Novelas Cortas, Max Dauthendey

Las novelas cortas de Max Dauthendey (1867- 1918) han sido coleccionadas en los siguien­tes volúmenes: Historias de los cuatro vien­tos [Geschichten aus den vier Winden, 1911]; Las ocho visiones del lago de Biwa: historias de amor japonesas (v.); Lingam, doce novelas asiáticas [Lingam, zwölf asia­tische Novellen, 1909].

El mundo exótico que había ya atraído la curiosidad artística de Goethe, de Rückert, de Freiligrath, etc., ejerció su fascinación también sobre Dau­thendey. Las experiencias del autor pasan de la forma de una idealización fantástica y de tentativas estéticoculturales, a la de una realidad vivida con el inquieto espíri­tu moderno, siempre tendido hacia la aven­tura y la novedad.

Dichas experiencias que son algo, por decirlo así, de la modesta traducción en términos periodísticos del movimiento al «conocimiento y la virtud» que impulsaba al Ulises dantesco a su loco vuelo, constituyen gran parte del material que Dauthendey elabora en todas sus obras. En las novelas breves la base real impulsa a la fantasía hacia las esferas del sueño, donde la imagen de hombres y cosas es transfigurada, pero todo es comedido y se­reno bajo una luz con la cual nuestro mun­do aparece como evocación.

Así, la realidad adquiere en cierto modo el colorido de la fábula. A dicha ilusión ayuda, en las novelas de Dauthendey, el elemento exótico. Pero no siempre sucede así. En el hermo­sísimo relato «A la hora de la rata» [«Zur Stunde der Maus»] la acción se desarrolla en alemania.

Un negociante ama, aunque nunca ceda a su secreta ilusión, a su joven cuñada, que muere al caer una noche en una trampa que inadvertidamente ha de­jado abierta la esposa. El marido no cree en un descuido inocente y se separa de su mujer, convencido de que ella, en un rapto de celos, ha preparado la fatal añagaza a su joven hermana. Bajo la callada y terri­ble acusación, de la que no consigue defenderse, la pobre mujer enferma grave­mente: una fiebre cerebral amenaza su existencia.

El marido, llamado a la cabe­cera de la mujer que desvaría, escucha las palabras inconexas con que ella hace pro­testas de inocencia. Pese a ello se obstina en su incredulidad. Pero en el momento en que la mujer, al reconocerle, le pre­gunta: «¿Has venido para creerme?», él la mira a los ojos y por el tono de su voz se ve obligado a creer que es inocente. Y pide un milagro al destino. La moribunda ha de vivir y curar si no es culpable, dice en silencio.

Luego, mirándola a los ojos, ex­clama: «Te creo: eres inocente». Aquel acto de fe obra el prodigio: tras un largo sueño, la mujer despierta curada. Y así se inicia una nueva vida de amor y feliz concordia entre los esposos reconciliados. En «Observar el vuelo de las ocas salvajes en Katata», del volumen Las ocho visiones del lago de Biwa, el gracioso relato se sitúa en una atmósfera casi de fábula, trans­ferido a un fantástico Japón medieval.

El pintor Oizo recibe del emperador el en­cargo de pintar una sala del templo donde la familia imperial se retira en verano. La princesa más joven, a quien está reservada la sala, desea que el pintor reproduzca en las paredes una bandada de ocas salvajes, grises o blancas, con sus alas abiertas y dispuestas de modo que formen, con la línea de un montículo y el perfil de un árbol, signos gráficos japoneses.

Como sólo en Katata, junto al lago de Biwa, es posible estudiar en la realidad los motivos del deseado fresco, Oizo se dirige allí, recorre los lugares, observa ansiosamente el vuelo de los palmípedos y en vano medita y vuelve a meditar sobre la pintura que desea la princesa. Para librarlo de su preocupación interviene la hija de un ceramista que traza sobre un jarro ciertos signos que representan las figuras deseadas por la prin­cesa y forman una frase que significa: «Te amo cuando te sigo con la mirada.

Pero tú no me amas porque me huyes con los ojos». El pintor vuelve y pinta la sala según las indicaciones de la joven, pero no sabe que aquellos signos constituyen un motivo estilizado bastante difundido incluso en Kioto y equivalen a una declaración de amor propiamente dicha. En su caso la pintura se convierte en un acto involun­tario de imperdonable imprudencia res­pecto a la hija del emperador.

Oizo se ve, pues, obligado a huir para no incurrir en graves penas. Vuelve a encontrarse en el lago de Biwa, donde asiste al vuelo de las ocas, no ya sobre la línea de un montículo y sobre el perfil de un árbol, sino sobre el espejo de las aguas. En la imagen refle­jada en el lago resultan signos japoneses que indican, por el contrario, como la mu­chacha explica al pintor: «No quiero que te dirijas a mí; tampoco yo me dirijo a ti».

Una idea inesperada surge en la mente de Ozio: volverá a la sala del templo, com­pletará el fresco con el fondo del lago, cam­biando el valor de los signos gráficos de modo que no adopten ya un significado irrespetuoso a los ojos de la princesa. Así, su obra, en lugar de ser castigada, será generosamente premiada.

Oizo irá luego a establecerse en Katata y la hermosa hija del ceramista se convertirá en su es­posa. La fantasía del novelista Dauthendeyse desenvuelve a menudo sobre este fondo exótico y fabuloso. Copiado de la realidad o sencillamente imaginado, aquel mundo re­moto adquiere reflejos e iridiscencias tan­to más vivas cuanto menos habituales a nuestra experiencia cotidiana.

La represen­tación de los caracteres queda, sin embar­go, contenida en la coherencia de una psicología humana real, y los afectos, las pasiones, incluso allí donde domina el co­lor local, están reflejados con mano deli­cada y espíritu amable. El estilo, sencillo y perspicaz, aun con su acento a menudo poético, secunda el ritmo curioso del relato.

G. Necco