Sobre la Muerte de Eratóstenes, Lisias

Discurso escrito por Lisias (hacia 445-380 a. de C.), al parecer poco después de la restauración democrática de 408, en pro del ateniense Eufileto. Éste había sorprendido en flagrante adulterio en su propia casa y con su propia mujer, a un cierto Eratóstenes y le había matado, como la ley le daba derecho a hacer. Pero los parientes del muerto le acusaron de haberle tendido una celada; además, sostenían que Eratóstenes, al ser sorprendido, se refugió junto al hogar, y Eufileto lo había arrojado de allí, violando la ley sagrada que protegía a los suplicantes. El interés de la oración reside, como siempre ocurre en Lisias, en el arte con que ha sabido adecuar el estilo y los conceptos a la condición, a la cultura y al carácter de su cliente, que debía ha­blar él mismo ante el tribunal. Así, Eufileto, que era un modesto agricultor, con des­nuda sencillez comienza hablando de su matrimonio, del nacimiento de un hijo, de la dote de su mujer; describe su casita, la tranquilidad de la vida cotidiana; en breves rasgos nos revela el interior de una modesta familia, con el calor de sus afec­tos.

Pero el seductor había esperado a su mujer en una salida de la ciudad, había co­rrompido a la esclava, y se introdujo en la casa y en el ánimo de la esposa. La denun­cia de una amante traicionada reveló a Eufileto la verdad y el nombre del seductor, un hombre habituado a corromper la virtud de las mujeres ajenas. Una serie de deta­lles ya notados en la conducta de la mu­jer, que él no podía comprender, vinieron entonces a la memoria de Eufileto; el in­terrogatorio de la esclava le reveló toda la trama. No tardó en llegar el castigo. La primera noche en que Eratóstenes llegó junto a su amante, Eufileto fue avisado por la esclava, y, después de procurarse testi­gos entre el vecindario, irrumpió donde estaban los adúlteros. Cogidos «in fraganti», Eratóstenes suplica por su vida; pero Eu­fileto le hiere, al paso que grita: «No te mato yo, sino la ley de la ciudad, a la que has infringido». Con este apostrofe, en el que la alusión a la ley suena un tanto ar­tificiosa y descubre al retórico, termina la narración; ni una palabra sobre el lúgubre desenlace. También en este silencio se nota un delicado rasgo etopéyico de Lisias: el hombre, cuya alma él interpreta, no es un violento ni un sanguinario, sino un in­feliz, forzado a matar por la gravedad del agravio sufrido.

A. Passerini