Diálogo atribuido en la antigüedad a Platón ateniense (428/27-347 a. de C.), pero seguramente apócrifo. Su autor se propone trazar el perfil del filósofo. Sócrates entra en casa del gramático Dionisio, y encuentra en ella dos jóvenes acaloradas en una viva discusión. Sócrates pregunta por curiosidad el tema que se disputa, a los amantes de ambas que están presentes también; y uno de ellos le responde con desprecio que hablan de tonterías: de filosofía. El segundo, que es rival suyo, sostiene en cambio que la filosofía es cosa bella. Bien — propone Sócrates —, pero antes es menester para entendernos saber en qué consiste filosofar. Conocer muchas cosas, replica el interlocutor favorable a la filosofía: y ésta como todos los estudios además de bella es buena. Pero, objeta Sócrates, los estudios que se refieren al médico aprovechan sólo cuando sean empleados con justa mesura: ¿no ocurrirá otro tanto con los conocimientos filosóficos, esto es, que aproveche más la medida que la cantidad? El interlocutor se ve obligado a admitirlo: propone entonces otra definición: es filósofo quien entiende en todas las artes, no con la perfección de quien las ejerce particularmente, sino con la versatilidad del puro aficionado. En tal caso, añade Sócrates, el filósofo vendría a ser una especie de «pentathlo», conocedor de varias artes, pero sin sobresalir en ninguna. De este modo nadie sería bueno, porque bueno es lo que es útil, y el filósofo sería inútil, por hallarse siempre en condiciones de inferioridad respecto a los técnicos. Así, incluso en materia de justicia, prudencia, arte política, o económica, todas las cuales son paralelas, por ser inseparables, el filósofo ocuparía siempre una posición secundaria; ¿y no sería eso vergonzoso? El interlocutor, confuso, queda reducido, al silencio, con lo que una vez más triunfa Sócrates.
G. Alliney