Tratados Sobre el Gobierno Civil, en lo que se Refiere a su Verdadero Origen, Desenvolvimiento y Finalidad. — Dos Tratados Sobre el Gobierno. En el Primero se Exponen y Rebaten los Falsos Principios y Fundamen¬tos de Sir Robert Filmer y de sus Discípulos. El Segundo es un Ensayo Relativo al Verda¬dero Origen, Desenvolvimiento y Finalidad del Gobierno Civil, John Locke

[Two Treatises of Govern­ment. In the former the false Principies and Foundation of Sir Robert Filmer and his Followers are detected and ovsrthrown. The latter is an Essay conceming the true Ori- gin Extent and End of Civil Government]. Es el segundo y más notable de los tratados sobre el gobierno, del filósofo inglés John Locke (1632-1704), y fue publicado anónima­mente en 1690, junto con el primero (v. So­bre el gobierno).

En él opone el autor al es­tado civil un estado natural anterior y con­cibe el paso del uno al otro como ocurrido mediante un contrato. Pero el estado natural no es una hipótesis abstracta, sino una si­tuación histórica, que efectivamente se ve­rificó y se verifica aún antes de la consti­tución de cada determinada comunidad es­tatal y que perdura en las relaciones de los estados entre sí y con los extranjeros. La condición de naturaleza, que caracteriza peculiarmente a Hobbes, no por un estado de enemistad y destrucción, sino por la «per­fecta libertad de actuar a placer y disponer de los propios bienes y de la propia per­sona», está disciplinada por una ley natural inmanente y divina, constituida por la «ra­zón», que al ordenar a cada cual que se conserve a sí mismo y no dañe a los demás en su vida, libertad y bienes, funda además el derecho individual de castigar a cual­quiera que viole dichas normas, derecho considerado por Locke como un «poder ejecutivo» respecto a la ley natural, sin el cual aquélla resultaría inútil de hecho.

Cuando surge la necesidad de emplear el derecho de defensa y castigo, el estado de naturaleza queda turbado por la aparición del estado de guerra, hasta que la «parte inocente» haya conseguido vencer al agre­sor; lo cual, observa Locke, sucede incluso en las sociedades constituidas, cuando éstas, faltando a su deber, admiten la violencia y ponen al individuo en la necesidad de pro­tegerse a sí mismo. Los derechos naturales son inalienables: la ley natural ordena no sólo la conservación de uno mismo, sino también «la independencia con respecto al poder arbitrario de un déspota», pues es «necesaria y se halla estrechamente unida con las exigencias de la conservación hu­mana»; la esclavitud no es, pues, legítima para el hombre en ningún caso, ni siquiera cuando está estipulada bajo consentimiento propio. También la propiedad está indisolu­blemente ligada a la persona en cuanto es fruto del trabajo, mediante el cual el hom­bre infunde «algo de su propia individualidad» y adquiere un derecho privado sobre aquella parte de los bienes comunes de la tierra que arranca del seno de la naturaleza para sus necesidades.

La necesidad de pro­veer a la tutela de sí mismo mejor de lo que es posible en el estado de naturaleza induce al hombre a constituir el Estado; al movimiento egoísta de este contrato se suman también sentimientos sociales de be­nevolencia y confianza. Como con el con­trato no abdica la propia soberanía natural, sino que sólo delega, parcial y temporal­mente, su representación a otros, el poder soberano no puede nunca ser absoluto, y deriva su autoridad del consentimiento po­pular. También el examen de las funciones y los límites de la patria potestad se inspira en este concepto con el fin de demostrar que las relaciones del hombre con la mujer, los hijos y los siervos, aunque tenga cierto parecido con una sociedad política, no la constituyen en sí misma. Locke no reconoce ningún poder despótico al marido sobre la mujer, ni a los padres sobre los hijos; cierto que éstos, puesto que la libertad es propia del hombre en cuanto ser dotado de razón, hasta no haber llegado a la plena po­sesión de ella se encuentran en condición de dependencia natural respecto a los padres, pero ello no comporta una potestad absoluta que niegue sus derechos.

La patria potestad es, pues, limitada y temporal, y si el origen histórico de algunos Estados hay que bus­carlo en la familia, ésta se basa, en realidad, no en la patria potestad, sino en él tácito consentimiento de los hijos, sometidos, en la edad adulta, a las condiciones de tutela natural propias de la infancia. En la socie­dad civil la soberanía propiamente dicha reside, pues, en la ley, en cuanto está reco­nocida y es libremente aceptada por la mayoría de los individuos. Así Locke traza las líneas fundamentales de la constitución representativa: el poder supremo de ésta es el representado por el cuerpo legislativo, en el que han de estar representados los ciudadanos, sus estados sociales, sus intereses, sus derechos históricamente constituidos, mien­tras el poder ejecutivo (que hay que con­fiar con preferencia a la monarquía heredi­taria) está sencillamente delegado para ga­rantizar la conservación y la ejecución de las leyes. Locke fue el primero en formular el principio de la separación de los poderes como única posible garantía de respeto de la soberanía natural, estableciendo así un canon que fue reconocido más tarde como fundamental por los teóricos posteriores del liberalismo, y se preocupa en determinar los límites de dichos poderes, que, en la aplicación de sus funciones, habrán de tener siempre como norma el bien público y evi­tar caer en los abusos, incluso cuando, por ejemplo, el poder ejecutivo ha de actuar en casos urgentes no previstos por las leyes y «algunas veces incluso contra las leyes mismas».

De dichas premisas surge la con­dena de los gobiernos impuestos por fuerza de conquista y la del abuso de poder que degenera en tiranía; en uno y otro caso, contra el prevaricador que viola la ley de naturaleza, el derecho natural sirve de defensa contra la fuerza. Lo mismo hay que decir contra los abusos del órgano ejecutivo, porque como mero delegado de la voluntad colectiva el rey perdería toda autoridad si violase las ordenaciones del Estado y se opusiese al logro de la finalidad para la cual está destinado. Así Locke justifica la revo­lución inglesa de 1688 y el ordenamiento constitucional instaurado por Guillermo de Orange, formulando la primera expresión teórica de los principios del liberalismo, que se hizo fundamental en todos los tra­tados sucesivos. [Trad. del francés por D. G. C.L. (Madrid, 1821) y de D. M. Y. M. (Pa­rís, 1827)].

E. Codignola

Locke está, en todos los campos, en el centro del movimiento espiritual de su época y a la cabeza de los movimientos ideológi­cos que llenan el siglo siguiente al suyo. (Windelband)

El amor de Locke por la libre investiga­ción junto con su cálida y práctica partici­pación en los grandes acontecimientos con­temporáneos de su pueblo, lo movieron a formular los grandes principios fundamen­tales de la libertad del pueblo, de modo que tuvo importancia decisiva no sólo para la ulterior ciencia del derecho y de la política, sino también para la historia de los siglos sucesivos. Montesquieu y Alejandro Hamilton Son sus discípulos, la doctrina de Rous­seau sobre la soberanía del pueblo tiene en él un apoyo, y la revolución norteamericana y la francesa son el ejemplo de lo que Locke denominó apelación al cielo. (Hoffding)