Novela de Pío Baroja (1872-1956) pertenece a la serie titulada por su autor El pasado. Su acción tiene lugar en los últimos años dela monarquía de Isabel I, del imperio en Francia de Napoleón III y la emperatriz Eugenia, y de la proclamación y derrumbamiento de la «Commune».
El personaje principal, un pseudo periodista español llamado don Fausto, que vive en París con sus hijas y su mujer, va pasando por todas las vicisitudes que la política del propio país y del adoptado voluntariamente, determina. Lo que comienza siendo de una vulgaridad burguesa con ribetes de esplendor y ambiciosidad, pasa a ser un estado cínico, desvergonzado sobremanera en ocasiones, gracias a la corrupción que el ambiente de París impone. En realidad no hay novela con trama, sino la repetición — con menos vastedad de campo visual y experimental — de lo hecho tantas veces por Baroja: un foco que va iluminando, rápida o morosamente, seres y cosas, ciudades y circunstancias, exponiendo a la mirada del lector un mundo abigarrado en el cual pasan muchísimas cosas, la mayoría malas, que como las aguas turbias o mansas—aunque casi siempre cenagosas—T del río, llámese Sena o Támesis, resbalan implacablemente.
Los personajes hablan a veces muy bien, desconcertando al dejar oír del gran Baroja cosas como ésta: «Es que hay que vivir apoyado en algo, en verdades o en mentiras, en principios aceptados porque sí, por la fuerza de la raza, o en convicciones, porque si uno se desprende de todas las preocupaciones heredadas, llega un momento en que se queda uno sin amparo, azotado por todos los vientos». Porque cuando Baroja es el escritor que todos conocen es cuando afirma: «Toda la dignidad de los hombres está en eso, en un galón más o en un galón menos, en una pechera blanca, o en un tricornio. Sin estos atributos, el hombre, alto o bajo, es casi siempre un gañán, cuando no es un gorila». O, cuando observando una casa, afirma: «…como vieja perdida, la casa había echado tripa… Era una casa vieja, cínica y procaz; una casa en donde se suponía sin esfuerzo que en los cientos de años que llevaba de comercio de carne humana se habrían cometido bastantes Crímenes para pintar de rojo la fachada con la sangre de las víctimas». Al final de Las tragedias grotescas sentimos gravitar sobre nosotros el pesimismo del autor: las criaturas apenas tienen aliento