Las Aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain

[The Adventures of Huckleberry Finn]. Es sin duda la obra maestra del es­critor americano Mark Twain (Samuel Langhorn Clemens, 1835-1910), y en cierto sen­tido, la continuación de las Aventuras de Tom Sawyer (v.). El libro, aparecido en 1885, constituye una vasta epopeya de la América de los aventureros y de las miserables ciudades diseminadas a lo largo del valle del Missouri y del Ohio, la Amé­rica de la edad del oro y de la colonización, la de la vida violenta y elemental. Tom Sawyer y Huckleberry Finn, el último so­bre todo, por ser el portavoz del Mark Twain muchacho, son el retrato típico del «boy» americano de aquel tiempo. Mas pre­cisamente, en el libro, Huckleberry Finn (v.) es el desventurado hijo de un padre indigno y borracho. Abandonado a sí mis­mo, vivía en un barril de azúcar; recogido y adoptado por personas caritativas que hu­bieran querido ocuparse también de su edu­cación, fue alejado del padre, que regresó de sus peregrinaciones atraído por el dine­ro escondido por los ladrones y descubierto por el muchacho en la famosa cueva que corona las aventuras de Tom Sawyer (v.).

Huckleberry Finn es raptado por su padre, al que resultaron vanas todas las tentativas por arrancarle el dinero, y llevado a una cabaña perdida en lo profundo de los bos­ques que flanquean las riberas del Illinois, Huck logra escapar hábilmente de allí y reaparece en una isla del río, adonde llega con una canoa que encontró en la época de la crecida y que tuvo escondida, en es­pera del momento propicio. En la misma isla está refugiado un negro, muy buen hombre, Jim, gran amigo de los chicos, amenazado también él por sus dueños con ser vendido en el mercado, a causa de al­gunas imprudencias que ha cometido. Para evitar que le encontrasen, ya que era en­tonces costumbre pagar una cantidad al que hallase a un negro fugado, construye­ron una balsa y navegando de noche trata­ron de llegar a un Estado abolicionista en el que Jim pudiera considerarse tranquilo, pero equivocaron la ruta, durante un tem­poral, y se perdieron entre una multitud de islas pequeñas. Desaparecida para Jim la posibilidad de liberación, trataron sin embargo de proseguir, pero alcanzados por dos bribones perseguidos por la policía, se vieron obligados a embarcarlos en su balsa. Las páginas que narran las aventuras y los embrollos tramados por los dos vagabun­dos (el Duque y el Rey) pueden considerarse como las más lozanas de toda la obra de Mark Twain. Por último, el Duque y el Rey, venden a traición, a Jim al tío de Tom Sawyer haciéndolo pasar por otro ne­gro que busca.

Ocurre después el fortuito encuentro de los dos muchachos, con gran sorpresa de Tom que creía muerto a Huck, y a partir de entonces la narración es me­nos movida, pues todos los acontecimientos que se suceden giran en torno a la granja del tío Silas en el sur, y sobre los fantásti­cos planes de Tom para la liberación de Jim. Tras largas complicaciones, se aclara todo perfectamente y el libro termina con la melancólica perspectiva de la escuela para Huck, y su alusión a cierto plan de fugarse con los indios. Los americanos con­temporáneos de Twain, parangonaban el li­bro con las obras maestras de Cervantes y de Moliére, pero críticos como Van Whyck Brooks y S. B. Leacock, presunto heredero del humorista twainiano, y sobre todo Sherwood Anderson, se ocuparon de restablecer las distancias. Como la mayor parte de las obras maestras de la literatura europea, también Huckleberry es la historia de un viaje rico en lances que da una buena oca­sión para una sátira festiva de la humani­dad. Se asemeja en su fortuna literaria a Los Viajes de Gulliver (v.) y también se les asemeja en su mala suerte de ser cono­cido, sobre todo, como libro a propósito para divertir muchachos y distraer a lec­tores ansiosos de pasatiempo; pero, si a am­bas obras maestras les es común la sátira despiadada de la humanidad, mientras el libro de Swift termina juzgando a los hom­bres con cínica y áspera crueldad en el con­junto de sus tonterías y sus pequeñeces, la requisitoria de Mark Twain parece pronun­ciada por un predicador que hace lo posible por esconder dentro de sí, el alma de un idealista. [Trad. española de C. Pereyra (Madrid, 1923) y de P. Elias (Barcelo­na, 1943)].

L. Berti