Obra de Francesco Milizia (1725-1798), publicada anónima en Roma en 1768; vuelta a publicar muchas veces con el nombre del autor, recibió en la tercera edición (Parma, 1781) el título de Memorias de los arquitectos antiguos y modernos [Memorie degli architetti antichi e moderni ].
Fue traducida al francés y al inglés, respectivamente, en los años 1771 y 1826. Consta de cuatro libros: el primero es teórico, sobre la arquitectura; el segundo, el tercero y el cuarto constituyen la parte historicobiográfica de la obra, subdividida en tres períodos: de los arquitectos antiguos; de la decadencia de la arquitectura hasta su restablecimiento, esto es, del siglo IV al siglo XV; de los arquitectos del «restablecimiento» de la arquitectura acaecido en el siglo XV, hasta el XVIII. Sigue un apéndice sobre el «Mecanismo de las bóvedas». En el ensayo, que culmina en el capítulo «De la esencia de la arquitectura», se exponen los conceptos que hallarán desenvolvimiento también en los Principios de Arquitectura Civil (v.) de 1781. A la pregunta ¿en qué consiste la belleza de la arquitectura?, el autor responde que no debe buscarse en la moda, ni en la autoridad de los arquitectos del pasado, ni en la sujeción a los monumentos más célebres, sino en algunos «principios positivos, constantes, inalterables… porque derivan de la naturaleza misma de la cosa».
La arquitectura es, en efecto, según el autor, un arte de imitación: no imita directamente la naturaleza, sino la arquitectura natural, esto es, las prime-ras construcciones de los hombres surgidas de necesidades imprescindibles de carácter protector. El arquitecto, remontándose a ellas y haciendo de ellas un análisis «minucioso y justo», dará al arte de edificar «su gramática», «su segura guía para no desviarse jamás». Esta posición teórica, que ya había sido adaptada por el padre Lodoli (v. Elementos de arquitectura lodoliana de Memmo), tiene por consecuencia, como en el mismo Lodoli, la exigencia de la esencialidad de la construcción; en ésta «no debe verse nada que no tenga su oficio y no forme parte integrante de la construcción…; la ornamentación ha de resultar de lo necesario… cuanto esté en Representación ha de estar en Función».
Estas intuiciones que se adelantan a convicciones hoy actualísimas, por impulso de la ilustración racionalista del siglo XVIII, proporcionan a Milizia la manera de remachar su profesión de fe «vitruviana» citando la observación más importante del arquitecto romano; «Es preciso no hacer cosa alguna de la que no se puedan dar buenas razones». Tampoco son incompatibles, a su parecer, con una actitud de exaltación de la arquitectura grecorromana, en la cual se encuentran (a diferencia de la gótica) requisitos de orden, unidad, variedad, que son propios de la naturaleza misma. El autor, siempre desde un punto devista neoclásico, examina después varias partes del edificio. Su argumentación es particularizada, coherente con las premisas, rica en afirmaciones polémicas: se repiten con insistencia en ella los criterios de proporción, conveniencia y comodidad, que en las construcciones deben ser rigurosamente aplicados, por el fundamento mismo de la belleza. Este ensayo se concluye con el enunciado de los «requisitos necesarios a un arquitecto», entre los cuales conviene que predomine el de una segura preparación en matemáticas. Estas Vidas tienen carácter principalmente narrativo, y abundan en episodios y noticias según un concepto biográfico que puede llamarse todavía «vasariano». Con todo, no faltan observaciones críticas que se refieren a obras particulares más que al conjunto de las personalidades.
Algunas de ellas son severas reprensiones aun a propósito de monumentos famosísimos: en el palacio Médicis de Florencia, por ejemplo, las ventanas del primer piso no caen a plomo sobre la mitad de la puerta que está debajo de ellas; la cornisa del mismo edificio es «rica en piedra», pero «pesada y grosera»; la tribuna de la S. S. Annunziata de Alberti es obra «no carente de bellezas y defectos»; «algo seco» es el gusto que inspira el San Andrés de Mantua; el Nicho de Bramante en el patio del Belvedere, por tener que ser visto demasiado de cerca, es disparatadamente «grande y bestial»; en el rafaelesco palacio Caffarelli de Roma, el orden dórico «con columnas geminadas… resulta harto pesado, y tampoco parece conveniente la disposición de aquellas columnas, las cuales… impiden la vista de una a otra ventana»; en el palacio de los Conservatorios, diseñado por Miguel Ángel, «el buen sentido se ofende» y será mejor callar acerca de la «desagradabilísima ventana de en medio», etc.
Casi todo, a pesar del constante y limitado fondo «vitruviano», puede decirse que en aquel momento la posición clasicista del escritor no ha adquirido todavía la rigidez e intransigencia que se encuentran más tarde en sus obras (v. especialmente Del arte de ver en las Bellas Artes del Dibujo según los principios de Sulzer y de Mengs, 1781). En efecto, si sus críticas sobre Borromini, caído, según el autor, en un «precipicio de extravagancias», y acerca de algún arquitecto barroco más (Guarini), son fundamentalmente prejuicios, muchas de las que expresa sobre otros maestros resultan, en su esencia, serenas (Bernini, Juvara, etc.). De todas maneras, la posición de Milizia no es, ni en esta obra ni en las siguientes, afín a la de un «vitruviano» del siglo VI: la suya está renovada por la acción energética de la Ilustración del siglo XVIII, con su tendencia a dar en arte valor principal a las facultades racionales y a las ciencias positivas: el docto tratado, de carácter esencialmente técnico, acerca de la construcción de las bóvedas es, también en esta obra, una prueba más de la actitud de pensamiento de su autor, actualísimo en relación con el gusto de su época.
M. Pittaluga