En el mundo religioso mediterráneo del siglo VII, destinado a sufrir la tremenda conmoción de la invasión islámica y testigo, en Oriente, del renacimiento del imperio bizantino gracias a la obra del emperador Heraclio, fundador de una nueva dinastía, las polémicas religiosas ocupaban el primer plano.
El Concilio de Calcedonia en 451 había dejado una interminable secuela de rencillas y rivalidades etnicorreligiosas. Egipto, Siria, las regiones lindantes con el Imperio, habían resistido orgullosamente la condena del monofisismo, que allí parecía la interpretación posible de la teología de San Cirilo de Alejandría, que en 431 había sido solemnemente confirmada en Éfeso, con la condena de Nestorio. Para apaciguar los espíritus encendidos, Heraclio, queriendo unificar la fe religiosa de sus súbditos, especialmente los situados en la frontera, siguiendo el consejo de su patriarca de Constantinopla, Sergio, había tratado de llegar a una fórmula de concordia, prescindiendo de la fórmula «de la única» o «de las dos naturalezas» en Cristo y hablando más bien de una única energía y de una única voluntad. De aquí la llamada corriente monotelista. Sin embargo, la tentativa unificadora del emperador no tuvo otra consecuencia que exasperar las disidencias.
Entre los que se rebelaron con mayor energía contra la nueva forma del monofisismo, estuvo Máximo (580-662), llamado más tarde, por lo inalterable de sus ideas, «el confesor». Nació en 580 en Constantinopla, y al principio vivió en la misma corte de Heraclio. Pero en 640, a los cincuenta años, abandonaba la profesión pública y se encerraba en el convento de Crisópolis. Así empezaba su animosa odisea. Francamente contrario a la política orientalista del imperio, que quería ganar las simpatías de las poblaciones fronterizas del Oriente, renunciando a todo contacto con el mundo occidental romano, Máximo se trasladó en un principio a Alejandría, y más tarde a Cartago, donde en 645 participó en una discusión con el patriarca monotelista de Constantinopla, Pirro, obteniendo un clamoroso éxito oratorio. De Cartago se trasladó a Roma, incitando al Papa para que condenara el monotelismo. De aquí las iras de Bizancio. Constante II, que había sucedido a Heraclio en 642, mandaba detener a Máximo, que fue llevado a Constantinopla.
Allí le mutilaron de una manera tan cruel, que no pudo seguir con vida. A pesar de su agitada existencia, Máximo tuvo tiempo para dictar muchos escritos de toda clase: obras polémicas y dogmáticas, ascéticas y místicas. Combefis hizo de ellas una edición en dos volúmenes, en París, 1675. La edición de Combefis fue reproducida por Migne en los volúmenes XC y XCI de su Patrología griega (v.). La serie de los escritos dogmáticos la reunió Combefis en un grupo que ocupa doscientas ochenta y seis páginas en el volumen XCI de Migne, con el título de Opuscola theologica et polémica. En su mayoría se trata de las polémicas cristológicas de la época, todas polarizadas alrededor de las herejías monofisista y monotelista. Son escritos netamente antimonofisistas: «Las dos naturalezas del Cristo»; «La cualidad, propiedad, diferencia o distinción»; «Capítulo acerca de la sustancia o esencia y naturaleza, y acerca de la hipóstasis y la persona». Se puede considerar como escrito dogmático el pequeño tratado de carácter antropológico titulado «El alma».
E. Buonaiuti