[I miei ricordi]. Fragmento autobiográfico de Massimo d’Azeglio (1798-1866), publicado después de su muerte en 1867 por sus familiares, y que recibió inmediatamente el favor del público por la fluida y agradable desenvoltura de un estilo hablado, sin afectaciones, que revela por completo el carácter del autor y su gran atractivo natural.
Desgraciadamente, la obra quedó interrumpida por la muerte del escritor, precisamente en un momento culminante, tanto de la historia italiana como de la vida de Azeglio, es decir, cuando terminado su viaje por los pueblos del Estado Pontificio y Toscana (otoño 1845), se dirigió a Turín y allí fue recibido en audiencia privada por Carlos Alberto, a quien invitó a ponerse al frente del movimiento nacional italiano de tendencia moderada, publicando al año siguiente el famoso opúsculo titulado: Degli ultimi casi di Romagna. Queda, pues, fuera del libro la carrera política propiamente dicha de Azeglio, empezada precisamente con la resonancia que logró el mencionado opúsculo en la opinión pública. El libro tiene, por dicha razón, un carácter predominantemente literario. Contiene, a modo de introducción, una breve y conmovedora narración de la vida de su padre, respetable figura de «anciano piamontés», templada por las vicisitudes sufridas durante el período napoleónico; el autor pasa entonces a evocar de manera fascinadora su infancia en el destierro, en Toscana, y la primera juventud en el Piamonte de la Restauración, cuando la alta sociedad subalpina se empeñó en el propósito de restablecer el pasado hasta en sus menores detalles.
El joven d’Azeglio, también noble, pero de otra generación, primero se burló en su fuero interno o con algún coterráneo inteligente; luego sintió el ahogo de aquel aire viciado y, dejándose llevar por sus rebeldes gustos de artista, se embarcó en una curiosa y atrayente aventura que llenó de estupor y de escándalo a la sociedad de Turín: abandonó la vida militar y de corte, a la que la tradición familiar le impulsaba naturalmente; abandonó el Piamonte y se estableció en Roma para dedicarse a la pintura y vivir de su arte. Era el tiempo en que el decadente arte académico estaba a punto de ser sustituido por el nuevo arte romántico. Dicha revolución tuvo especial relieve en el campo de la pintura paisajista, que hasta principios del Ochocientos continuó pintándose en el estudio del pintor. Contra dicho uso tradicional el romanticismo artístico proclamó el principio de la pintura al aire libre, fuente de inspiración espontánea. Azeglio se adhirió inmediatamente a la nueva escuela pictórica y puso manos a la obra con fervor, recorriendo los alrededores de Roma con su caballete y siguiendo en todo y por todo la vida de tantos artistas de todos los países que poblaban entonces la ciudad. Pero bajo el traje del artista se preparaba secretamente el publicista y el estadista. Los pueblos que recorría no sólo le ofrecían gran cantidad de puntos de vista, sino también numerosísimos elementos para hacerse una clara idea de las condiciones de vida de aquella parte de Italia, sus usos y costumbres tan distintos de los de su país de origen.
El conjunto de aquellos años de aventuras y experiencias que acabaron de madurar su espíritu, constituye la parte central y más atractiva de este fragmento biográfico. La narración queda interrumpida más de una vez por digresiones y consideraciones de carácter general, siempre en estilo muy llano, pero de carácter serio, y alguna vez incluso crítico o exhortativo, en torno a ciertos inveterados defectos de dicho pueblo, cuya eliminación Azeglio consideraba condición indispensable para que Italia se convirtiese realmente en una nación, es decir, no sólo en una entidad política, sino en una unidad espiritual y moral; de ahí la célebre frase que se hizo proverbial, y se encuentra en el proemio de esta obra: Italia está hecha, pero los italianos están todavía por hacer.
M. Vinciguerra