La obra poética de don Luis de Góngora y Argote (1561-1627) puede dividirse, no sólo en sentido puramente bibliográfico, en tres grandes partes, que son también tres grandes momentos ideales de su inspiración: los Romances (v.), los Sonetos, y los poemas de la madurez, la Fábula de Polifemo y Galatea, las Soledades (v.), y el Panegírico al duque de Lerma (v.). Es característico del desarrollo de la poesía española el contraste vivo de su tendencia a la entrega melódica y épica de la tradición popular, con la otra tendencia, que de cuando en cuando resurge, hacia la abstracción clasicista y formal, hacia lo difícil y lo conceptuoso. La obra de Góngora comprende ambos momentos: el primero, representado esencialmente por los Romances, el segundo por muchos sonetos y canciones y, sobre todo, por sus grandes composiciones «herméticas», ya citadas, que constituyen el extremo de aquella tendencia abstractiva que tuvo por nombre «culteranismo».
Góngora compuso sonetos en todas las épocas de su vida, y en algunos de ellos alcanzó momentos que figuran entre los más altos y representativos de su poesía, ya como intensidad de inspiración, ya como logro de aquella elaboración barroca, «culterana», a la que estuvo confiada su fama y su suerte durante su época, y en la nuestra. En la técnica del soneto, como en general en los esquemas de la poesía «docta», Góngora continúa a Garcilaso y a Herrera, y, en general, el Renacimiento español, en el cual tanto y tan poderosamente habían influido los ejemplos italianos de Petrarca y de otros. Pero él, lejos de detenerse en la más sombría línea de sus predecesores, llega a cargar su verso de tan rica ornamentación metafórica y conceptual, de tan intensa variación de sentidos y colores, que la estructura tradicional del soneto y la onda melódica que ésta encierra, pasan a segundo término frente a su relieve esencialmente visual, plástico. Porque este poeta, que no conoció, o apenas conoció, la oportunidad del abandono sentimental (tal vez sólo en la extremada y delicadísima música de algunos romances), ni la profundidad de un pensamiento unitario de la vida, fue uno de los más poderosos «sensuales» y «visivos» que pueda recordar la historia de la poesía.
Su misma oscuridad, que equivocadamente ha sido confundida con la de algunos grandes decadentes modernos, como Mallarmé, se deriva, no ya, como en éstos, de una especie de experiencia mística y «total» de la realidad, sino de la lógica capciosidad — conforme con la poética del barroquismo europeo de la época — con la cual está obligado a marchar en él el juego de las metáforas y de las hipérboles, destinado a desarrollar una metáfora de otra, cada vez más rica y nítida, en una especie de inagotable y tenso divertimiento imaginativo. Y la naturaleza sensible, aun cuando captada en sus elementos más preciosistas y convencionales, florece en sus versos en expresiones de rara evidencia, adelantándose, por su penetración descriptiva, a ciertos aspectos del Naturalismo (v.) y del Parnasianismo (v.) modernos. En sus sonetos amorosos, el cumplido galante en armonía con el gusto complicado y fastuoso, con la orgullosa solemnidad de las maneras que fueron propias de la España del Siglo de Oro, se arquea en hipérboles vertiginosas, como en el retrato de una dama, representada en forma de templo consagrado a la honestidad: «Cuyo bello cimiento y gentil muro / de blanco nácar y alabastro duro / fue por divina mano fabricado; / Pequeña puerta de coral preciado, / Claras lumbreras de mirar seguro… / Soberbio techo cuyas cimbrias de oro / Al claro sol que en cuanto en torno gira / Ornan de luz, coronan de belleza…», o como en otro soneto en que el poeta implora al arroyuelo, en que la bella se está mirando, que detenga su curso, para que el rápido fluir de las aguas no confunda la imagen reflejada.
Pero donde la inspiración de Góngora, aun quedando confinada a su zona de pura sensualidad, parece tocar notas más profundas es en los sonetos fúnebres, como en la «Inscripción para el sepulcro de Dominico Greco» o en el otro «En el sepulcro dé la duquesa de Lerma», o en aquellos en que, junto a las espléndidas imágenes de lozanía vital, se asoma la sombra de la muerte y la corrupción. Así en el famosísimo «Mientras por competir con tu cabello, / Oro bruñido, el sol relumbra en vano / Mientras con menosprecio en medio el llanto / Mira tu blanca frente el lirio bello», etc., en que el poeta se entretiene en describir la transmutación de las bellas formas de la mujer amada en rugoso despojo, y el oscurecerse del lirio, del clavel, del oro en pálida plata o «viola troncada», hasta su disolución suprema «En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Aquí, como en otros momentos de la poesía de Góngora, la orgullosa y algo fría serenidad renacentista y la solemnidad barroca dejan entrever un fondo más violento y rudo, que hace pensar en herencias góticas y moriscas, en un rico y sensual Oriente andaluz. La poesía de Góngora, con su tendencia «culterana» que ella encarnó después de la combatida fama conseguida durante la vida del poeta, cayó más tarde en la sombra, y no volvió a levantarse hasta fines del siglo XIX, cuando fue reivindicada por los parnasianos y simbolistas franceses — Heredia, Verlaine, Moréas —, y en nuestros días ha influido poderosamente en la poesía contemporánea, no sólo española. Los sonetos de Góngora fueron recopilados por primera vez en 1627, en la edición de sus obras completas al cuidado de Juan López de Vicuña, a pocos meses de distancia de la muerte del poeta. La primera edición crítica moderna es la de Haymond Fouché Delbosc (Obras poéticas, 3 vols., Nueva York, 1921).
S. Solmi
Su particular embriaguez se revela en el lenguaje, en lo mítico y en lo fabuloso, en las alusiones de la palabra, en la obra de arte basada en la palabra como tal, detrás de la cual encontramos el goce de su propia capacidad, la complacencia en erigir y demoler, en la confusión y ordenación de las formas de los conceptos y de sus fantásticas metamorfosis verbales. (K. Vossler)
El énfasis de Herrera se transforma en hipérbole sistemática en los más típicos sonetos de Góngora. El mundo, a través de su personal visión’, aparece hinchado hasta términos monstruosos; todo aparece convulsionado por un frenesí heroico y un delirio de sublimidad que contagia la misma naturaleza inanimada, arrastrada por la turbulenta fantasía del poeta a servir de decoración barroca a la magnificencia de los temas cantados por el poeta. (M. de Montoliu)
Todos estos sonetos lucen esta forma marmórea que utiliza imágenes diáfanas de magnifícente belleza y en que la aplicación del estilo «culto» exalta el lugar común a cimas de belleza expresiva. (A. Valbuena Prat)