[Die Jerominkinder]. Novela del escritor alemán Ernst Wiechert (1887-1950). Es difícil analizar una obra de tan vasta intención como la de Wiechert, en la que con tanta riqueza de sentimientos, inquietudes y reserva, se plantea el problema del hombre frente a su destino. Wiechert, nacido en una familia de leñadores de la Prusia oriental, llegó a ser profesor en Kóenigsberg. Hay, en efecto, en Los hijos de Jeromín la presencia del «profesor», entendido éste en el mejor sentido de la palabra. El poderoso atractivo del conocimiento está allí elevado a la dignidad de principio fundamental. Es aquella necesidad de conocimientos que se halla en la base de tantos descubrimientos científicos, ciertamente minuciosa hasta la escrupulosidad, que se califica generalmente como «germánica».
Jons Jeromín, el hijo de Sowirog, que gracias a la caridad de un viejo amigo y del señor Von Balli va a estudiar a las grandes ciudades de Prusia antes de regresar a los bosques de su Silesia natal, trabajará largo tiempo con una obstinación y fe absolutas para adquirir, no sólo el título de doctor en Medicina, sino también, y sobre todo, los más difíciles conocimientos del inteligente y delicado arte de la cirugía. Es en este sentido que la obra forma parte de una dilatada tradición germánica, que pretende que la literatura sirva fundamentalmente de pretexto para la formación en la educación («Bildung») de los hombres. Pero hay también en esta obra otros temas importantes. Ernst Wiechert, que fue hecho prisionero en Buchenwald por el régimen hitleriano, ha demostrado en Los hijos de Jeromín la superioridad de la labor paciente y sabia sobre la megalomanía de las razas dominadoras. Es aquí donde el escritor ataca el problema a fondo e intenta fijar la posición del individuo en la sociedad; luego, elevando la cuestión a más ambicioso objetivo, intenta determinar la posición de la sociedad frente a su Dios creador. El héroe de la novela, Jons Jeromín, conservará de las conversaciones de su infancia con su padre, un fervor especialísimo por el Antiguo Testamento.
Para los Jeromín, el hombre no es nada en la mano del Dios bíblico, que los puede destruir de un momento a otro. ¿De qué sirve, pues, fanfarronear? La raza misma de los señores debe — también ella — doblar la cabeza tarde o temprano ante las fuerzas de Dios. El hombre lucha contra la muerte. Padece las duras leyes de la desesperación, de la mentira y del miedo. Se defiende contra las guerras, las epidemias y los asesinatos. Esta preocupación por el destino del hombre es una de las constantes del espíritu alemán. Hay en él en todo instante una necesidad mesiánica, una necesidad del «fatum germanicum» que le impulsa a buscar sin cesar las reglas que le permitan finalmente fundar su reino. Ciertamente difiere en la selección de los medios. Para los Jeromín, por lo menos para el más dulce, para el mejor de ellos, la redención que conduce a la paz creadora se puede alcanzar, pero sólo a condición de que el hombre, con corazón generoso y sencillo, busque en la Naturaleza, aquella vibrante y sonora de la Biblia, las lecciones indispensables de verdad, trabajo y amor.
He aquí por qué Jons intenta dar a entender que en su sumisión, en su humildad, hay el temor de Jehová y, por consiguiente, el respeto a las leyes eternas sin las que el hombre no puede dirigirse. Sobre un plan místico y panteísta, esta especie de naturalismo conviene a la literatura alemana de postguerra que, por un nuevo retorno a la naturaleza y al país natal («Heitmatkunst»), va al encuentro de ese romanticismo poético y a la vez moral que sigue ligado, quiérase o no, a la tradición clásica de Weimar.