Última obra de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), nacida en circunstancias de apariencia trágica y misteriosa. En el último año de su vida, se presentó a Mozart, que estaba ya enfermo y deshecho, un taciturno desconocido, que le entregó una carta y desapareció. Era el encargo anónimo de una Misa de Requiem, con promesa de buena recompensa.
El fúnebre desconocido se volvió a presentar unos días después y pagó un anticipo, recomendando a Mozart no descuidase su obra. Volvió luego, de vez en cuando, para vigilar el progreso del trabajo. Era, sencillamente, el camarero del conde Franz von Walsegg, rico aficionado que tenía la debilidad de encargar obras a los grandes músicos para hacerlas ejecutar luego haciéndola? pasar por suyas. Pero aquellas circunstancias singulares turbaron la mente de Mozart, ya fatigada por la áspera y continua lucha por la vida. Se entregó a la composición del Requiem con el máximo empeño y, al mismo tiempo, con la firme persuasión de que aquella obra había de ser también su canto fúnebre. En efecto, no pudo terminarla.
La obra fue completada por su discípulo Franz Xaver Süssmayer (1766-1803), quien, en los últimos años de la vida del maestro, había vivido en estrecha intimidad artística con él. No es por esto fácil determinar exactamente cuál es la parte debida a éste. Parece cierto que de los doce fragmentos que componen el Requiem, sólo el primero — el «Requiem» (Adagio) seguido del «Kyrie» (Allegro) fugado — salió absolutamente terminado de las manos de Mozart. Los ocho fragmentos siguientes parecen haber sido orquestados en su redacción definitiva por Süssmayer según esbozos de Mozart que aseguran a lo menos la autenticidad de su diseño metódico y de sus principales intervenciones instrumentales. Las tres partes últimas — «Sanctus», «Benedictas» y «Agnus Dei» — parecen ser totalmente de Süssmayer, quien, sin embargo, se sirvió cuanto pudo de la música preexistente de su maestro. Por ello, y no sólo por estas incertidumbres de atribución, es obra acerca de la cual es harto difícil emitir juicio.
Con todo, el Requiem de Mozart se ofrece, a nuestro parecer, como una superación de la materia pasional (indudablemente la contemplación de la muerte y la meditación de algunos misterios supremos de la fe) en una visión de serena belleza. El frecuente empleo del contrapunto y del estilo fugado — sobre todo en el «Kyrie» y en el «Quam olim Abrahae» del «Domine Jesu» — significa para algunos críticos la inexorabilidad de la muerte; bien pudiera ser; pero es también un mero tributo al estilo que era casi obligado por aquel tiempo en la música sacra. Mas como aterrorizada visión del juicio, el Requiem se presenta envuelto en una dulce resignación limpia de rebelión y de miedo. La instrumentación es singularmente sobria por la exclusión de las flautas, de los oboes, de los clarinetes comunes y de las trompas; en cambio, tienen en ella gran papel, además de la masa de los instrumentos de cuerda, los «corni di bassetto», especie de clarinetes más graves que los normales que agradaban mucho a Mozart.
Los pasajes dramáticos y fuertes — esencialmente el «Dies irae» y el «Rex tremendae maiestatis» — están indudablemente llenos de carácter y diligentemente expresados (es de notar el efecto de un lento trino vibrado sobre el «Quantus tremor est futurus»); pero no alcanzan la penetrante intimidad expresiva, la honda sinceridad de los pasajes en que se efunde una melancolía dulcísima y fatigada: el «Recordare, Jesu pie» y el sublime «Lacrymosa». Aquella característica del estilo mozartiano, la costumbre de una construcción del período melódico por preguntas y respuestas, halla en el empleo de los cuatro solistas (soprano, contralto, tenor y bajo) y del coro posibilidades sencillísimas y al mismo tiempo de gran efecto: bastan la separación del bajo de las demás voces (en el citado «Quantus tremor est futurus») y la continuada contraposición de «piano» y «forte» («Ingemisco» en el «Recordare»), de «staccato» y «legato» (al principio del «Lacrymosa»), de un breve despliegue melódico que florece en la afanosa carrera contrapuntística (por ejemplo, la celestial frase del soprano: «et semini eius», que conduce al final del «Ofertorio»), bastan estas sencillas indicaciones para establecer una tensión que sería exagerado llamar dramática, pero que es el secreto del interés y de la consistencia del lenguaje mozartiano.
Así, el contrapunto, rítmicamente accidentado, del «Rex tremendae», podría parecer algo intencionado y artificioso si no encontrase su complemento en los tres últimos compases, en que las voces se funden quietamente concordes en la serena invocación: «salva me, fons pietatis». En el «Tuba mirum» las voces de los solistas florecen una tras otra — cada una enlazándose con la última nota de la precedente —, como exquisitos arabescos de desnuda línea. Los grandes conjuntos corales adquieren orden, simetría y significado cuando las voces de las sopranos se mantienen firmes en el agudo («luceat» y «Christe eleison» en el «Kyrie»; «homo reus» en el «Lacrymosa»). Probablemente a la prudente redacción de Süssmayer se debe atribuir la brevedad, tal vez excesiva, de cada uno de. los trozos (nótese que el «Requiem», única parte que Mozart escribió por entero, es el más largo de todos): Mozart no era escritor conciso. Al contrario, especialmente en los años de su madurez, se entregaba a aquella «divina largura», a aquella complacencia en su propio discurso, a aquel abandono despreocupado, que se hallan a menudo en músicos de temperamento poético, como Schubert y Brahms.
Tal vez a este incompleto desarrollo, más aún que a la uniformidad de colorido y a la convencional expresión de ciertos pasajes, se debe atribuir la vaga insatisfacción que en algunos momentos deja en nosotros esta última obra maestra del gran músico de Salzburgo.
M. Mila
En tres obras, sobre todo, Mozart ha expresado lo divino: en el Requiem, en el Don Juan y en La flauta mágica. El Requiem respira el puro sentimiento de la fe. Mozart ha sacrificado en él sus seducciones y sus gracias mundanales. No ha conservado en ellas sino su corazón, que se torna humilde, penitente y tembloroso para hablar a Dios. Un religioso temor y una delicada contrición infunden a esta obra un sentimiento sublime y convencido. La conmovedora melancolía y el acento personal de algunas frases nos hacen sentir que Mozart pensaba en sí mismo cuando invocaba para los demás el reposo eterno. (Rolland)