El nacionalismo musical comienza con Fryderyk Franciszek Chopin (1810-1849), nutrido de valores humanos y políticos, no en busca de un estilo, sino como evocación de una patria lejana.
Desterrado, Chopin creaba y tocaba estas composiciones suyas, especialmente para un grupo de desterrados polacos, en París, que se reunían alrededor de su piano. A diferencia de la popular «mazurka», que es una sencilla flor del campo, la «polonesa» es la danza de la aristocracia: aquella aristocracia polaca en que el señor es el soberano y el padre de sus campesinos y concentra en su castillo todo lo que puede adornar y embellecer la existencia. De este pasado caballeresco y magnífico son una evocación las Polonesas de Chopin y, sobre todo, una idealización. La «polonesa», forma de danza en 3/4, de ritmo marcadísimo y enérgicamente escandido, había sido ya frecuentemente empleada en el arte musical; pero sólo Chopin, en sus ejemplos mejores, supo reavivar su esquema con toda la nostalgia del desterrado, con el ímpetu belicoso y vibrante del rebelde.
Sus primeras composiciones en este género están lejos del aspecto que él más tarde imprimió en ellas, y se aproximan a veces a la polonesa postweberiana, no brillante ni fastuosa, sino más bien tierna y acariciadora. Tal es la primera del op. 71 en «re menor» (1827), octava en las ediciones corrientes, en la que la energía del ritmo se halla atenuada y no faltan los preciosismos armónicos propios de los Nocturnos (v.) ni siquiera su típico acompañamiento de amplios arpegios. Su op. 71, n.° 2 en «si bemol mayor» (1828), juvenilmente alegre y despreocupada, y la op. 71, n.° 3 en «fa mayor» (1828), en la cual se presenta el ritmo típico de la «polonesa», pronto sumergido en brillantes ornamentos, completan este terceto de Polonesas póstumas.
También la primera Polonesa, op. 26, n.° 1, en «do sostenido mayor» (1836), tiene más de sumisa y tierna que de caballeresca y fastuosa. Solamente en las dos sucesivas Chopin elabora el tipo de la «polonesa» coreográfica y brillante, que celebra los esplendores de la antigua nobleza. La op. 26, n.° 2, en «mi bemol menor» es a veces llamada la «Siberiana», o «de la revuelta», probablemente por su comienzo sumiso y tortuoso que va creciendo amenazadoramente; mientras la luminosa y brillante op. 40, n.° 1, en «la mayor» (1840), es llamada acertadamente la «militar», ya que en esta ocasión el título ficticio corresponde al carácter de la composición. Chopin hubo de despojar su propia inspiración de los preciosismos armónicos, para reducirse a buscar acordes resonantes. El carácter y la vida de la obra son sobre todo confiados a la vivacidad marcial del impulso rítmico, esto es, al factor musical más elemental y primitivo.
Un nuevo elemento que será eficazmente empleado (sobre todo a partir de la Polonesa siguiente, op. 40, n.° 2 en «do menor» que, por lo demás, es algo postiza y no muy clara) es el contraste tímbrico entre las sonoridades profundas y las más agudas del teclado. El resultado de todo esto es una composición más brillante que heroica, más fastuosa que vibrante, más decorativa que apasionada. El feudalismo polaco, con su fausto soberbio, ruidoso y abigarrado, es perfectamente evocado en esta obra hasta en su íntima insinceridad de gente que lleva espada y no combate, que hace resonar las espuelas y no monta a caballo, que se complace en sus riquezas y brocados y está ciega para las miserias de su pueblo. El diseño inicial de la Polonesa op. 40, n.° 1 que se propone ser vigorosamente marcial, pasará, tal como es, al gran vals del Fausto (v.) de Gounod, o sea, a un burguesísimo y artificioso baile de «grand’opéra». Con las Polonesas op. 44 en «fa sostenido menor» (1841), y op. 43 en «la bemol mayor» (1843), Chopin eleva esta forma a su máxima altura, revelando en sí posibilidades insospechadas. Estamos en el ambiente del llamado Estudio para la caída de Varsovia, romántico y ardiente de amor por la patria y la libertad.
Aquí la «polonesa» experimenta todavía una última transformación, y desaparece la vieja Polonia del romanticismo, la Polonia oprimida y rebelde de los desterrados y los conspiradores. Lo caballeresco se torna épico, lo marcial se hace heroico. Y mientras los valores sentimentales se tornan más nobles y sinceros, su forma musical adquiere perfección definitiva. A la fatigosa y retumbante prolijidad de las Polonesas brillantes, se pone aquí remedio de los modos más diversos: con la simétrica y vibrante concisión formal del op. 53, y con la grandiosidad y prospectiva de la Polonesa en «fa sostenido menor». Ésta es larguísima y no exenta, ni mucho menos, de repeticiones: pero está concebida en grande. Sus motivos necesitan de vasto campo para explayarse en él, y su repetición se convierte en una necesidad del espíritu.
A la mitad de la obra florece una mazurca, una de las más bellas de Chopin, que entre el resonar de acentos guerreros resalta mejor todavía su ternura, su dulzura patética. Pero la más prodigiosa expresión heroica de Chopin sigue siendo la célebre op. 58, en que la vibrante incandescencia de los sentimientos revolucionarios está impresa de una perfección formal e inaccesible, por el equilibrio que le proporcionan los miembros melódicos, por su salvaje ímpetu rítmico y por la crudeza resonante de sus armonías. Consta de seis elementos, los cuales dan lugar a nueve episodios: (A) una página introductiva (compases 1-16), con expresión de ascendente y amenazadora tensión, conduce (B) al retumbar del motivo principal — el cual cerrará el pasaje — expuesto en dos repeticiones de dieciséis compases cada una.
Un miembro de transición (C) de ocho compases (49-56) de armonías retumbantes y estridentes, entre las cuales chispean todavía algunos fragmentos del motivo principal, conduce a una breve idea melódica, (D) también ella de ocho compases (57-64), de carácter majestuoso y solemne al que sigue (E) la repetición del motivo B (compases 65-80). Dos compases (81-82) de fuertes acordes arpegiados anuncian el-episodio central, (F), en que, sobre el célebre y prodigioso rodar de octavas bajas — como un contenido pisoteo de-caballos, un desfilar de columnas en marcha — florece, escandido en enérgicos acordes, un canto de guerra y de revuelta, pasando de una apagada penumbra a la plena luz del «fortísimo». Este episodio, en dos repeticiones, se extiende por un conjunto de cuarenta compases; sigue una página de transición (G), que modifica en diez compases (120-129) fragmentos de los motivos precedentes, sacando de ellos un efecto de resonantes disonancias, análogo al del miembro C.
Sobre el compás 130 florece durante veintiséis compases un episodio (H) melódico y afectuoso, en que una larga y frágil cantinela se desgrana sobre el teclado con efecto de distensión y de humana dulzura, hasta que el trozo se cierra con la. doble repetición del ardiente motivo principal (B). La leyenda chopiniana cuenta que durante la composición de esta Polonesa le pareció a Chopin ver su habitación llenarse poco a poco de una muchedumbre de^ caballeros y príncipes ostentosamente armados; su alucinación alcanzó tal intensidad, que hubo de huir precipitadamente de la estancia. La Polonesa-fantasía op. 61, también en «la bemol mayor» (1846) pertenece a este último período de Chopin, no ya de ensombrecimiento, sino de probable maduración de su arte, sobre todo en sentido contrapuntístico y constructivo, en que, como ya se ha visto a propósito de los últimos Nocturnos (v.), los limpios y preciosos contornos de la melodía parecen un poco enturbiados, así como la fresca espontaneidad y evidencia de la expresión.
Esta última Polonesa es concepción vasta y variada, en que reaparecen a menudo los preciosismos armónicos, sin excluir ni el acompañamiento arpegiado evocador de atmósferas, ni la riqueza ornamental. El final se colora de cierta grandiosidad lisztiana, lo cual confirma la opinión de que en sus últimos años Chopin se aproximó con interés al gran florecimiento del Romanticismo alemán.
M. Mila