[Missa Papae Marcelli]. Es la más célebre de las Misas (v.) de Giovanni Pierluigi dé Palestrina (1525-1594), y fue publicada en 1567, doce años después de la muerte del papa a quien va dedicada (Marcelo II, que fue papa sólo durante veinte días, en 1555); de aquí las incertidumbres surgidas en torno al origen de la obra, la cual, de todas maneras, está ciertamente relacionada con el dictamen del Concilio de Trento referente a la depuración de la música religiosa, en la que habían penetrado elementos de mal gusto, según los criterios de la liturgia: artificios contrapuntísticos sin otro fin que ellos mismos, y que hacían incomprensibles las palabras del texto; uso de melodías profanas como el «cantus firmus», base de la elaboración polifónica; unión de instrumentos a las voces, etc.
La tradición atribuye a esta Misa y a otras dos de Palestrina el mérito de haber salvado la polifonía de la prohibición a la que la Iglesia católica, por las susodichas razones, había querido condenarla. Esta leyenda ha sido después destruida por la crítica, porque la idea de la abolición sólo vino de algunos obispos del Concilio, y fue combatida por la mayoría. Con todo, es verdad que la Misa de Palestrina tuvo importante influencia en la reforma del canto sacro emprendida por aquel tiempo. En cuanto a su origen se presume que Palestrina la compuso en 1555 para el papa Marcelo, después que éste, tras haber asistido a las ejecuciones musicales poco edificantes del Viernes Santo, había inducido a los cantores a reformas severas; pero que no tuvo tiempo de ofrecérsela por la repentina muerte del papa. Doce años después, clausurado el Concilio de Trento, el papa Pío IV nombró una comisión de ocho cardenales para efectuar las refcomisióntablecidas; dos de ellos, Vitellozzo Vitelli y Carlos Borromeo, se ocuparon de la capilla pontificia y, entre otras cosas, quisieron examinar el género de música que se ejecutaba en ella. Palestrina fue invitado a presentar sus composiciones y se puede conjeturar indirectamente que las Misas cantadas el 28 de abril de aquel año en casa del cardenal Vitelli, como prueba para la inteligibilidad de las palabras, eran las tres famosas de Pales- trina que se hallan reunidas en un códice del siglo XVI; una de ellas no tiene título especial, la segunda es la Misa del papa Marcelo y la tercera es la llamada Illumina oculos meos.
La prueba resultó evidentemente favorable, puesto que Palestrina obtuvo poco después dignos honorarios y encargos; y no es improbable que Pío IV, a quien había vuelto la idea de alejar la música polifónica de la Iglesia, fuese definitivamente disuadido de ello por la audición de estas tres misas; por lo cual la leyenda desacreditada por la crítica tiene probablemente un fondo de verdad. Lo cierto es que este grupo de obras de Palestrina (como todas las suyas de este género) podía servir de modelo para la música polifónica sacra, tanto desde el punto de vista artístico como litúrgico. Rodeada de esta aureola de leyenda, la Misa del papa Marcelo fue largo tiempo considerada como la obra maestra de Palestrina, cuando, en realidad, no es más que una de tantas obras maestras suyas, aunque, ciertamente, de las más complejas y sublimes. Se impone a todos por su fúlgida claridad, por su pureza y abandono contemplativo, por su arquitectura grandiosa y dúctil a la vez. Toda ella es a seis voces, salvo el «Crucifixus» y el «Benedictus», a cuatro, y el acostumbrado segundo «Agnus», a siete.
El sentido modal está fundado sobre armonías de «do mayor», aunque, al mismo tiempo, afloran siempre el sabor y los procedimientos de los modos gregorianos. De aquí le viene a esta misa su onda de continua luminosidad, y que, a veces, en sus partes más largas, como el «Gloria» y el «Credo», llega a originar cierta uniformidad. Entre los pasajes más bellos está ciertamente el «Kyrie» inicial, introducción solemne y de infinita dulzura; el «Crucifixus», sencillo y desnudo, sin movimientos dramáticos, pero de una suavidad que casi disimula o atempera el sentido trágico; el «Amén» final del «Credo» que, como dice Ambros (v. Historia de la música), es un desbordamiento de encendidos torrentes de armonías; el «Sanctus», que continúa en la misma atmósfera triunfante. En el primer «Agnus» vuelve a asomar el «Kyrie» inicial, y ésta es la única repetición extrínseca de temas de la Misa, la cual no está, como de costumbre, basada sobre un tema único, sino que es toda de libre y varia inspiración temática, lo cual constituye, sin duda, uno de sus mejores elementos.
F. Fano