Misa Solemne op. 123 en RE Mayor Para Solos, Coro y Orquesta, Ludwig van Beethoven

[Missa Solemnis]. Comenzada en 1818 y destinada a celebrar la toma de posesión del obispado de Olmütz por su ilustre dis­cípulo el archiduque Rodolfo, esta Misa de Ludwig van Beethoven (1770-1827) no se estrenó hasta cinco años después. Beet­hoven no pudo jamás oír una ejecución completa de ella. Tres de las cinco partes que la componen fueron ejecutadas en el concierto del 7 de mayo de 1824, el año que vio la primera ejecución de la Sinfonía número 9 (v.). Junto con esta última, la Misa constituye el más alto monumento del último estilo beethoveniano. El reconoci­miento de que no se atiene en lo más mí­nimo a las normas litúrgicas ha originado discusiones sobre su significado religioso, y mientras algunos sostienen que interpre­ta con precisión sentimientos de la más pura ortodoxia católica, otros afirman, por el contrario, que es expresión de una fe laica e inmanente en la humanidad. Halla aquí, y en el final de la Novena, su natural despliegue la llamada tercera manera beethoveniana, manifestada en las últimas So­natas para piano (v.) y en los últimos Cuartetos (v.), en la que cada nueva obra suya tiende a celebrar un rito sacro, a de­cir palabras de alcance universal; si es lícito expresarse así, su arte pasa de la humanidad en el sentido corriente a esa forma de humanidad más alta que es la religión.

La Misa se compone de cinco par­tes: «Kyrie», «Gloria», «Credo», «Sanctus» y «Agnus Dei». Las cuatro últimas se sub- dividen a su vez en otras secciones; «Ky­rie» y «Sanctus» son, relativamente, las más fáciles de comprender, de efecto más in­mediato, destacando especialmente en esta última el «Benedictus». También el «Agnus Dei» es, en conjunto, de fácil comprensión. En cambio, el «Gloria» y el «Credo», a pe­sar del perfil incisivo de los temas, deben contarse entre las más difíciles y compli­cadas creaciones musicales, por su gran cantidad de imágenes, expresadas por me­dio de ideas, ora breves y enérgicas, ora extraordinariamente sutiles, y, además, con procedimientos de desarrollo de entusiás­tica complejidad. Una tranquila y serena grandeza se halla en el movimiento llano y regular de las voces del «Kyrie», en el cual D’Indy, defensor del catolicismo orto­doxo de esta Misa, ilustra la significación teológica de las relaciones tonales, en las tres sucesivas invocaciones que simbolizan en los sonidos el misterio de la Trinidad. El «Gloria» se compone de cuatro partes («Gloria», «Gratias», «Qui tollis», «Quoniam»), dispuestas de modo que recuerden un poco la arquitectura de una sonata: «allegro vivace», «meno allegro», «larghet­to», «allegro maestoso».

El «Gloria» es, se suele decir, la parte más objetiva de toda la composición, esto es, aquella en que Beethoven ha puesto menos de su propia personalidad, aplicándose esencialmente a variar la escueta ilustración del texto con la riqueza de los colores, la fuerza de las líneas y la eficacia de los contrastes; un grito de júbilo abre aquel fragmento y lo recorre por entero’, subiendo paulatinamen­te de tono hasta la fuga final «In gloria Patris», que D’Indy juzga ser el punto dé­bil de la obra, mientras por otros (Bekker) es considerada como uno de los cuatro mo­mentos salientes de toda la Misa. Una par­ticipación total, una compenetración ab­soluta con las más íntimas fibras del alma, hace, en cambio, del gigantesco «Credo» una de las más personales creaciones beethovenianas. En el paso de la objetiva ado­ración y celebración de las dos primeras partes del Antiguo Testamento al drama humano-divino del Evangelio, todo el sis­tema de las convicciones y de las pasiones del artista se pone en movimiento. El Cris­to de este «Credo» es una vez más el héroe, el bienhechor de la humanidad, punto cardinal de toda gran concepción beethoveniana. Se inicia con uno de aquellos ca­racterísticos temas de cuatro notas, que toman posesión de la tonalidad y que inspiran una sensación de solidez in­conmovible, de seguridad viril y de fe. Las seis secciones del «Credo» se agrupan musicalmente en arquitectura tripartita.

La primera parte («Credo in unen Deum») es la exposición de la fe en las dos prime­ras personas del único Dios, Padre e Hijo, que se abre y se concluye en la tonalidad principal, con inflexión a la subdominante. La segunda parte es el «drama evangélico de Jesús que ha descendido a la tierra» (D’Indy) y comprende la Encarnación, la Pasión y la Resurrección; el primer frag­mento está compuesto en la tonalidad básica de la Misa, «re mayor»; el segundo, en el que culmina más patéticamente el drama, en «re menor»; y, finalmente, el tercero en la luminosa tonalidad de «fa mayor». La ter­cera parte del «Credo» («Credo in espíritu sanctus», «Et vitan Venturi») se adentra en los misterios de la fe y comprende tam­bién las partes más áridamente conceptua­les del texto («Credo in unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam»). Vertiendo la minuciosa ilustración textual en la autonomía musical de una fuga, donde se acumula toda la metafísica perfección de esta forma suprema de construcción sonora, Beethoven evitó magistralmente todo peligro. En el «Sanctus», iniciado con su­misa devoción y que después se desborda en el animado júbilo del «Hosanna», un preludio instrumental circunda de piadoso recogimiento los actos del celebrante, que consagra el pan y el vino. Después, sigue la celebérrima melodía del «Benedictus», de transparencia y delicadeza casi femeni­nas, en el juego melódico de las voces y del violín solista. También el «Agnus Dei» se eleva a las máximas alturas en la segunda parte, el «Dona nobis pacem», sobre el cual escribió Beethoven de su puño y letra el título «Plegaria por la paz exterior e interior».

Como ocurrirá con la alegría en la Novena sinfonía, el concepto de paz se eleva aquí a un significado superior de perfección es­piritual de la condición humana. Ríos de tinta ha hecho correr el breve episodio be­licoso («Allegro assai») inscrito en la ple­garia para describir — según un ejemplo de Haydn — los inútiles asaltos del mal a la conciencia del justo que implora, la paz. Trompetas y timbales imitan solísticamente los ruidos de la guerra, presentada como símbolo de todo mal. El compositor se ha preocupado de variar, con uno de aquellos contrastes pronunciados que eran esencia­les al estilo del primer Beethoven, la per­sistente atmósfera de religiosa elevación. En las sumas alturas del espíritu el aire se hace al fin irrespirable; el episodio gue­rrero es una bocanada de humanidad, que permite reanudar inmediatamente la as­censión hacia lo divino con renovado alien­to. Musicalmente la Misa es una obra que ocupa un puesto aparte en la producción de Beethoven, tal vez la más «vocal» de todas sus obras, incluido Fidelio (v.). El contrapunto, al cual él había vuelto con particular interés en sus últimas produccio­nes, halla aquí un empleo particularmente feliz, legitimado por las costumbres de la música sacra y facilitado por el destino polifónicamente coral de la composición. En ninguna otra obra suya Beethoven cuidó con tan escrupulosa observancia la relación entre el texto literario y la música. Esto le condujo a abandonar en grado máximo las formas cerradas, para adoptar un libre revestimiento musical de los pensamientos, como una declamación atentísima al senti­do de las frases, al cual están subordinadas incluso las relaciones armónicas y las mo­dulaciones. La lógica estricta del desarrollo de breves motivos incisivos y pletóricos es el elemento que permite ligar el conjunto en organismos de satisfactoria autonomía musical y llegar igualmente, por medio de una interpretación musical del texto, tan ágil y libre, a efectos arquitectónicos de monumental grandiosidad.

M. Mucciolo

El «Kyrie», el «Sanctus» y el «Agnus» son lo más religioso que ha escrito la mú­sica, lo más sublime, lo más digno de la majestad de los altares… En’ estas oleadas poderosas de armonía pasa toda su alma. (J. Combarieu)

Desde la entrada del «Kyrie» se experi­menta una impresión de grandeza que no tiene igual a no ser en la entrada corres­pondiente de la Gran Misa de Bach. Es el género humano entero que implora la mi­sericordia divina. (D’Indy)