Mrs. Dalloway, Virginia Woolf

Novela de la escri­tora inglesa Virginia Woolf (1882-1941), pu­blicada en 1925. En una mañana de junio, Mrs.

Clarisa Dalloway, de cuarenta años, sale a comprar flores con que adornar la casa para la fiesta que dará por la noche y pasea por Londres; la autora capta las imágenes que brillan ante los ojos de Cla­risa, los pensamientos y sentimientos que la clara luz primaveral suscita en ella, componiéndolos en un ritmo armoniosamente com­plejo. La mente de Clarisa está dominada por la imagen de Peter Walsh, el amigo de infancia que hubiera querido casarse con ella y que — por lo que le han dicho — ha vuelto aquellos días de la India; y el pensamiento de Peter la lleva a la adolescencia y a la casa paterna, a su amiga Sally Seton, por quien experimentó un sen­timiento tan puro y vivo. Pero los recuer­dos no la absorben hasta impedirle captar lo que la rodea; la señora Dalloway es una gran enamorada de la vida, y todos sus aspectos la impresionan y apasionan, formando una especie de contrapunto a la melodía de sus recuerdos íntimos; con igual interés observa al guardia que regula el tráfico, los escaparates de las tiendas, el automóvil que pasa rápido y cuyas corti­nillas tal vez ocultan a una persona real, a una pareja de jóvenes en actitud soña­dora que pasan a su lado en los jardines de Kensington; y, cual si ampliase milagrosamente dicha simpatía intuitiva, la autora nos conduce más adentro, nos narra la his­toria de aquellos jóvenes.

Septimus Warren- Smith, que, después de haber participado con entusiasmo idealista en la guerra mun­dial, se siente herido por un terror retros­pectivo que le hace aparecer la belleza como «a través de una losa de cristal», y su mujer Lucrecia, modistilla italiana que inútilmente trata con su amor de salvarlo de la pesadilla que se aproxima a la lo­cura. Después del paseo, Clarisa vuelve a casa y, mientras trata de componer para la velada un traje de seda verde, he aquí que aparece Peter y entre ambos se des­arrolla un juego de emociones contenidas y profundas, interrumpido por la llegada de Isabel, hija de Clarisa. Isabel es una cria­tura hermosa e inteligente que desconcierta un poco a su madre con su seriedad, con el interés por cosas que Clarisa siempre ha considerado extrañas y por su amistad con la señorita Kilman, solterona culta y de­vota que se cree iluminada por Dios y trata de imbuir en la jovencita el disgusto por la vida refinada que la rodea. La jornada prosigue; y en la soledad de su casa, Cla­risa continúa dominando la vida y los pensamientos de cuantos la conocen: de Peter, que, después de tantos años de destierro, se extasía con delicia en la atmósfera de Londres, a la que está indisolublemente uni­da la imagen de la mujer amada; de su marido, Richard Dalloway, que después de una reunión política en casa de lady Bruton, siente la necesidad de comprar flores y acudir al lado de su mujer para decirle que la ama; de Isabel, que ha ido de com­pras con la señorita Kilman y siente de re­pente una especie de llamada y vuelve a casa de su madre, dejando a su amiga con una mortificante sensación de derrota.

Así se llega a la noche, a la fiesta, que es como el acorde resolutivo de la jornada; todos se encuentran: Peter, dividido entre la admi­ración incontenible por Clarisa y la nece­sidad de encontrarle a toda costa limita­ciones y defectos; Sally Seton, la apasio­nada jovencita de otros tiempos, que se ha convertido en la mujer de un comer­ciante de Manchester y es madre de cinco hijos; Richard, lady Bruton, Isabel; llega también, a través de las palabras del céle­bre neurólogo visitado aquel mismo día, el eco de la tragedia de Septimus, que se ha suicidado al no poder soportar el senti­miento de irrealidad que le daba la fría incomprensión del mundo, y que parece dar, por contraste, una solidez nueva al mundo en que Clarisa se mueve, compo­niendo con las diversas conversaciones el variado juego de las personalidades de sus huéspedes, una música hecha de sutiles ma­tices, de palpitaciones rápidas y ligeras, y dominada por el sentido victorioso y em­briagador de la vida. Virginia Woolf, que en Noche y día (v.) nos había dado una novela según la tradición de Jane Austen, en Mrs. Dalloway intenta audazmente, a través de la experiencia de Joyce, la com­posición musical y sinfónica que desarro­llará con mayor seguridad en Al faro (v.) y en Olas (v.). [Trad. española de Ernesto Palacio (Buenos Aires, 1944)].

A. Marchesini

Mrs. Dalloway tiene una novedad más audaz aunque, quizás y de tarde en tarde, peligrosa… Por primera vez, Virginia Woolf se convierte en la delicada y lucidísima in­dagadora de almas que hoy se admira en todo el mundo. El deseo de querer incluir en la narración ciertas evidencias simbóli­cas, turba, hacia el final, el tono del libro, introduciendo un algo forzado. (E. Cecchi)