Tierra de los Hombres, Antoine de Saint-Exupéry

[Terre des hommes]. Obra de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), publicada en París en 1939. Se presenta bajo la forma de una se­rie de relatos y de testimonios apoyados en reflexiones de bella significación moral. En un capítulo titulado «La Línea», el autor evoca algunos recuerdos referentes a su aprendizaje de piloto de línea, en 1926.

Cuenta cómo fue iniciado en los «ritos sa­grados» de su oficio por Henri Guillaumet, a quien está dedicado este libro. Nos explica cómo, en la soledad del vuelo, cada mon­taña, cada valle, cada casa, se transforman, para el aviador que surca el cielo, en un compañero de quien no se sabe si es amigo o enemigo. Habla del orgullo del piloto que se siente responsable del correo que trans­porta, como si él fuera momentáneamente el centro de las relaciones humanas, y afir­ma que «las necesidades que impone un oficio transforman y enriquecen el mundo». En otro capítulo, recuerda los actos de valor de sus camaradas Mermoz y Guillaumet sal­vados milagrosamente de accidentes, perte­necientes ambos a esa minoría de seres que se ponen al servicio de otros para que la vida de cada uno revista el aspecto de una creación cotidiana, y que luchan contra la muerte hasta sus últimas fuerzas para no traicionar la confianza que se ha depositado en ellos.

Explica por qué la aviación no es más que un útil, que él emplea como el la­brador emplea su carro, pero un útil que es además un maravilloso instrumento de análisis. Gracias a él se descubre la Tierra, y se comprende que ella es la verdadera mansión de los hombres. Nos revela el ca­rácter dramático de ciertas aventuras que le sucedieron en el desierto, y como, perdido en las arenas con su mecánico André Prévot, medio muerto de sed y de fatiga, vio por vez primera al Hombre, que se le apa­reció «con el rostro de todos los hombres a la vez», en la persona de un beduino de Libia que vino a salvarles. Es en el último capítulo de esta obra donde Saint-Exupéry expone los principios sobre los que reposa su humanismo. Para él, el único valor, la única verdad que se impone al espíritu es aquella que el hombre lleva en sí, siendo el hombre la representación ideal de aquello que nosotros somos. «Todo es paradójico en el hombre», declara.

He aquí por qué la verdad no se demuestra; ella se afirma, se revela en la acción de los individuos que están unidos por un deseo, por una creen­cia, por una sonrisa, que les da la impresión de cambiar en algo superior a ellos mismos, y de individuos se transforman en hombres. De este modo, escribe, «ligados a nuestros hermanos por un propósito común y que nos sitúa fuera de nosotros mismos, solamente entonces respiramos y la experiencia nos demuestra que amar no es otra cosa que contemplarnos unos a otros, pero contem­plarnos conjuntamente, en la misma direc­ción». Saint-Exupéry prefiere, pues, las vir­tudes del amor que abren el camino de la fe, a las de la inteligencia que arrastran a la duda. Piensa que no se es naturalmente digno de ser hombre; para llegar a serlo, conviene rechazar todo aquello que ame­naza conducirnos al culto del individuo, y renunciar al mismo tiempo al simple placer de los bienes materiales.

Quiere inculcar en nosotros el gusto por lo universal, invitán­donos a descubrir en el sacrificio y en la humildad la más noble de las satisfacciones, aquella que nos debe llevar a concebir como necesaria una vida espiritual, o sea ligada al destino de la humanidad. Rico en poesía de la mejor calidad, escrito en una prosa de belleza completamente clásica, exponiendo perfectamente el pensamiento, Tierra de los hombres es uno de esos libros admirables que vienen oportunamente a iluminar a los hombres acerca del sentido que deben dar a su condición y al mundo moderno. *