Las Leyes o De la Legislación, Platón de Atenas

Diálogo de tema po­lítico, dividido en doce libros, de Platón de Atenas (427-347 a. de C.). En las Leyes tenemos la última elaboración del pensa­miento político de Platón. El intento prác­tico de las leyes está atestiguado por el preámbulo del diálogo. Clinias se propone servirse, para dictar leyes a una colonia recién fundada, de las disposiciones pro­puestas por sus interlocutores. En los cuatro primeros libros se trata del fin en que debe inspirarse el legislador. Clinias y Megilio; el uno de Creta y el otro de Esparta, identifican el fin con la guerra, en vista de las constituciones de sus países respectivos. En cambio, para el ateniense (que es el protagonista, en quien se debe reconocer al mismo Platón), el legislador debe for­mular las leyes en vistas al mayor bien y, por lo tanto, para la paz y la mutua solida­ridad de los ciudadanos: debe tener en cuen­ta la totalidad de la virtud, ya que virtud, y felicidad son inseparables. Para encontrar qué forma de gobierno es más conveniente para realizar este fin Platón examina mi­nuciosamente todas las formas de gobierno, haciendo la historia de su progresivo des­arrollo, paralelo al de la civilización hu­mana.

Empieza en el Diluvio: los pocos supervivientes se organizaron en núcleos cuya constitución debió ser el patriarcado; de éste pasaron a formas más complejas, con las cuales entraron en el reino de la Historia. El detallado examen de varias constituciones acaba por dejar sentado que si los estados caen es siempre por causas internas, por defecto de sus jefes o de sus legisladores. Y se concluye que el mejor gobierno es un gobierno mixto, dominado por un meditado conjuntó de leyes que tutelen los intereses de todos los ciudada­nos: sólo en tal caso la prudencia no será óbice a la libertad y a la buena armonía. Entre los gobiernos existentes, el que más se acerca a esta forma casi perfecta es el gobierno de Esparta, en el que el poder real está temperado por la voluntad popu­lar. El Estado concebido por Platón está circunscrito a los límites de una vasta ciudad con sus suburbios. Ésta no debe hallarse junto al mar ni en territorio de­masiado fértil, para que’ no. la invada la corrupción engendrada por el comercio demasiado activo. Su área se divide en 5.040 lotes, uno por familia (Platón elige este número porque, siendo divisible por muchos factores, cabe subdividirlo como se quiera). En todo caso el número de los ciudadanos debe ser siempre el mismo, lo cual se obtiene por medio de disposiciones oportunas. Todos los habitantes tienen su propio pedazo de tierra, que transmiten a sus herederos; con el resultado de su tra­bajo pueden, llegar hasta cuadruplicar sus primitivos bienes, pero lo que supere a ese cuádruplo debe ser cedido al Estado. Se admite, pues, la propiedad privada, que en la República quedaba abolida. Así el matrimonio, excluido de la República por lo menos en su significado común, es aquí considerado como un deber, hasta el punto de que establece una multa para los sol­teros mayores de treinta y cinco años. Pero en el matrimonio se debe siempre tener en cuenta los intereses del Estado y no el propio placer.

Sigue el estudio del impor­tantísimo problema pedagógico. La educa­ción debe encaminar al hombre desde sus primeros. años hacia la virtud, dote del ciudadano perfecto. A la edad de seis años los niños, varones y hembras, reciben los primeros rudimentos de la instrucción, o sea aprenden el manejo de las armas. La instrucción propiamente dicha consiste en la danza coral, que comprende la gimnasia, apta para desarrollar el cuerpo y estimular las dotes del alma. Sólo unos pocos, los más inteligentes, son admitidos a los estu­dios superiores. Pero la instrucción es obli­gatoria y a cargo del Estado. No se esta­blece diferencia entre hombres y mujeres, de modo que éstas pueden desempeñar cargos públicos y tomar parte en la guerra. En cuanto al arte, Platón mantiene sus­tancialmente el punto de vista de la Repú­blica: es peligroso permitir que los jóvenes tengan demasiada familiaridad con los poetas. Pero se admiten la comedia y la tragedia, si bien ambas sometidas a severa censura. En relación con la cuestión reli­giosa, Platón combate los errores religiosos, resumiéndolos en tres tesis fundamentales: que los dioses no existen; que, si existen, no se ocupan de los hombres; que se puede obtener su favor con sacrificios y plegarias. La existencia de la divinidad está atesti­guada por el orden perfecto del universo y por la naturaleza del alma. Los dioses, por consiguiente, estando dotados de todas las virtudes, no pueden ser culpables de descuido ni abandono de la humanidad: el injusto encontrará siempre su castigo en el remordimiento y en la ira divina, que caerá sobre él antes o después de la muerte. Y es ofensivo para la divinidad pensar que pueda dejarse corromper por dones huma­nos. Platón combate también ásperamente el carácter supersticioso de la religión po­pular.

En cuanto a las leyes del nuevo Es­tado, deben ser justas, poderosas y al mismo tiempo persuasivas, esto es, deben ir acompañadas de aclaraciones que con­venzan al pueblo de su bondad y necesi­dad. En la determinación de la pena debe tenerse presente que el hombre no es nunca voluntariamente injusto; de aquí que las penas deben tener únicamente por objeto corregir al culpable e inducirlo a amar la justicia. La pena de muerte se admite para los incorregibles. Las leyes, además, una vez establecidas, deben permanecer inmu­tables, a fin de que nadie pueda, con mo­dificaciones arbitrarias, disminuir su auto­ridad. Un espíritu de conciliación y a me­nudo de compromiso anima todo el diálogo: son indicios de él la minucia de ciertas disposiciones legislativas y pedagógicas y el cuidado con que consideran las exigen­cias sociales más comunes y positivas. [Trad. española de Patricio de Azcárate en Obras completas, tomos IX y X (Madrid, 1872) y en el tomo III de la reedición ar­gentina (Buenos Aires, 1946)].

G. Alliney

Por la agudeza de sus disertaciones y su divina y casi homérica facilidad de expre­sión, Platón se eleva muy por encima de la prosa y de la poesía que los griegos llaman pedestre, hasta el punto de que me parece no ya inspirado por un talento hu­mano, sino en cierto modo como por el oráculo de Delfos. (Quintiliano)

*    De los principios del diálogo platónico, además de otras fuentes griegas (Panecio, Crisipo, etc.), sacó su inspiración Marco Tulio Cicerón (106-43 a. de C.) en su diá­logo llamado también De las leyes [De legibus], que quedó por terminar y no se publicó hasta después de muerto el autor. Los tres libros que se conservan, aunque mutilados, demuestran cuánto debe al diá­logo de Platón. En el primero, refiriéndose al origen divino y natural del género hu­mano, demuestra que las leyes están nece­sariamente ínsitas en la sociedad; en los dos siguientes trata de una legislación mixta de elementos sacros y profanos, como eran los fundamentos de la constitución jurídica de los romanos. La forma dialogada no es tan compleja como en otras obras, pues queda reducida a tres interlocutores: el mismo Cicerón, Atico y Quinto, hermano de aquél. Esta obra debe considerarse, como la de Platón, como una integración de los conceptos desarrollados en la Repú­blica (v.). El interés principal reside en el análisis de la constitución romana y parti­cularmente de las antiguas leyes de las Doce Tablas.

F. Della Corte