de todos los valores de la existencia.

Mien­tras tanto, la fiel Brangania vela en la no­che, desde lo alto de la torre. Pero de nada sirve su agudo grito que recomienda pru­dencia y anuncia la proximidad del alba (todo el Tristán es una genial ampliación de motivos medievales y trovadorescos), lanzado como un largo escalofrío en las ti­nieblas. El inesperado regreso de la cacería, provocado por las mañas del traidor Meló, sorprende a los dos amantes. El rey Marco, profundamente afligido por la traición de la esposa y del amigo, sostiene un hermoso, aunque larguísimo, parlamento. Tristán no puede justificarse. Pero el rey es bueno y generoso, aunque terrenal: es un «hombre del día». En vano se le hablaría de aquella otra realidad, la «de la noche», la única verdad, la única santa, con sus derechos y con sus deberes. Y cuando él propone a Isolda que le siga en el destierro, y ella acepta feliz, Meló — secretamente enamo­rado — irrumpe furioso y desafía a Tristán, que cae atravesado. En el tercer acto, Tris­tán yace en el jardín de un castillo en su patria natal, Bretaña, amorosamente cui­dado por el fiel Kurvenal, que fue quien le llevó a ese lugar.

Un pastor escruta el hori­zonte y anuncia, con la triste melodía del corno inglés, que no se ve embarcación al­guna en la que pudiera llegar la invocada Isolda. Tristán delira; sus palabras son que­bradas y doloridas. Por fin se anuncia la aparición de la nave; en la cúspide de su exaltación, Tristán, tambaleándose, corre al encuentro de Isolda, con el tiempo justo para exhalar su último suspiro entre los brazos de su amada, con un supremo grito de pasión. Aquí hubiera podido terminar el drama; pero las exigencias escénicas reque­rían una última escena, la única inserción de un fragmento en «prosa» en una obra que toda ella es purísima poesía. Otra nave se anuncia; junto con Brangania y Meló llega el rey Marco — informado de la his­toria del filtro — deseoso de conceder, aunque demasiado tarde, su perdón. Pero Kur­venal, enloquecido de dolor, organiza una desesperada defensa y halla todavía la satis­facción de matar al traidor y luego, herido, expira sobre el cadáver de Tristán. El rey Marco se lamenta una vez más de que Tris­tán le traicionase muriendo sin esperar su perdón; después, se eleva hasta el cielo la elevadísima poesía encerrada en la última lamentación de Isolda, que muere feliz con los ojos fijos en el rostro rígido de su Tris­tán:

«Dulce y sereno, sonriente, abre sus bellos ojos… Sumergida y dentro de ti sien­to cómo se desvanece mi ser. En el inmenso flujo ondulante, en el creciente clamor… en el fulgor de una luz inmortal, envuelta, arrebatada… me siento deslumbrada, hun­dida, desmayar… Oh, goce supremo…».

Fru­to de una iluminación repentina, la música del Tristán logra una continuidad y una homogeneidad lírica que son casi únicas en la historia de la ópera. Las inclusiones pro­saicas entre trozos de* verdadera poesía pa­san inadvertidas, y en ningún momento se deja ver el marco narrativo y oratorio que a veces pesa sobre la Tetralogía (v. Los Nibelungos). En el anhelo hacia una feli­cidad inaccesible (sea la aceptación de la pasión amorosa o de aquel paraíso a que aspira el alma mediante el amor) se perso­nifica la última sustancia del poema. La mú­sica encarna este espasmo y aflicción, acu­diendo al uso constante del «cromatismo armónico» y del medio retórico represen­tado por la «progresión». La supresión, casi sistemática, del intervalo de tono entero — ya que en ello queda transformado, tan­tas veces como se presenta, el grado inter­medio del semitono — debilita los valores tonales de la armonía; las relaciones funda­mentales de «tónica», «dominante» y «sub­dominante» quedan comprometidas, puesto que la escala cromática queda subdividida en doce sonidos de igual comportamiento recíproco, separados por idénticos intervalos de medio tono.

Este sistema melódico — que, en verdad, puede convertirse en «infinito», ya que a veces hace caso omiso de las suje­ciones obligadas por la armonía tradicional, con sus puntos fijos de reposo — lleva con­sigo el uso de la progresión, mediante el cual una célula melódica puede recorrer, de semitono en semitono, todo un espacio indefinido y cambiante. Este procedimiento, que disuelve en una perpetua fluidez todo cuanto hay de geométrico y esquemático en la armonía tradicional, corresponde admira­blemente a la disolución lírica de los nexos ‘sintácticos que cabe observar en el lenguaje poético del Tristán. En los cantos y coros marineros del primer acto y en el preludio del tercero, que crea el ambiente sonoro de la desolada playa bretona, se observan ensa­yos explícitos de una «poesía marina»; pero, en realidad, todo el Tristán es esencialmente música de mar, debido a su perenne inestabilidad cromática y a ese flujo y re­flujo de las progresiones que lanza una onda tras otra, persiguiendo un horizonte sin lí­mites, en el que en vano busca el ojo un punto de referencia.

Son típicos del más esquivo cromatismo el tema del «deseo», que se mantiene presente desde los primeros compases del preludio, desplegándose armó­nicamente según una línea sinuosa, inci­siva, penetrante, y el tema en el que con una insistente in­clinación, a la vez indecisa y apremiante, Wagner captó musicalmente la esencia del elemento más espiritual y profundo de la perfecta unión amorosa de las almas, el recí­proco encadenarse de la «mirada» por una atracción irresistible. En el preludio, en el «racconto» de Isolda y en la escena del filtro del primer acto, estos dos temas tienen una intervención decisiva, completados en el’ final del gran dúo del segundo acto, y al morir Isolda, por el se­gundo tema del preludio, el fragmento que repetido hasta el infinito, en palpitante progresión cromática, termina por fundir­se en el elevadísimo grito de los violines: temáticas en estado de fluidez, que se reco­gen y diluyen tan pronto se ponen en con­tacto. De su misma irresolución deriva un poder de intensa penetración interior: el Tristán busca cobijo en lo más profundo del alma, la acompaña prolongadamente en su maduración y siempre tiene algo que susu­rrarle.

Uno de los motivos más penetrados de esa arcana sugestión es el tema de la «felicidad» tan noble y casi caballeresco en sus fluctua­ciones. Entra a formar parte, ampliamente, de aquel maravilloso «Himno a la noche» del segundo acto, que se inicia con la insi­nuante frase ascendente, toda ella tumultuosa y envuelta por una atmósfera armónica, verdadera imagen mu­sical del gran manto nocturno que se ex­tiende sobre los humanos y protege a los amantes, que más tarde evoluciona, con le­ves alteraciones, hacia el sereno y seráfico «himno de muerte». Con su sugestión de resolutiva y trascen­dental catarsis, constituirá la primera parte del lamento de Isolda, antes de que se en­cienda, finalmente, en el célebre grito de amor apasionado. Otros temas (para no hablar de episodios musicales netamente ca­racterizados y cerrados en sí, como la melo­día del marinero en el primer acto y la gangosa melopea pastoril del corno inglés, en los comienzos del tercero), intervienen de manera más localizada y precisa (a pesar de que determinados fragmentos y acentos circulen activamente en todo el homogéneo organismo musical); bastará citar, por su amplio empleo, el fluido y elocuente tema del «ardor amoroso» de Isolda.

Es un efecto de distensión física de la más exasperada pasión, que resultaría casi impú­dico por su anhelante evidencia sensual si no lo redimiese, en realidad, la pureza altí­sima del arte. Wagner no abandona su sis­tema predilecto de los motivos conductores; pero lo emplea de modo menos provocativo que en la Tetralogía. El argumento de los temas es siempre un afecto, un movimiento del alma; no hay nunca la arbitraria simbo­lización de objetos materiales determinados y concretos. Por otra parte, el mismo «cro­matismo» exasperado que preside el len­guaje musical del Tristán, no admite la elaboración plástica de temas netamente caracterizados, cerrados en sí y, en cierto modo, esféricos, cuya combinación se debe con frecuencia más a un acto de la vo­luntad intelectual que a verdaderas exi­gencias musicales. Todos los motivos del Tristán, estrechamente emparentados me­diante el «cromatismo», son, más bien, bases que surge en el preludio del segundo acto y que representa después la esencia de todo el diálogo que mantienen Isolda y Brangania, cuando esperan a Tristán. Por su intensa homogeneidad lírica, por lo espontá­neo de su inspiración, que motivó el que se definiera el Tristán como un «grito en tres actos», esta obra parece excluir toda con­sideración dramática de los caracteres.

Y, en realidad, a partir del momento en que las almas de los dos amantes se funden con la primera mirada, en una unidad superior y perfecta, sería inútil buscar una caracte­rización musical de ambas partes: es un solo himno concorde que ellos entonan arrastra­dos por la vorágine de su embriaguez amo­rosa. Pero más allá de esa llamada lírica que destella como una hoguera en el cora­zón de la ópera, la preocupación psicológica viene a justificar plenamente la aparente paradoja de Nietzsche, quien veía en Wagner un pintor flamenco, un miniaturista de la música. Basta pensar en el minucioso realismo con que son «plasmadas» las figu­ras secundarias de Kurvenal y del rey Mar­co; o, en los mismos protagonistas, la ágil y penetrante pintura psicológica del des­pecho de Isolda y de la altiva lealtad de Tristán, en el primer acto.

Finalmente, el dúo de amor del segundo acto, antes de que se eleve hasta una sobrehumana felicidad el himno a la noche, en el que toda dife­renciación psicológica desaparece con el arrobo de un éxtasis celestial, ofreciendo pinceladas crudas de conmovedora huma­nidad; por ejemplo, el infantil orgullo con que Isolda se vanagloria de haber sido ella, contra el parecer de Brangania, quien quiso apagar la antorcha que mantenía alejado al ser querido. [Trad. española anónima en Dramas musicales, tomo I (Barcelona, 1885)].

M. Mila

Este Tristán llega a ser algo «espantoso». ¡El último acto…! Temo que la ópera sea prohibida, a menos que una mala interpre­tación no lo convierta todo en una paro­dia… Solamente una interpretación medio­cre podría salvarme. Las perfectamente «buenas» harían enloquecer a la gente. (Wagner)

Si nos viéramos precisados a indicar cuál es entre las obras de Wagner la más repre­sentativa de su arte, la más ajustada a sus teorías y, al mismo tiempo, la que mejor expresa su personalidad de poeta y de mú­sico, indicaríamos sin vacilar el Tristán e Isolda. Es una ópera verdaderamente única, no sólo entre las creaciones de Wagner, sino en el teatro universal. (Dukas)

La idea fundamental del Tristán es que la pasión tiene derechos imprescriptibles, superiores a toda ley y al juicio del hom­bre, con tal que sea absoluta, fatal y dis­puesta a aceptar la muerte como su único refugio. Entre todas las obras de Wagner, el Tristán es la más apasionada y descon­solada. En ella asistimos al mayor amor que el mundo ha conocido, y también a la más terrorífica condición de existencia que pue­da ser asignada a los mortales. La vida es maldita. El hombre está obligado a desear la nada, la «noche», la ceguera de la voluntad. (Lavignac)

Nada que distraiga del misterio de las almas. Sólo dos personajes, los dos amantes, y un tercero en cuyas manos ellos son las víctimas: el Destino. ¡Qué admirable serie­dad se encierra en este drama de amor! Esta frenética pasión se mantiene sombría, severa, austera; ni una sonrisa, pero sí una atmósfera casi religiosa, más religiosa toda­vía, tal vez, en su sinceridad, que la del Parsifal. ¡Qué enseñanzas para el drama nos ofrece este hombre que suprime del drama el juego frívolo y los episodios trivia­les, y los refiere exclusivamente a la vida interior, a las almas vivas! Por esto Wagner es nuestro maestro, un maestro más verda­dero, más probo, más vigoroso y más grato de seguir, a pesar de sus errores, que to­dos los maestros del teatro literario de su tiempo. (Rolland)

Su. drama no es sino la flor suprema del genio de una estirpe, el compendio extraor­dinariamente eficaz de las aspiraciones que atormentaron el alma de los sinfonistas y de los poetas nacionales, de Bach a Beetho- ven, de Wieland a Goethe. (D’Annunzio)

ópera sublime y morbosa, disolvente y sugestiva, iniciada en los más maléficos y más angustiosos misterios del Romanticismo. Las intuiciones sensuales y metafísicas del Tristán tienen el más remoto origen, arran­can del fervor enfermizo de Novalis. (Th. Mann)