Sonatas para piano, de Mozart

Con las aportaciones debidas a las últimas in­vestigaciones, son diecinueve Sonatas para piano; reducido número si se tiene en cuen­ta la inmensa producción de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Generalmente no se les concede la misma importancia que, por ejemplo, a las Sonatas para piano (v.), de Beethoven. No obstante, la «sonata» mozartiana no carece de interés. Consta casi siempre de tres tiempos: dos movidos y uno lento central. Mozart fue el primero en con­ceder a este esquema formal una organicidad interior, parecida a la que Bach ha­bía establecido para la «suite» o para el complejo «preludio y fuga», merced a una red subterránea de secretas relaciones entre los tres tiempos. Estas relaciones se hallan basadas, especialmente en la arquitectura de la línea de movimiento, sobre simétricas leyes de tensión, de ascenso y descenso como en el seno de cada uno de los tiem­pos. Por primera vez en la historia de la «sonata», los tiempos se subordinan en uni­dad, y ya no es posible lo que ocurría todavía hasta Haydn, es decir, que se pueda alterar la posición de los fragmentos y cambiar incluso los lentos y los vivaces. Cada uno de los tres tiempos reviste ahora una propia función estructural. El primer «allegro» está caracterizado por la diver­sidad de los ritmos y por la contraposición de sistemas melódicos; crea de este modo un sentido de espera, abre algo en el tiem­po, plantea una premisa y abandona un equilibrio que debe ser recogido de nuevo. Por el contrario, el último tiempo está ca­racterizado por la conclusiva regularidad y unicidad del desarrollo rítmico, al que la melodía aparece siempre subordinada.

El tiempo central es, por decirlo así, el alti­plano melódico de la «sonata», la cúspide sobre la que se ofrece la más rica e intensa expansión del canto, y está sostenido por las líneas ascendente y descendente de los dos tiempos laterales. La mayor calma del movimiento permite un amplio desarrollo de los adornos y un precioso juego de co­nexiones internas. Con frecuencia se nota que el segundo tema (en los movimientos lentos) tiene sólo un carácter de transición. Si se observa con atención, se descubre que es simplemente el «reflejo» del tema prin­cipal, diferenciado en cuanto a sus valores rítmicos y a veces, también, en los inter­valos. Asimismo, la expresión acostumbra ser en general opuesta: por ello, más que de dos temas, podría decirse con mayor exactitud que se trata de un solo tema y de su opuesto, de una «figura y contrafigu­ra». La relación entre los tiempos es par­ticularmente estrecha entre el primero y el segundo. El corte de la melodía, la cons­trucción del período y las características rítmicas son a menudo iguales, tanto que se podrían superponer miembro a miembro muchas frases de «allegros» con muchas frases de «andantes» o «adagios», con tal de despojarlas de la ornamentación exte­rior y de las inevitables modificaciones pro­ducidas por la diversidad del movimiento. Todo ello, sin embargo, no es debido a una expresa voluntad de monotematismo varia­do, como puede suceder en una «suite» de Bach. Se trata, más bien, de un impulso espontáneo, como una prolongación incons­ciente de la actividad creadora en una di­rección dada. No es azar, ni mucho menos efecto de una deliberada voluntad cíclica o unitaria; es, más bien, una especie de determinismo melódico, innato en la mis­ma inspiración temática. La relación entre el tema del tiempo lento y el del «allegro» inicial no constituye una derivación subor­dinada, sino, antes bien, consecuencia de un mismo impulso creador, variadamente desenvuelto.

Frecuentemente, el compás del tiempo lento mozartiano ofrece una forma característica: sonido lento y sostenido en la primera mitad y una figura movida en la segunda; después, el movimiento se ani­ma paulatinamente, hasta ocupar todo el compás, y a partir de entonces se diluye poco a poco en la segunda parte, dejando en su lugar una larga nota de reposo, que es final y conclusiva, a diferencia de la que ocupaba el medio compás inicial. Así se logra, sin pedantería alguna, la conexión de los miembros dispersos de la «sonata» en un organismo vivo y unitario, gracias a la intervención ordenadora de la inteligen­cia y la sensibilidad. Naturalmente, este fe­nómeno de organización espontánea de la «sonata» en un cosmos ordenado, capaz de aliar en una nueva y más elevada unidad elementos musicales que originalmente son una sola cosa, pero que afloran dispersos en el espacio, no ocurre inmediatamente. Las Sonatas para piano de Mozart nacieron primeramente en grupos, a menudo por exigencias prácticas de exhibición concertística, después — las últimas — aisladamen­te, como consecuencia de una inspiración más meditada e impuesta. El tipo de la «sonata» mozartiana, con sus preciosas re­laciones formales y arquitectónicas, se va constituyendo poco a poco, siguiendo un constante progreso.

El primer grupo de seis Sonatas fue compuesto en 1774, y compren­de las composiciones K. V. 279, 280, 281, 282, 283, 284. Entre ellas destaca especial­mente la deliciosa Sonata en «sol mayor» (K. V. 283), de perfecto estilo «galante». Un segundo grupo de tres Sonatas (K. V. 309, 310 y 311) nace en 1777 ó 1778 y com­prende, entre otras, la patética Sonata en «la menor». En el grupo de 1779 (K. V. 330, 331, 332 y 333) se encuentra la Sonata en «la mayor» con la célebre «Marcha turca». Después, tras una larga pausa, surge la admirable Sonata en «do menor» (K. V. 457), que forma unidad con la Fantasía en «do menor» (K. V. 475) (v.), ambas escri­tas en 1784. Aquí, aparte la perfecta ar­quitectura de la línea del movimiento en los tres tiempos de la «sonata», y además de las relaciones secretas de analogía te­mática (incluso entre la «sonata» y la «fantasía»), se admira un sentido humano, apasionado y conmovido, de violento dra­matismo, que hace presentir ya el roman­ticismo beethoveniano (obsérvese, por ejem­plo, la eficacia rítmica de las síncopas en el último tiempo). Vienen después la mi­núscula Sonata en «do mayor» (K. V. 545) de 1788, graciosísima en sus pequeñas pro­porciones, y la Sonata en «re mayor», de 1789 (K. V. 576), que corona la serie, testi­moniando la rica complejidad del lenguaje musical hacia el cual tendía Mozart en los últimos años de su existencia.

M. Mila

En las Sonatas de Mozart reina la melo­día, indudablemente festiva y serena, de una línea purísima no exenta, sin embar­go, de pensamiento… La Sonata en «re», la última que Mozart compuso, revela la bus­ca de un estilo más sabio e incluso hace presentir aquel gusto por la pura belleza y aquella gracia sobrenatural que habían de conferir a La flauta mágica el encanto de una eterna juventud. (Combarieu)