Poeisías, Salvador Rueda

Las poesías de Salvador Rueda (1857-1936) aparecieron, en vida del autor, en diversos volúmenes, desde los Renglones cortos de 1880, hasta el Poema del beso (1932). Falta todavía una compi­lación sistemática y completa de la enorme obra lírica de Rueda, dispersa y desorde­nada en sus libros, en las colecciones que él mismo preparó — y que no son comple­tas — y diseminada en los diarios de los dos mundos por espacio de más de medio siglo de vida errabunda y generosa.

Aun­que la abundancia perjudica a la calidad de la obra, Salvador Rueda es uno de los poetas más interesantes, ricos y personales de su tiempo, y su influencia en la evo­lución de la poesía española y en su reno­vación rítmica y técnica, está fuera de duda. Se ha intentado resumir en una sola palabra la poesía de Rueda, y se ha hablado de «colorismo», más como definición indi­vidual que como escuela colectiva. Es ver­dad que la poesía de Salvador Rueda está enriquecida por una fulguración constante y un brillante cromatismo de luces y colo­res, y representa, frente a la gama bastante muerta de los poetas inmediatamente ante­riores, una novedad deslumbradora, que por fuerza debía escandalizar a sus contempo­ráneos. Rueda irrumpe en la vida poética española, llevando en sus ojos de campesino andaluz la impronta viva de la naturaleza exuberante de su tierra.

Esta raíz rústica de la formación literaria de su adolescen­cia, conservará siempre en su poesía un sabor áspero y rudo, una ingenuidad sen­sual, una frescura de imágenes, una em­briaguez de entusiasmos mitológicos, helé­nicos y mediterráneos, en los que la auten­ticidad de una forma poética de primer orden lucha con la superficialidad de la cultura y con la incertidumbre del gusto crítico, que impiden llevar a la perfección aquella obra, a un tiempo popular y aris­tocrática, con que él soñaba. Rueda cae a menudo en el prosaísmo, en efectos mecá­nicos de rítmica exterior; pero compensa tales defectos con su brío, con el fuego y la luz de sus hallazgos descriptivos y con la sorpresa constante reservada al lector aten­to a descubrir las piedras preciosas que se disimulan entre el brillo más o menos falso de sus habituales oropeles. Uno de los as­pectos más interesantes de su poesía, no menos que el de su colorido, es el de su música y su ritmo.

Escribió un libro sobre el ritmo, exponiendo sus teorías geórgicas y panteístas. Reivindicaba el haber inven­tado el dodecasílabo — que al menos supo, lo mismo que otros metros parisílabos, acli­matar a la poesía española y manejar con habilísima destreza —. En cuanto a los mo­tivos, la naturaleza entera, por igual y sin previa selección, se convierte en tema de la’ poesía de Rueda, tanto en sus aspectos más comúnmente poéticos como en los más pro­saicos de la naturaleza muerta, incluso aquellas cosas cuyo solo nombre — las pe­cas, los escarabajos — parece que deban he­lar toda posibilidad de poesía. En ésta, como en tantas otras cosas, se parece al Zorrilla de los últimos años, del que se aleja por su luz meridional y por el preciosismo, así como por su vaga religión panteísta, único rasgo de espiritualidad en una poesía materialista como la de Rueda.

Perjudicó a la fama de Rueda la aparición de Rubén Darío, amigo suyo y colega en los años de juventud, y llamado a más altos destinos en la poesía de lengua española. Pero sería injusto negar la originalidad fundamental de Rueda, sus innovaciones rítmicas y la evidente influencia que su personalidad ejerció hasta el fin de siglo y en los prime­ros años del siglo XX en la poesía moderna y regional española.

G. Diego