Pieza teatral, en castellano, del autor portugués Gil Vicente (14659-1536?), que debió de representarse entre 1521 y 1525. De ella han llegado hasta nosotros dos versiones: una de 1562 y otra de 1586.
La trama de la tragicomedia la constituyen los amores de Flérida y don Duardos, contrapuntados con los de Maimonda y Camilote. Este tema procede del Primaleón, libro de caballerías perteneciente a la familia de los Palmerines. Gil Vicente sintetiza dramáticamente el episodio de la novela caballeresca y nos lo presenta dentro de un marco de exquisita delicadeza. Don Duardos, hijo del rey Fadrique de Inglaterra, pide justicia al emperador Palmerín por el agravio que su hijo Primaleón infligió a Gridonia. Don Duardos y Primaleón combaten entre sí valerosamente hasta que Flérida, hija también de Palmerín, pide a ambos caballeros que cesen su contienda. Don Duardos, que no se ha dado a conocer, queda prendado de Flérida. Llega a la corte de Palmerín la pareja grotesca compuesta por Maimonda y Camilote, y sostiene éste, ante los caballeros, que Maimonda es la mujer más hermosa de cuantas existen.
Don Duardos, enamorado de Flérida, recurre a la ayuda de Olimba, quien le aconseja que se haga pasar por labrador, y le entrega, además, una copa encantada para que haga beber en ella a la princesa. Don Duardos es acogido por Costanza y Julián, los labradores que cuidan de la huerta de Flérida, con el ardid de que allí se halla escondido un tesoro, por lo que los hortelanos deciden hacerlo pasar como hijo suyo, y ello da oportunidad a don Duardos de hablar con Flérida. Queda ella admirada de la discreción del labrador. Don Duardos, con la excusa de buscar el tesoro, permanece durante la noche en la huerta, y prorrumpe en un amargo soliloquio: « ¡Por los ojos piadosos/que te vi n’este lugar, /tan sentidos, /claríficos y lumbrosos/ (dos soles para cegar/los nacidos), /que alumbres mi corazón, /oh Flérida, diosa mía, /de tal suerte, / que mires la devoción/con que vengo en romería/por la muerte!».
Al día siguiente tiene lugar el segundo encuentro. Flérida se siente interesada por don Duardos e intuye que debe ser algo más que labrador: « ¿No fuera mejor que fueras/a lo menos escudero?», a lo que él contesta: « ¡Oh, señora! ansí me quiero:/hombre de bajas maneras, / que el estado/no es bienaventurado, /que el precio está en la persona». La segunda noche también se queda don Duardos en la huerta, a la que dirige sus lamentaciones: « ¡Oh, floresta de dolores, /árboles dulces, floridos, /inmortales: /secarales vuesas flores/si tuviérades sentidos/humanales!/ Que partiéndose de aquí/quiera hace tan soberana/mi tristura, /vos, de mancilla de mí, / estuviérades mañana/sin verdura». Al día siguiente-FÍérida está ya enamorada de don Duardds, y cuando dice ella que va a descansar bajo el naranjal, la requiebra don ^Duardos: «Señora, ahí es natural:/caerá flor en las flores».
Flérida determina no volver a la huerta. A la noche del tercer día de su ausencia tiene lugar el tercer soliloquio de don Duardos; la ausencia de Flérida se refleja tristemente en la huerta: « ¡Quema tu cerca y tu puerta, /pues estás tan olvidada/como yo!». Vuelve Flérida al huerto y lo encuentra sonriente y florido. Concede por fin una entrevista a don Duardos. Entretanto, Camilote ha matado a don Robusto; don Duardos reta a Camilote y lo mata. Se presenta, vestido de príncipe y con la guirnalda de Maimonda, ante Flérida, y le dice: «A vos, señora, son debidas/flores de más altas rosas». Tras el reconocimiento, don Duardos invita a Flérida a marchar con él a sus reinos. Flérida acepta, tras una breve vacilación, subir a las galeras y seguir a don Duardos, «pues sabe este pomar/y la huerta mi dolor/tan profundo, /quiero que sepa la mar/que el amor es el señor/de este mundo». La obra termina con un romance en el que los personajes exaltan la fuerza del amor, y que concluye el patrón de la galera con estos versos: «Lo mismo iremos cantando/por esa mar adelante, /a las serenas rogando/y vuestra Alteza mandando/ que en la mar siempre se cante». Recientemente la Tragicomedia de don Duardos ha sido editada y estudiada por Dámaso Alonso (Madrid, 1942).
Destaca el crítico español el valor excepcional de esta pieza dramática, el gusto de Gil Vicente por los contrastes y la inclusión de episodios de farsa, la actitud reverencial del amante frente a la dama (que proviene de los cancioneros), la forma como Gil Vicente describe el paisaje. «…Un mundo todo de trémula y melancólica luz, de amor, de ensueño y de nostalgia», –escribe Dámaso Alonso, y continúa: «…su esquiva virginidad, su agridulce sabor de fruta temprana, de primicia primaveral». La huerta donde se desarrollan las entrevistas entre los dos enamorados y los soliloquios de don Duardos tiene un alto valor simbólico a la vez que es un delicioso escenario de la acción. Gil Vicente quiere enseñarnos, a base del convencionalismo de la acción, que el hombre debe ser amado por sí mismo y no por su condición, porque aunque él sea villano, el amor no lo es jamás.
Pero también quiere enseñarnos el autor la fuerza y el triunfo del amor («Si mi padre me buscare,/que grande amor me quería,/digan que amor me lleva,/que no fue la culpa mía»; «Sepan cuantos son nacidos / aquesta sentencia mía: / contra la muerte y amor/nadie no tiene valía»), que desde el pequeño reducto de la huerta se expande por el mundo: «quiero que sepa la mar/que el amor es el señor/de este mundo». Gil Vicente usa en esta obra, con preferencia, la estrofa de pie quebrado manriqueño, con una técnica un poco rudimentaria, gran escasez de rimas y una gran abundancia de lusismos. Pero por encima de estos defectos, la Tragicomedia se nos impone por su exquisitez y por su rara mezcla de medievalismo y renacentismo.
A. Comas
Gil Vicente es uno de los mayores representantes hispánicos de la «poesía dramática» en el sentido riguroso de esta expresión. En él encontramos de modo constante lo que tal vez Calderón y Lope — a pesar de su enorme genio, a pesar de su mucho me jor oficio — no nos dan sino entrecortadamente: una genuina e insobornable captación poética del vario, del hondo mundo, y vertiginosas simas de belleza (interior y exterior) en que anegar nuestra alma. (Dámaso Alonso)