[Moja Žizn’]. Ensayo autobiográfico de Lev Davydovitch Trotsky (L. Bronstein, 1879-1940), publicado en ruso en Berlín (1930). El autor escribió este libro en 1929, en Turquía, en la isla de Prinkipo, después de su expulsión de la U.R.S.S. Trotsky fue un político y un orador fuera de serie, pero sobre todo un gran periodista. Esto explica las cualidades y defectos de este libro.
La vida nada común de Trotsky desfila ante nuestros ojos con todas sus peripecias agitadas y multicolores. Hijo de un humilde campesino de una colonia agrícola judía, «peligroso conspirador» a los diecisiete años, encarcelado y «teniendo por universidades la cárcel, la deportación y la emigración» (con dos sensacionales evasiones de Siberia), Trotsky maduró muy de prisa y, desde 1902, desempeñó un papel de primer orden en el movimiento revolucionario ruso. Fue uno de los primeros jefes de la revolución de 1905; feroz antimilitarista durante la primera Gran Guerra, ello le valió ser expulsado de Francia; fue el organizador principal, con Lenín, del golpe de estado de octubre de 1917; representante de los soviets en Brest-Litovsk, creador del Ejército Rojo, y más tarde, después de la muerte de Lenín, el primer adversario de Stalin. Con imágenes fuertemente coloreadas y fórmulas sorprendentes, con gran cantidad de detalles, Trotsky cuenta su vida y su lucha. Nadie busque en su libro un mínimo de objetividad. Escrito en plena lucha a muerte, es sobre todo un arma de combate.
Acusado de haber sido el adversario de Lenín, Trotsky cae en el extremo opuesto y minimiza exageradamente sus disentimientos, que se hicieron patentes desde su primer encuentro en 1902 y que no cesaron hasta la muerte de Lenín. Hablando del período menchevique de su vida, hasta 1917, el autor recarga sus argumentos en aquello que le distinguía de los mencheviques. Para el período de la revolución bolchevique, intenta minimizar sus más graves diferencias: bien sea sobre la paz de Brest-Litovsk (1918) o sobre los sindicatos obreros (1921), señalando al paso, con ostentación, aquello que podía demostrar su amistosa colaboración con Lenín. Lo que sorprende sobremanera en la última parte de su obra es que haya pasado por alto el aspecto implacable de sus procedimientos de lucha y de gobierno. En efecto, sólo encontramos la defensa teórica de las severas medidas tomadas bajo la «dictadura del proletariado». A lo sumo menciona el autor las «medidas administrativas extremas» por medio de las cuales pudo hacer volver al orden los ferrocarriles en 1920, donde cita a Lenín: «Conociendo el carácter riguroso de las prescripciones del camarada Trotsky…».
Por otra parte, al leer el libro no se llegan a ver con claridad los rasgos característicos de Trotsky: su ambición desmesurada, proyectada hacia los siglos del futuro y estrechamente ligada a la necesidad de «posar» para la posteridad, de donde se desprende ese señalado gusto por los efectos teatrales; una gran infatuación de sí mismo, justificada, en parte, por sus brillantes dotes. Pero estas grandes cualidades tienen su límite en sus prejuicios ideológicos. Es significativo, finalmente, que los juicios que aporta sobre los hombres que describe estén, a menudo, teñidos de un desdén completamente injustificado. Trotsky menospreciaba a los hombres… Interpretando la elevación de Stalin como un «thermidor» ruso, como el triunfo de la pequeña burguesía y la renuncia a la revolución mundial, no podía luchar con eficacia contra el régimen staliniano, al que por otra parte no dejó de combatir hasta su muerte.