Tragedia de Eurípides (480-406 a. de C.), representada, con mucha probabilidad, en uno de los años comprendidos entre 430 y 427, a juzgar por las alusiones que contiene a los primeros acontecimientos de la guerra del Peloponeso.
Desarrolla, con algunas innovaciones, el motivo mítico de la persecución de los hijos de Heracles (v. Hércules) por parte de Euristeo, el tirano que había impuesto los doce trabajos al héroe, y la venganza que los Heráclidas logran tomar de Euristeo. Una vez muerto Heracles, Euristeo, rey de Argos, ha querido dar muerte a los hijos de aquél, para ahogar en germen toda posibilidad de venganza. Pero los Heráclidas logran huir, protegidos y guiados por Yolao, compañero de armas, ahora ya anciano, de Heracles; en vano se presentan como suplicantes a casi todas las ciudades de Grecia: con sus amenazas, Euristeo consigue que se les rechace de todas partes. Mientras el mayor, lio, sale en busca de auxilio armado, los demás llegan con Yolao a Maratón, en el Ática, y allí, en el bosque consagrado a Zeus (v. Júpiter), junto al altar del dios, se detienen, confiando, como dice Yolao en el prólogo, en las leyes humanas y libres de Atenas y en la potencia de esta ciudad. Pero parece que ni aun en el Ática puedan encontrar la paz: llega un heraldo de Euristeo y, ordena a Yolao que le siga con los Heráclidas; tiene el mandato de llevarlos consigo ante su señor, Euristeo. El anciano pide socorro, gritando que se atropella a los suplicantes y que se viola el altar de Zeus. A sus gritos acude gente del país, que forma el coro, y, debidamente informada por Yolao, se declara en favor de los suplicantes. El mensajero de Euristeo debe abstenerse de toda violencia; si quiere, puede exponer sus razones al rey de Atenas, Demofonte, hijo de Teseo (v.).
Y he aquí que llega el propio rey, que también ha oído los gritos de los que imploraban socorro. Ante él el heraldo y Yolao exponen, con hábiles y elocuentes discursos, las razones que les asisten, el primero afirmando el derecho de señorío de Euristeo y amenazando a Atenas con la guerra, y el segundo insistiendo sobre el derecho sagrado de los suplicantes e incitando a la poderosa Atenas a no tolerar amenazas. Demofonte toma sobre sí la causa de los Heráclidas por razones de piedad religiosa y de honor nacional. No quiere la guerra, pero tampoco la teme. El heraldo se marcha profiriendo amenazas. Euristeo, con su ejército, está ya en la frontera. Yolao expresa su alegría y su agradecimiento, e incitado a entrar en la ciudad, afirma que permanecerá junto al altar con los hijos de Heracles, rogando por la victoria del generoso pueblo que les ha socorrido. También el coro, en el estásimo, se declara dispuesto a tomar las armas en defensa de las leyes sagradas y del honor de la patria. Pero surge un obstáculo nuevo e insuperable, que parece que ha de impedir la justa guerra. Lo anuncia el propio rey: los dioses, por boca de los adivinos, pretenden, para apoyar a los atenienses, que se sacrifique a Kore (la hija de Deméter), una doncella de noble estirpe. Ni el rey quiere sacrificar a una hija suya, ni puede pretender semejante sacrificio de ningún otro ciudadano. Ha dado pruebas de su buena voluntad, pero debe ceder a la hostilidad de los dioses. Yolao lamenta la frustración de sus esperanzas, pero, aunque hace una última tentativa ofreciendo al rey sacrificarse por todos entregándose como víctima a la venganza de Euristeo, debe comprender que este remedio es inútil y que no puede pretender de los otros un sacrificio mayor.
La desesperada situación es resuelta por el heroísmo de una hija muy joven de Heracles (la cual, anónima en el drama, es llamada Macaría en el elenco de personajes). Del interior del templo, donde estaba con la anciana madre de Heracles, Alcmena, la joven ha oído el llanto de Yolao y viene a preguntar su motivo. Informada, ofrece dar su vida por la salvación de todos. Aunque se salvase ahora, debería morir después de la segura victoria de Euristeo, y aun en el caso de que no muriera, tampoco querría sobrevivir a sus hermanos y bienhechores. Mejor que una muerte sin gloria y una vida miserable y vil, es para ella una muerte libremente consentida. Entre los lamentos y las alabanzas de todos, la heroica joven se dirige a su destino, después de haber suplicado — única nota en que asoma el dolor reprimido del sacrificio — que se le rindan honores fúnebres y que se guarde su recuerdo. Ya no vuelve a hablarse más de ella en el drama; sólo en un verso hay acaso una obscura alusión a su. sacrificio. Desde este momento la suerte favorece a los Heráclidas, y el poeta parece — aunque con alguna falla en su arte — no haber querido turbar el tono de serenidad que domina en la segunda parte del drama. Llega un esclavo y anuncia a Alcmena que lio, el hijo mayor de Heracles, ha llegado con un ejército y se ha unido a las tropas atenienses frente al ejército de Euristeo. Animado por una renovada fe en la victoria, el decrépito anciano Yolao se hace traer las armas y, sin hacer caso de las advertencias, a veces burlonas, de su siervo, se hace llevar al campo de batalla.
Después del canto del coro, que implora la victoria para los defensores de la piedad, vuelve el esclavo y anuncia a Alcmena que los atenienses e lio han quedado vencedores, y Euristeo, fugitivo, ha sido alcanzado por Yolao, a quien un prodigio divino ha devuelto por un instante la juventud, y ahora es conducido vivo por éste, para que Alcmena disponga de él. En el último episodio, Euristeo es traído por un esclavo ante Alcmena, que arde en deseos de venganza, y manda que se le dé muerte, a pesar de que, como le recuerda un esclavo, las leyes de Atenas ordenan respetar la vida del enemigo capturado en batalla. El mismo Euristeo intenta, como puede, defenderse alegando la voluntad de Hera y la razón de Estado. Pero Alcmena se mantiene implacable en su propósito. Euristeo, antes de que se lo lleven, profetiza que los Heráclidas serán enemigos de Atenas e invadirán el Ática (alusión evidente a la guerra del Peloponeso) y que su tumba protegerá la tierra de los atenienses. La singularísima composición del drama, sobre todo la circunstancia de que no se vuelva a hablar de Macaría, así como el hecho de que los antiguos citen como pertenecientes a esta tragedia versos que no se encuentran en ella, han hecho creer en la probabilidad de que el drama nos haya llegado mutilado. Como sea, no es una de las obras mejor logradas de Eurípides. Parece precipitada en su composición con una imperfecta mezcla de elementos tradicionales e innovaciones de Eurípides, como el sacrificio de Macaría y la despiadada venganza de Alcmena. Al lado de la elevada poesía del sacrificio de Macaría, nos turba, a pesar de su gran habilidad, el realismo desilusionado con que es retratada Alcmena y el tono entre cómico y legendario con que se pinta la belicosa ancianidad de Yolao. [Trad. de Eduardo Mier y Barbery en Obras dramáticas, tomo III (Madrid, 1910)].
A. Setti
* En 1752 Jean-François Marmontel (1723- 1799) escribió una tragedia, Los Heráclidas [Les Héraclides], derivada, según costumbre de la época, de la de Eurípides.