Tratado de la Naturaleza Humana, David Hume

[Treatise o/ Human Nature]. Obra del pensador escocés David Hume (1711- 1776), publicada en 1739 y 1740; más tarde » «corregida y enteramente refundida» en distintos tratados.

Está dividida en tres li­bros: «Del Intelecto»; «De las pasiones»; «De la moral». El más importante es el primero, mientras el tercero vuelve a la Investigación acerca de los principios de la moral (v.). En la primera parte del primer libro, el autor distingue todas las percep­ciones del espíritu en dos especies, las im­presiones que surgen de «causas descono­cidas»; y las ideas que se distinguen de ellas por menor grado de «fuerza y viva­cidad». Cada idea simple que se le parece es una imagen debilitada por la impresión. Más vivaces y fuertes son las ideas de la memoria; más débiles las de la imaginación. Todo el contenido mental deriva de las im­presiones de los sentidos: datos absoluta­mente elementales que el espíritu no puede trascender en la vana rebusca de una rea­lidad en sí: las ideas son sus reflejos secun­darios, sus representaciones o copias.

El espíritu no ejerce por ello más actividad que la de asociar y generalizar los datos de esta experiencia. A diferencia de Hobbes, Hume no reconoce ninguna realidad exterior, sino sólo impresiones e ideas, de las cuales tenemos conciencia inmediata. Las ideas abstractas surgen de juntar a un grupo de ideas particulares, las únicas que poseemos, un nombre general, extendiendo así su significado a individuos semejantes. La idea de sustancia no es más que un nombre que simboliza una colección de cua­lidades particulares asociadas por la ima­ginación. En la segunda parte, el análisis se extiende a las ideas del «espacio y tiem­po». Nosotros no percibimos un espacio puro y absoluto, sino solamente puntos colorea­dos y dispuestos en cierto orden. La idea de espacio surge de agregar a esos puntos un nombre general. Lo mismo vale para el «tiempo». También la geometría es una ciencia empírica: sólo la aritmética’ y el ál­gebra son demostrables racionalmente.

La disolución de la realidad en pura experien­cia vale también para la realidad espiri­tual, el «yo»: porque, no existiendo una especial impresión del «yo» de la que de­rive una idea del «yo» invariable en toda existencia, nos percibimos como pensantes sólo en el acto del pensamiento. «Cuando yo entro íntimamente en lo que llamo mi ‘yo’, me encuentro siempre con alguna es­pecie de percepción particular—-calor, frío; amor, odio; dolor, placer —; nunca, nin­guna vez, me capto a mí mismo sin una percepción, y jamás puedo observar sino una percepción». El «yo» es, pues, un haz de impresiones. La tercera parte es una -crítica al concepto de causalidad. No hay razón «a priori», ni deductiva ni inductiva para que, dado un fenómeno, se deba infe­rir de él la existencia de otro- que, como por poder mágico, lo contenga y lo cause. La experiencia conoce sólo sucesiones de fenómenos: las que llamamos cadenas de causas y efectos no son en realidad sino grupos de impresiones, de cualidades sen­sibles, asociadas por hábito subjetivo.

Es sólo el hábito la fuente de una conexión necesaria: nos permite fundar las ciencias experimentales, cuya base es, sin embargo, solamente psicológica. La cuarta parte trata del escepticismo y de los demás sistemas de filosofía. En la crítica de los conceptos de «sustancia» y de «causa» consiste la impor­tancia mayor de este primer libro del Tra­tado. Nos pone ante un mundo multiforme de impresiones sensibles, que unas fuerzas asociativas mantienen juntas, entre las cua­les predomina la de causalidad, símbolo de un orden que nosotros desconocemos en su esencia; y en el polo opuesto, las mentes humanas que asocian los datos sensibles se elevan con la imaginación a relaciones de puras ideas susceptibles de análisis rigu­roso, pero regidas por las mismas leyes que el mundo de los objetos. En el segundo libro es interesante la cuestión que surge del tema de la «simpatía» y benevolencia del ánimo de cada cual, que permiten en una psicología tan individualista y atomista como la de Humes, entrar en los sentimien­tos de otra persona y compartirlos.

Es tam­bién importante la crítica fundamental del prejuicio filosófico y vulgar de que se pue­dan «combatir las pasiones con la razón» cuando es evidente que la razón por sí sola «no puede nunca ser motivo de ninguna acción de la voluntad». En conclusión, «nada puede oponerse al impulso de una pasión, o retardarlo, como no sea un impulso con­trario…: y una pasión no puede ser nunca llamada irrazonable». En el tercer libro, Hume excluye que las distinciones morales deriven de la razón, y afirma la existencia de un sentimiento moral que nos inclina a desear lo que sea útil a la vez para nos­otros y para los demás, por impulso de una «simpatía» natural humana. Estos princi­pios serán desarrollados en la Investigación acerca de los principios de la moral. El resultado lógico del análisis del Tratado —sobre todo en relación con el primer li­bro — está muy lejos de conducir a la «sis­tematización completa de las ciencias» que el autor se prometía.

En vez de llevar a la reconstrucción, condujo a la desintegración escéptica del conocimiento: en realidad, desde entonces el escepticismo se convirtió en la actitud característica del espíritu y de los escritos de Hume. Esta crítica radical, especialmente del principio de causa, fue lo que despertó a Kant de su «sueño dogmático». Sorprendido por el fracaso de aquel su primer trabajo «que procedía (co­mo el autor juzgó después) más de la for­ma que de la materia», él fue el primero en desacreditarlo y olvidarlo, sustituyén­dolo por la Investigación sobre el conoci­miento humano (v.). Pero en el siglo XIX hubo una reacción en la apreciación de aquella obra; y el Tratado fue reimpreso, traducido y exaltado, como la obra funda­mental y más sólida de Hume.

G. Pioli

En el lenguaje del siglo XIX, especial­mente a ejemplo de Augusto Comte, se sue­le llamar positiva o positivista la especie de actividad científica que cree poderse li­mitar a establecer los hechos y su cons­tante sucesión, renunciando a teorías expli­cativas. En este sentido Hume es el verda­dero y único padre del positivismo. (Windelband)

Él es apto, como pocos lo son, para des­entrañar un concepto o una relación de manera que revele su ocultas dificultades. La energía de su reflexión le hizo posible poner al desnudo el concepto fundamental que rige todo el pensamiento práctico de los hombres, toda su ciencia positiva, toda su especulación y toda su religión. (Hoffding)

El movimiento del pensamiento inglés en el siglo XVIII halló su expresión más per­fecta en el ingenio profundo y escéptico y, con todo, perfecta y esencialmente conser­vador de Hume. (Strachey)