Las Bienaventuranzas, César Franck

[Les Béatitudes]. Oratorio para solistas, coro y or­questa en ocho partes y un prólogo del mú­sico belga César Franck (1822-1890), com­puesto entre 1869 y 1879 y estrenado después de su muerte en París, en 1891. Desde su juventud, Franck había pensado en la traducción musical del Sermón de la Mon­taña; una de sus primeras composicio­nes para órgano lleva por subtítulo «Le Sermón sur la Montagne»; y además una Sinfonía para orquesta, que ha quedado inédita, se inspira en el mismo episodio del Evangelio. Sólo en 1869, cuando ya había llegado a su edad madura, el músico comen­zó la composición de las Bienaventuranzas, después de haberse puesto de acuerdo con la escritora Colomb para tener un texto que se adaptase al plan musical que él había ido formando para su oratorio. Cada una de las ocho partes de la obra está cons­tituida en forma de tríptico, en que se oponen la exposición de los males terrenales y la afirmación de los remedios celestes, y en que la voz de Cristo proclama, a manera de conclusión o intercalada entre las dos partes, la bienaventuranza prometida. En el prólogo aparece por primera vez el tema que volveremos a encontrar después, rítmicamente modificado, y que se propone definir musicalmente la figura del Redentor. En el primer canto, «Bienaventurados los pobres de espíritu», el coro inicial está ca­racterizado por un aspecto operístico que contrasta con la noble melodía que se desarrolla apenas se deja oír por primera vez la voz del Redentor. En el segundo can­to, «Bienaventurados los mansos», se afirma la maestría polifónica de Franck; en efecto, este episodio puede ser considerado como una «fuga» libre sobre el tema.

En el tercer canto, «Bienaventurados los que lloran», después de un comienzo som­brío y doloroso, la voz del Redentor se deja oír con el tema del «Prólogo» (A) ligera­mente modificado, para terminar en una atmósfera tranquila y resignada. El cuarto canto, «Bienaventurados los que padecen hambre y sed de justicia», es uno de los más profundamente expresivos; dos temas principales son desarrollados hasta una intensa expansión en «si mayor». El canto quinto, «Bienaventurados los misericordio­sos», y el siguiente, «Bienaventurados los limpios de corazón», contrastan netamente, mientras el quinto, antes de llegar a la dulzura conclusiva que simboliza el perdón, pasa por páginas tumultuosas y algo super­ficiales y retóricas; y el sexto está pene­trado por un profundo sentimiento medi­tativo y místico. También el séptimo canto, «Bienaventurados los pacíficos», con el in­tento de poner el mal en oposición al bien, es de escaso valor expresivo, y D’Indy ha observado con razón que era imposible para un artista sencillo y puro como Franck «hallar en sí mismo la posibilidad de ex­presar lo que no podrá sentir sino superfi­cialmente»; como en los episodios anterio­res en que Franck había intentado evocar musicalmente a los rebeldes, los sedientos de venganza, los pecadores en general, tam­poco en éste, en la presentación de Satanás, se alcanza la concretez artística. El autor vuelve a hallar su naturaleza con la apari­ción del Redentor y su victoria sobre el genio del mal. El último canto, «Bienaventurados los que padecen persecución por la justi­cia», es la más alta cúspide de toda la obra por la continuidad de su inspiración, su elevación constante, su equilibrio y per­fección formal. Si la amplitud de las pro­porciones y también, probablemente, el largo período de tiempo que necesitó Franck para llevar a término Las Bienaventuranzas pueden haber engendrado alguna debilidad y algún defecto estilístico en ciertas partes, en su conjunto esta obra, por la pura emo­ción que de ella se desprende, debe ser considerada como una de las más importan­tes realizaciones del arte musical en el siglo XIX.

L. Colombo

Las Bienaventuranzas de Franck no re­quieren ninguna ayuda escénica; son siem­pre música, es más, siempre la misma bella música… (Debussy)