[La trahison des clercs]. Obra de Julien Benda (1867-1958), publicada en 1927. Este libro, que desencadenó algunas violentas polémicas, aborda un problema esencial de la cultura contemporánea: las relaciones de la política con la vida del espíritu.
Conviene en primer lugar precisar la significación de la palabra «clérigo» [«clerc»] en el pensamiento del autor. Sin realizar división entre laicos y religiosos, Julien Benda toma la palabra en su sentido más amplio: es clérigo todo hombre que no se fija como propósito inmediato un resultado práctico, que conserva el culto del Arte y del Pensamiento puro, que cifra su felicidad en el goce principalmente espiritual; «diciendo de algún modo: Mi Reino no es de este mundo. Y, de hecho, desde hace más de dos mil años hasta nuestros tiempos, percibo a través de la historia una serie ininterrumpida de filósofos, de religiosos, de literatos, de artistas, de sabios… cuyo movimiento es una oposición formal al realismo de las multitudes». El clérigo es una especie de solitario; mientras ejerce su magisterio, se desprende de las pasiones que animan al vulgo: amor familiar, racial, patriótico, pasión de clase; es el campeón de lo eterno, de la verdad universal, y no debe aceptar por ella ningún compromiso. Es el Testimonio del Espíritu, y poco le importa que su testimonio sea inactual o ineficaz.
A través de 7a historia, avanza la noble teoría de los clérigos dignos de ese nombre: Platón, Santo Tomás, Vinci, Malebranche, Spinoza, y sobre todo Sócrates, «perfecto modelo de clérigo». El clérigo, en efecto, por su sola presencia es un factor de perturbación en el Estado: su misión es la de protestar contra todas las vejaciones espirituales, incluso si ellas se llevan a cabo en nombre de la Patria: «Tal nos parece el buen orden de las cosas: el clérigo, fiel a su esencia, enerva el realismo de los Estados; por lo cual éstos, no menos fieles a la suya, le hacen beber la cicuta…». Pero ya no sucede así. Los clérigos modernos, ya sea por el deseo de la riqueza, sea por la voluntad de poder, sea por un sensualismo romántico, han cesado de colocar en la cumbre de las jerarquías espirituales los valores desinteresados. Como el vulgo, no reconocen otros que los valores prácticos, se han transformado en los agentes de lo temporal. Sin duda el autor no ignora en absoluto que en todo tiempo existieron clérigos infieles a su misión, serviles a las potencias del mundo.
Pero no es de ningún modo la falta particular lo que le irrita; es una tendencia general de la inteligencia contemporánea. La traición de los clérigos es completamente espiritual, consiste mucho menos en ligarse a una acción política, que en pretender que es justo que la inteligencia esté toda ella orientada hacia los triunfos inmediatos y terrenos. En apoyo de su argumentación, Benda ha reunido un gran número de textos de autores franceses modernos, a la cabeza de los cuales coloca a Pégny, Maurras, Barres, en los que evidentemente la pasión patriótica determinó sus juicios intelectuales. Pero, como ya lo había hecho en los Sentimientos de Critias (v.), es alemania el país al que carga una mayor parte de culpa y responsabilidad; es ella, asegura, quien ha introducido en Europa la religión del alma nacional, de la raza, el culto de la fuerza, la apología de la guerra, las filosofías nacionalistas de la historia.
La traición de los clérigos se debe, en efecto, a la crisis de sensibilidad que atraviesa Europa desde hace cien años: es una enfermedad romántica, una consecuencia de las preferencias dadas a la sensibilidad sobre la razón, a lo visible sobre lo invisible, a lo camal sobre lo espiritual. Nacida de apreciaciones muy justas, podría parecer que la tesis de Benda, llevada al extremo, pudiera desembocar en una separación radical entre la esfera de la vida y la del pensamiento y en la negación de toda posible influencia de ésta sobre aquélla. Es ésta una tentación constante para el autor. Sin embargo, el clérigo ideal, tal como lo imagina, no es ni mucho menos indiferente a la vida común. Tendrá el derecho de comprometerse y ligarse y precisamente en cuanto a clérigo: así lo hicieron Voltaire por Caías y Zola por Dreyfus; ellos no traicionaron, «fueron los sacerdotes de la justicia abstracta y no se mancharon con ninguna pasión por un objeto terreno». De este modo Julien Benda propone al final de su libro un compromiso político «hacia la izquierda», en nombre de la justicia social.
Escrito en un estilo vigoroso, aunque voluntariamente desprovisto de pasión, este libro encausaba a demasiados escritores con- temporáneos para no ser considerado un libelo. Tenía el interés de plantear muy claramente todo el problema de la inteligencia del siglo XIX y la influencia general de una doctrina filosófica como el pragmatismo. Libro inactual — y el autor no parece hacerse demasiadas ilusiones — en cuanto que la protesta que él elevaba estaba hecha en nombre del viejo intelectualismo griego y clásico, se inserta sin embargo en una corriente espiritual muy extendida después de la primera guerra mundial que habían ilustrado las teorías de la liberación de Gide, de la «desmovilización de la literatura» de Jacques Rivière. Se podría, no obstante, reprochar a La traición de los intelectuales el no tener suficientemente en cuenta la transformación radical de la sociedad moderna después de la Revolución, que ha provocado una presión de exigencias políticas y económicas sobre la personalidad total, que ignoraban los siglos precedentes.