Este Requiem para coro y orquesta, fechado en 1852, una de las últimas obras de Robert Schumann (1810-1856), es contemporáneo de la Misa para orquesta y coro a cuatro voces, que, por cierto, le es inferior. Parece que, en esta obra, Schumann haya querido expresar, con intensidad más acentuada todavía que en su Fausto (v.), su certidumbre en la vida eterna. Ella representa el último grito de esperanza de un ser que se siente condenado y que sólo guarda esperanza en la bondad de su Dios. Requiem romántico, ciertamente, pero también plegaria cuya profunda sinceridad se revela en cada compás. Ésta es, sin duda, la obra más auténticamente cristiana de toda la música sacra del siglo XIX. El Requiem se divide en nueve partes, ajustándose a las normas de la liturgia:
1.a «Introito», muy lento y majestuoso;
2.a «Kyrie», inspirado en el mismo espíritu: acto de ardiente fe a través del cual el músico se presenta lleno de sincera humildad ante el Juez Supremo;
3.a «Dies irae», los violoncelos y los violines expresan la cólera divina, cólera que se mezcla con el sordo lamento de los pecadores; la melodía gana progresivamente aspereza y tensión;
4.a «Liber scriptus proferatur»;
5.a «Qui Mariam absolvisti», cantado por los mezzo encuadrados por el cuarteto y los coros;
6.a «Libera me», intensa súplica, plena de temblorosa esperanza;
7.a «Ofertorio»;
8.a «Sanctus», himno cándido de una gran simplicidad, con el que Schumann se abandona al júbilo de poder glorificar al Señor;
9.a «Benedictus», ritmo jadeante que viene a frenar el «Agnus», que finaliza en una vasta expansión de serenas claridades.
A este Requiem ha podido reprochársele descuidos en la orquestación. Schumann nunca pasó por orquestador muy riguroso, pero aquí se registran faltas que jamás hubiera dejado publicar si hubiese estado en posesión plena de sus facultades. Pero es forzoso admirar la inspiración, el aliento y la fuerza expresiva de esta música, que constituye un auténtico testamento de creyente.