José Antonio Porcel y Salablanca (1720-1789) ya había formado parte de la Academia del Trípode de Granada cuando comenzó a frecuentar la madrileña Academia del Buen Gusto, que no siempre hizo honor a su título. Del prosaísmo en que la poesía había caído y del culto que al mismo rindió la famosa Academia fue víctima Porcel, que no obstante pudo librarse de él en alguna ocasión merced a su fácil ingenio y a su poderosa fantasía descriptiva.
Porcel había traducido El Atril (v.) de Boileau y conocía, por tanto, la cultura y las ideas francesas, pero ni por su educación ni por su ingenio se sintió atraído por aquéllas, antes bien él mismo declara que procura imitar a los poetas latinos y castellanos, y de éstos en especial a Garcilaso y, sobre todo, «al incomparable cordobés D. Luis de Góngora (delicia de los entendimientos no vulgares), de quien te confieso hallarás algunos rasgos de luz que ilustren las sombras de mi poema». Con esta afirmación se abre su «Adonis», colección de cuatro églogas venatorias escritas en el estilo clásico y artificioso del género, con esa tendencia al diálogo que las aproxima a las pastorales.
Siempre recordando a Góngora, y en ocasiones también a Que- vedo, Porcel tiene además la «Fábula de Alfeo y Aretusa», en la que aparece, apenas esfumado, el complejo mundo mitológico tan característico del autor cordobés. Idénticas características y tendencias pueden señalarse en sus sonetos y canciones. Es curiosa la constante paradoja del autor, quien en el trance de definir la poética afirma que «no es más que opinión, que la poesía es genial y que, a excepción de algunas reglas generales y de la sindéresis universal que tiene todo hombre sensato, el poeta no debe adoptar otra ley que la de su genio…», y que, en cambio, anduvo siempre tan ligado a los estrechos límites de las Academias.
A. Pacheco