Obra del jesuita chileno Manuel Lacunza (1731-1801), publicada en Cádiz, 1812, en una edición incompleta y sin indicación de año ni lugar; más tarde en Londres en cuatro volúmenes en 1816. La escribió en Imola (Italia), donde el autor se había retirado después de la expulsión de la Compañía, de España y de sus posesiones, y requirió diecisiete años de trabajo.
Además de revelar en Lacunza dotes de literato que le hacen considerar por algunos como uno de los mejores escritores de su tiempo en su país, la obra, a pesar de que hoy casi está olvidada, tiene una particular importancia porque acabó por constituir un texto de indiscutible valor para los adventistas, para la apocalíptica y el milenarismo en general. Tal vez para esquivar la censura a la que los escritos de los hijos de San Ignacio estaban sometidos, Lacunza firmó su obra con el imaginario nombre de un judío converso: Josafat Ben Ezrá. Intérprete paciente de las profecías del Antiguo y del Nuevo Testamento, divide su labor en tres partes. En la primera nos habla de los principios que le guiaron en la interpretación de los libros de los Profetas. La segunda parte está consagrada al retorno de Cristo a la tierra para establecer el reino de Dios, reino temporal y divino en el que Él reinará en gloria y majestad.
En la tercera expone sus ideas sobre el milenio y la felicidad de la humanidad futura. La obra, muy voluminosa, al principio compendiada y más tarde traducida al latín, provocó de un lado entusiasmos y aprobaciones, del otro críticas y reproches. Se tradujo a muchos idiomas y, además de las mencionadas, tuvo ediciones en París y en México. Al principio no se consideró como contraria a la Iglesia católica, pero fue prohibida en 1824.
G. Mazzini