[De gradibus humilitatis et superbiae]. Obra teológica de San Bernardo de Claraval (Bernard de Clairvaux, 1091-1153), teólogo, místico y hombre de acción francés, compuesta en 1127 y dedicada al abad Godefrido, que se la había solicitado para dirección espiritual de los monjes. Está dividida en dos partes de veintidós capítulos. La Humildad, la Caridad, la Contemplación, son los tres grados de la ascensión hacia Dios y los tres alimentos que dan las fuerzas para subir hasta Él. Cristo mismo, por medio del dolor, aprendió a compadecer y experimentó en su naturaleza humana la misericordia. El primer peldaño de la verdad es conocer la propia miseria; el segundo, llegar, partiendo de la experiencia de la propia debilidad, a la compasión de las miserias del prójimo; el tercero, purificar el ojo del corazón para contemplar las cosas celestes. El capítulo noveno es todo él un gemido de Bernardo, que pide alas de paloma para volar a la verdad y reposar en la caridad. También la soberbia tiene sus grados, más fáciles de describir que los correspondientes de la humildad: la curiosidad, la ligereza de ánimo, la necia búsqueda de la alegría, la vanidad, el espíritu de singularidad, la arrogancia, la presunción, la defensa de las culpas, la confesión simulada de éstas (para quitar credulidad a las verdaderas), la rebelión, la libertad con que el monje expulsado del monasterio, una vez sin freno, se abandona al pecado, el endurecimiento en la culpa habitual.
Pero no hay que desesperar ni siquiera de aquellos que han descendido hasta este último peldaño, ni se debe cesar de rogar por ellos. Al final del tratado, el autor se excusa graciosamente de haber descrito más ampliamente los grados de la bajada que los de la subida, ya que es más experto en aquélla que en ésta. De gusto artístico y fino sabor humorístico son los cuadritos de varios caracteres de monjes que se toman por típicos de los distintos grados. He aquí, por ejemplo, al deseoso de singularidad: «Cuánto le alegra ayunar, mientras los demás comen… Decir su oracioncita especial, cuanto más agradable es que salmodiar una noche entera. Si ve a alguien que le parece más macilento o más pálido que él, ya no tiene reposo, y como no puede mirarse al espejo, se mira los brazos, se palpa las costillas… para deducir qué aspecto puede tener. En la cama permanecerá despierto, en el coro dormirá, y cuando después de las salmodias nocturnas los demás reposan en el claustro, él se queda sólo en el oratorio; y allí carraspea ruidosamente y tose, y gime y suspira, para que le oigan bien los de fuera; y cuando los más ingenuos, que aprueban lo que ven sin distinguir de dónde viene, lo admiran, el miserable rebosa alegría y se confirma en su necedad».
G. Pioli