Tratado de las Sensaciones, Etienne Bonnot de Condillac

[Traité des sensations], Obra filosófica francesa del abate Etienne Bonnot de Condillac (1715-1780), publicada en 1754. En el plan de su obra el autor declara repudiar el parcial innatismo sustentado por él en su precedente Ensayo sobre el origen del co­nocimiento (v.) de 1746; y querer en cam­bio ahora considerar separadamente cada uno de nuestros sentidos, distinguiendo qué ideas debemos a cada uno de ellos, y ob­servando con qué progresos se van edu­cando o cómo se ayudan mutuamente.

Ima­gina una estatua, organizada interiormente como nosotros y animada por un espíritu privado de toda idea, y supone después que su exterior, de mármol, no le permite el uso de ninguno de sus sentidos, y que él sólo se reserva la facultad de abrir su pro­pio albedrío a las diferentes impresiones de que ellos son capaces. Limitando la sen­sibilidad de la estatua al sentido del ol­fato, al primer olor, la capacidad de sen­tir quedará limitada a aquella sola sensa­ción: surgirá de este modo la «atención», sin que sea necesario suponer en el alma otra facultad que no sea la sensitiva. Desde este momento la estatua experimen­ta placer o dolor. Pero no tendrá ningún «deseo» de evitar el dolor, sino cuando la «memoria», entendida como mera perdu­ración de una sensación mientras se pre­senta otra, le habrá proporcionado el re­cuerdo de diversos actos posibles.

La «nece­sidad», pues, presupone la memoria, y hasta el «juicio» también, que valore las diver­sas maneras de ser: y en su esfuerzo para satisfacer la necesidad se origina la «vo­luntad». Hay dos grados de memoria: la mera evocación de las sensaciones como pasadas, y la «imaginación», que reproduce las cosas pasadas con una vivacidad que las hace parecer presentes. «Comparación» y «discernimiento» son además los grados en que actúa el «juicio». Las pasiones de una estatua limitada al sentido del ol­fato pueden ser: malestar, descontento, in­quietud, tormento, esperanza, temor, etc.

De la comparación de las sensaciones de­rivan también las «ideas» como las de abs­tracción, de número, de sucesión y de dura­ción. En cuanto al «yo» o personalidad, deriva de la síntesis de la conciencia de sentir y de la memoria de haber sentido. La introducción de los demás sentidos (ex­cluido el tacto), primero separados, y después unidos al olfato, o entre sí, dará a la estatua mayor extensión de su memoria y de sus ideas; pero no conocimientos de seres exteriores, y ni siquiera el de tener un cuerpo. El solo sentido del tacto, sepa­rado de todos los demás, no le dará la sensación de existir, sino advirtiendo los movimientos de las diversas partes del cuerpo, sobre todo los producidos en la respiración: a este sentido llama Condillac «sentimiento fundamental», y lo hace coin­cidir con el «yo».

Concedamos ahora a la estatua el uso de las manos, y supongamos que ponga las manos en sí misma: así ten­drá la sensación de la resistencia y de la solidez de sí misma, porque a cada contacto de la mano, las diversas partes tocadas reac­cionarán diciendo: «Soy yo, soy otra vez yo». Si luego toca cuerpos extraños, la es­tatua quedará aturdida al no encontrarse a sí misma en las cosas tocadas; de aquí la inquietud de la investigación, que la impulsará a tocar y buscar cuanto tenga en derredor, y que, finalmente, le hará descu­brir el espacio. La atención de origen tác­til produce, pues, efectos muy diferentes de los producidos por la atención relativa a los demás sentidos: porque de ella, capaz de comparaciones y relaciones objetivas, nace la que es la «reflexión». Comenzará de este modo a asociar percepciones de magnitud, solidez, etc., reuniéndolas en la idea de cuerpo, para conocer el cual no es absolutamente necesario admitir, como ha­cen los materialistas, un «substrato» que sostenga aquellas cualidades. La distinción de ideas puras de las sensaciones surge en este punto: y al mismo tiempo nace la po­sibilidad de incurrir en la errónea doctri­na de las Ideas.

Ahora se puede asociar el olfato con el tacto, después también con el oído y finalmente con la vista y el gusto, e introducir la estatua en el mundo real: sus experiencias la liberarán de las ilusio­nes debidas al uso de aquellos primeros sentidos solos, sin el tacto. Guiada por la necesidad y el dolor, e iluminada ahora objetivamente por la experiencia táctil, se­rá capaz de buscar los medios de vida, y el primero de todos la nutrición. El castigo de los excesos en que haya caído la cons­treñirá a la templanza. Satisfecha de su ex­periencia, no se sentirá inclinada a inves­tigaciones inútiles, por superfluas para su vida, en cuanto a la subjetividad de las sensaciones y a la esencia de su propio «yo». Se podría objetar, como lo hace el autor al principio de su obra, que si todo esto fuese verdad, también los animales, por estar dotados de sensaciones, deberían poseer las mismas facultades del hombre; pero Condillac responde que el sentido del tacto en los animales es harto imperfecto; y que de conformidad con los dictados de la religión, se debe admitir que el alma humana es diversa de la de los brutos.

La conclusión de la obra, aun declarando ina­plicable al hombre la suposición de la «es­tatua», vuelve a afirmar que de aquella ficción resulta probada la derivación sen­sible de toda nuestra experiencia. En reali­dad, sólo una sobrentendida (aunque in­consciente en el autor) atribución a la «estatua» de funciones diversas y comple­jas permite a Condillac la construcción de su teoría. Pero el cándido simplicismo del más radical de los sensistas no debe hacer que olvidemos el valor de su Tratado, des­de el punto de vista de la descripción psi­cológica efectuada con gran vivacidad y penetración. Además queda como mérito no pequeño de esta obra la tentativa de reducir a desarrollo unitario el proceso del conocimiento, aboliendo las falsas hipó­tesis de la pluralidad de las «facultades» psí­quicas. Fue grandísima la influencia del Tratado en el posterior pensamiento ilus­trado en Francia y en Italia. G. Alliney

La teoría del conocimiento de Condillac es la tentativa más enérgica para derivarlo todo de la experiencia como algo absoluta­mente pasivo, pero al mismo tiempo de manera que no quite la posibilidad de fun~ dar la ciencia en la experiencia. Por su claridad y sencillez su doctrina tuvo nume­rosos adictos y substituyó al cartesianismo en las cátedras. (Hóffding)