La atenuación del furor dialéctico, ya señalada a propósito de la Pastoral (v.), da lugar en la Séptima Sinfonía de Ludwig van Beethoven (1770-1827), compuesta en 1812, a un verdadero y peculiar nuevo modo de idea musical que se acerca cada vez más al monotematismo. La forma de composición violentamente agonística — lucha de dos elementos y yuxtaposición de violentos contrastes — viene a ser sustituida por una orgánica germinación de un elemento principal, germinación que — no obstante la diversidad espiritual — se podría llamar casi mozartiana. Como el elemento constitutivo de la Séptima es el ritmo, queda justificada sin disputa la interpretación que de esta Sinfonía dio Richard Wagner, como «la apoteosis de la danza». Ello debe ser entendido con discreción, y esencialmente «como metáfora para significar la liberación de los precisos designios descriptivos y el retorno a la libertad de movimiento de un cuerpo flexible que describe en el aire la pura armonía de sus gestos no instados por el aguijón de representaciones conceptuales» (Ronga). Por todo ello ha sucedido que en tiempos de reacción contra la moderación ochocentista, se haya hablado con simpatía tendenciosa de esta Sinfonía como de un ensayo de música pura y objetiva. Pero lo que en ella se atenúa y se allana es el dramatismo violento de la antítesis, y no ciertamente el valor expresivo. Más que el claroscuro dramático de una verdadera y propia sinfonía, en sentido beethoveniano, puede apreciarse — se ha dicho — «una especie de sublimación ideal de la antigua «suite» de danzas» (Bekker). Como en las Sinfonías n.° 1 (v.), n.° 2 (v.) y n.° 4 (v.), una introducción lenta precede al primer tiempo; es un oleaje confuso de escalas ascendentes, con el acostumbrado carácter preparatorio, de la que emerge tan sólo una bella melodía del oboe, especie de marcha lenta en «do mayor», que se podría calificar de idílica si no existiera latente la virtud del ritmo. Esto se afirma en un estado puro hacia el fin de la introducción: la dominante del tono («mi») es martilleada repetidamente, primero con valores rítmicos iguales, después — casi destacándose una nota de la otra — se establece, siempre sobre el insistente «mi», la saltarina división del ritmo 6/8, que será la célula vital de todo el primer tiempo («Vivace»). Vemos así, literalmente, cómo se forma de la nada el primer tema, que se prolonga en una frase de 22 compases, admirable de disposición estructural y siempre fiel al ritmo inicial, hasta suspenderse en un calderón sobre el acorde de subdominante. Entonces, una impetuosa escala ascendente en «mi mayor» introduce la repetición del tema (A), que tras 12 compases inicia otra progresión de 8 compases, desembocando en una especie de deformación zíngara del tema mismo, intacto en sus valores rítmicos, pero curiosamente flexible y contorsionado en la melodía y armonía. Todo el primer tiempo germina de aquel simple tema, apoyándose en las bases tonales «la» y «mi»; tema de giga, que se hace obstinado en la síncopa del cuarto compás, robustecido por un ardor marcial genuinamente beethoveniano, inagotable en los recursos de su acentuación ditirámbica. La variedad y estructura del fragmento están confiadas casi únicamente a los contrastes dinámicos, a efectos instrumentales y a una inaudita riqueza armónica. Tan sólo interviene en raros momentos un solo elemento distinto del tema, y es el pasaje de la cuerda, curiosísimo porque no representa un segundo tema, sino la alusión a un tema que debería desarrollarse ampliamente después de esta introducción y que, en cambio, no existe. Si el brillante anapesto era el pie rítmico del primer tiempo (A), la llana acentuación de los dáctilos y espondeos domina todo el celebérrimo ’ «Allegretto» en «la menor». Es característica de esta fase creadora de Beethoven la renuncia al impresionante contraste logrado con la inserción entre el «Allegro» y el «Scherzo», de un tiempo lento, dolorosamente recogido y pensativo. Brahms recogerá con éxito el uso de estos tiempos medios, de carácter no definido, ni lentos ni rápidos, afectuosamente enternecidos. Muchas fantasías se han desatado sobre la expresión de este «Allegretto»: llegó a afirmarse una interpretación indudablemente errónea, apoyada en la autoridad de Schumann, que allí veía una especie de marcha fúnebre. Ahora no se aprecia ningún sentimiento extremo en este singularísimo trozo, sino más bien una melancolía indescifrable de ambigüedad leonardesca, la huidiza irrealidad del sueño. Los temas (el primero modulado de «la menor» a «la mayor» para retornar al modo «menor») en su desnudez lineal, parecerían triviales. La magia estriba en su tejido contrapuntístico, en la delicadeza de la instrumentación, en la admirable naturaleza de la sintaxis melódica en un juego armonioso de preguntas y respuestas, en el efecto rítmico intenso de una breve frase de tresillos que como un soplo de viento sobre la llanura interrumpe la constante uniformidad de semejante ritmo. En la segunda mitad el contrapunto se condensa en un verdadero fugado, un juego tenso y aventurado de equilibrios siempre perdidos y siempre de nuevo recuperados. El «Presto» (no se indica en él el subtítulo de «Scherzo») está completamente entretejido en el alegre y juguetón burbujear continuo del motivo, mientras el trío (“presto meno assai”, constantemente atravesado por el filo penetrante de un “la” eternamente mantenido, se apoya sobre un motivo placido, agreste y casi idílico, con pausas de apacible respiración.
Se cuenta que Beethoven lo había recogido de un himno religioso de la Baja Austria. En la repetición del «Scherzo», hacia el final, se mostrará nuevamente a lo largo de tan sólo cuatro compases, con procedimiento nuevo y original. El final («Allegro con brio») es uno de los más bellos (junto con el de la Quinta) que lograra Beethoven. Todo ímpetu y fuego, en él se percibe un paroxismo de embriaguez dionisíaca, una verdadera bacanal. Aunque construido sobre dos temas nítidos y recortados, no presenta por ello un verdadero trabajo de desarrollo. Se ha dicho que si se quisiera llevar hasta la abstracción el análisis de los dos temas, todo quedaría reducido sustancialmente al contraste entre dos ritmos de 2/4, el uno, acentuado sobre el tiempo fuerte, el otro sobre el tiempo débil (Chantavoine). Un excitante pasaje cromático reaviva inmediatamente la simplicidad elemental del primer tema.
El segundo es una especie de fanfarria guerrera e impetuosa, en general, no se subrayará nunca suficientemente el vigor marcial de esta Sinfonía, que la interpretación tradicional (la danza) descuida por completo. Se afirma que este material temático se lo procuró Beethoven del folklore húngaro o irlandés. En realidad, tiene del canto popular el agradable sabor tonal, la vida rítmica, la naturaleza llana de su estructura melódica. Por otra parte, durante el desarrollo (floritura de motivos yuxtapuestos, bastante más que sistemática elaboración) aparece una melodía en «do sostenido menor», «elástica, ligera como el salto en un trampolín» (Chantavoine), de aquel carácter zíngaro que ya hemos señalado en el primer tiempo, y que no es raro en Beethoven. Nef recuerda, a este propósito, la abundancia de pequeñas orquestas zíngaras, húngaras, etc., más o menos genuinas, que existían en la Viena ochocentista y el interés que les dedicaron compositores como Schubert y Brahms.
M. Mila
Hablando propiamente, esta sinfonía es la «apoteosis de la danza»: es la danza en su esencia suprema, es un prodigio tres veces bendito, que encarna en los sonidos puros, idealizándolos, si se puede decir, los movimientos del cuerpo. (Wagner)
Yo no sé si, como ha escrito Wagner, Beethoven se propuso pintar en el final de la Séptima sinfonía una fiesta dionisíaca. Reconozco sobre todo en esta fogosa «kermesse» el signo de su ascendencia flamenca, como hallo el origen de ello en su audaz libertad de lenguaje y de maneras que desentona extraordinariamente en el país de la disciplina y de la obediencia. En parte alguna me ha sido dado ver mayor franqueza y libre potencia que en la Sinfonía en «la». (Rolland)