[La Théorie physique — Son object — Sa structure]. Obra de Pierre Duhem (1861-1916), publicada en París, en primera edición, en 1906, pero después de haber sido publicada en la «Revue de Philosophie» en 1904 y 1905; segunda edición con adición de dos capítulos en respuesta a las críticas de Abel Rey, en 1914, 8. °, pp. VIII-514. El autor tiene interés en declarar que sus ideas, por lo menos algunas, son muy anteriores y se pueden hacer remontar a 1894 (p. 227), y podemos darle la razón, a condición de admitir que datan del tiempo de Osiander por lo menos, en su motivo fundamental, y de su famoso prólogo a la obra De revolutionibus de Copérnico.
En una nota (p. 54) Duhem advierte también que el párrafo II del capítulo III — «Las opiniones de los físicos sobre la naturaleza de las teorías físicas» —, después de la primera edición de la Teoría física, ha sido desarrollado en la serie de artículos titulados: Essai sur la notion de théorie physique de Platon a Galilée (publicados primeramente en los «Annales de Phylosophie Chrétienne» en 1908 y posteriormente en volumen, Paris, 1908). Otras exposiciones se pueden ver en la obra: Le système du Monde, primera parte, capítulos X y XI del tomo II (pp. 50-179). Tanto el Ensayo como los dos capítulos antes citados del Sistema del Mundo, son, pues, considerados como ideológicamente pertenecientes a la Teoría física, y así los consideraremos. El juicio más preciso y más agudo sobre las ideas de Duhem ha sido hecho, a nuestro parecer, por Rey, el cual ha dicho que para la filosofía científica de Duhem se podría proponer esta fórmula: «En sus tendencias acerca de una concepción cualitativa del Universo material, en su desconfianza frente a una explicación completa de este Universo por medio de sí mismo, como lo sueña el Mecanicismo, en su repugnancia, más de palabra que real, respecto a un escepticismo científico integral, es la filosofía científica de un creyente».
Más que de repugnancia, hablaríamos de devaneos con el escepticismo, o, si se quiere, de veleidad, en el sentido de que Duhem, en su calidad de sabio, quisiera creer, y cree efectivamente en la ciencia, pero se obstina, como el Simplicio (v.) galileano, porque Aristóteles dice lo contrario. Aristóteles aquí es la Escolástica (v.), que no se atreve a abandonar por razones religiosas y porque a su mentalidad repugna todo lo que es revolucionario en la ciencia moderna. En la conclusión llega a afirmar que la lógica estaba de parte de Osiander, de San Roberto Belarmino y de Urbano VIII, y no de Kepler y Galileo. El por qué la historia de la ciencia ensalza a Kepler y ni siquiera pronuncia el nombre de Osiander, Belarmino y Urbano VIII, se explicaría por el hecho de que los que atribuían al método experimental un valor exagerado y falseado han contribuido al perfeccionamiento de aquel método «mucho más y mucho mejor» que los que lo habían valorado de un modo más preciso. Si los partidarios de Copérnico no se hubiesen obstinado en un realismo ilógico, habría sido fácil evitar las discusiones filosóficas y las censuras teológicas.
A despecho de Kepler y Galileo, concluye el autor, nosotros creemos hoy con Osiander y Belarmino que las hipótesis de la física no son más que artificios matemáticos para salvar los fenómenos; pero, gracias a Kepler y Galileo, queremos que las hipótesis científicas salven juntamente todos los fenómenos del Universo inanimado. No hay lugar a dudas para quien tenga una ligera familiaridad con la ciencia moderna y comprenda que con ella surge un nuevo mundo que entierra para siempre a la escolástica de Osiander, Belarmino, Urbano VIII y de todos los concordistas y metafísicos. Si Copérnico, Galileo y Kepler hubiesen renunciado a su realismo, declarándose matemáticos y no físicos, habrían renunciado a su originalidad y, desde el punto de vista filosófico, hubieran permanecido aristotélicos. Su gloria consiste, en cambio, en haber superado la metafísica de*Aristóteles y creado una ciencia que no se regía ya por el principio de identidad sino en un nuevo principio que se reduce al principio de identidad hecha abstracción de las fuerzas y en lugar de cuerpos físicos se consideren figuras geométricas.
No deja de extrañar que un hombre como Duhem no haya siquiera sospechado estas verdades. Si la ciencia fuese un simple artificio para salvar los fenómenos, no se explicaría por qué Duhem ha dedicado tantas fatigas para estudiar los precursores de Copérnico y de Galileo. No se comprendería tampoco por qué haya que salvar todos los fenómenos en conjunto y no se pueda hacer una teoría de los fenómenos celestes y otra, totalmente diversa, de los terrestres o, incluso, una teoría del sistema planetario, y otra, radicalmente diversa, de las estrellas, y otras para la estática o para el calor o para la electrología. Como él mismo dice en el Sistema del Mundo (tomo II, pág. 130), si la ciencia es ficción matemática y no estudio de los fenómenos concretos, una sola condición se ha de poner a las hipótesis: la de salvar los fenómenos; y los fenómenos se pueden salvar por los modos más diversos y con las hipótesis más abstractas y más caprichosas, como Duhem muchas veces ha demostrado en sus libros. En todos los libros de historia de la ciencia de Duhem se puede también ver que no sustenta la teoría puramente matemática de la ciencia física.
Duhem toma partido por los doctores parisienses y por Giovanni Filopono contra Aristóteles, no porque éstos hayan creado un artificio apto para salvar los fenómenos, sino porque Aristóteles no tenía razón y ellos sí. Véase, como muestra lo que dice sobre la teoría aristotélica del movimiento de los proyectiles (Sistema del Mundo, 1, pp. 371-398). No hay duda: la teoría de Aristóteles es extraña (p. 378) (lógicamente) y contradictoria (p. 372), mientras Flipono debería ser colocado entre los más grandes genios de la Antigüedad y celebrado como uno de los principales precursores de la ciencia moderna (p. 398); lo cual sería inadmisible si se tratase solamente de una clasificación más o menos acertada y no de una nueva verdad. Para ser precisos, la tesis que a través de varias oscilaciones Duhem trata de demostrar en el libro de la Teoría física, no se reduce totalmente a aquella que Osiander, repitiendo a destiempo algunas ideas de los griegos antiguos, defiende para sostener la Biblia (v.) y no para salvar con fines prácticos los fenómenos. Duhem se ha convencido que si las teorías físicas tienen por objeto la explicación de las leyes experimentales, la física teórica no puede ser autónoma sino que debe subordinarse a la metafísica.
Y puesto que la metafísica a que se refiere es la de Belarmino y Urbano VIII, es evidente que esta subordinación abre de nuevo, sin posibilidad de escape, la cuestión galileana. Optando por la autonomía de la ciencia, se evitaría toda complicación. Según Duhem, la autonomía se consigue quitando a la ciencia el carácter cognoscitivo y reduciéndola a una clasificación. Esta tesis no satisface ni siquiera desde el punto de vista católico. Véase, por ejemplo, el estudio del doctor Paolo Rossi, en la «Rivista di Filosofía neo-scolastica» del año 1927 (pp. 280-298). Con suprimir toda comunicación entre las teorías física y metafísica — dice Rossi — se corre el peligro de aislar desventajosamente a la metafísica. Decir a los adversarios que su lenguaje carece de significado, «puede ser expeditivo, pero no puede persuadir a nadie» (p. 296). Es preciso añadir que la teoría de las clasificaciones no satisface tampoco a Duhem. Ya no habla de una pura clasificación, que tenga sólo valor práctico: habla de una teoría que tiende a transformarse en una clasificación natural (pp. 32-86); incluso, respondiendo a Rey (p. 509), acaba sosteniendo que «sería irracional fomentar el progreso de la teoría física si ella no fuera el reflejo, cada vez más puro y preciso, de una metafísica; la creencia en un orden que trasciende a la Física es la sola razón de ser de la teoría física». Como se ve, con esto termina Duhem destruyendo su propia tesis fundamental.
S. Timpanaro