Juan Clemente Zenea (1832-1871) escribe sus versos postreros en su prisión de la Cabana, una de las antiguas fortalezas de La Habana, de donde sale después de ocho largos meses para sufrir la pena de muerte a la que fue condenado por un consejo de guerra.
La ejecución de la sentencia se cumple el 25 de agosto de 1871, cuando contaba treinta y nueve años. Su vida fue una dedicación constante al periodismo, a la enseñanza, a la poesía. Soñó con la libertad de su patria. Antes de morir entregó, al cónsul americano que fue a visitarle, el cuaderno de sus versos que Piñeyro, su amigo y futuro biógrafo, publicó con el título de Diario de un mártir. Aparecieron en el «Nuevo Mundo», periódico que dirigía Piñeyro en Nueva York. Don Rafael Pombo, el insigne poeta colombiano, en unas páginas preliminares decía de estos versos que «en la desnuda sencillez de casi todos estos cuadros hay una verdadera exageración de pena que da a cada nota la serenidad de un doble funeral».
Antes, en una expresión sintetizó su carácter: «son todas sangre y dolor». El poeta ha vivido su mundo de imprecisión luminoso, melancólico en el ambiente, dormido o suspenso en las cosas, desolado en las almas. Brota el verso directamente del espíritu, surge como necesidad espiritual y toma los colores opacos, las medias tintas de aquel ambiente y ritmo de quejumbre. Puede inspirarse en los poetas como Mus- set, pero lo esencial de su alma es personalísimo: lo esencial es el grito penetrante de desesperanza que abre el más famoso de sus nocturnos («Señor, Señor, el pájaro perdido»); la vaga melancolía con que expresa sus emociones patrióticas, que en ese mismo nocturno se traducen por una alta poesía civil; las emociones flotantes, que, a pesar de la forma, son presentimientos de una nueva poesía.
J. M.a Chacón y Calvo