Die Religión innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft]. Obra filosófica de Immanuel Kant (1724-1804), publicada en 1788.
Es una investigación dirigida a separar, en el seno de la religión, los elementos de una fe moral puramente racional que constituyen su esencia, de los elementos revelados y culturales, y a indicar cómo se debe concebir la relación entre ellos. Definida la naturaleza del hombre, moralmente valorable, como fondo subjetivo originario, impenetrable, preexistente a las distintas acciones, pero no determinado por causas físicas, y por el cual el hombre se da a sí mismo una regla fundamental de conducta, Kant distingue en ella una disposición hacia el bien, que culmina en la disposición a asumir como móvil el puro respeto a la ley moral, y una propensión al mal, que consiste no ya en las inclinaciones sensibles, por sí mismas inocentes, sino en la tendencia a establecer entre el móvil sensible y el móvil moral una relación inversa a la del orden ético, subordinando el segundo al primero.
El origen de este mal es incomprensible, en cuanto no puede descubrirse ni en una herencia de los primeros padres ni en cualquier otra causa temporal, sino sólo en nuestra misma libertad, puesto que de otro modo no nos sería imputable. Igualmente incomprensible es la posibilidad de restaurar en nosotros la disposición al bien, que, sin embargo, debemos admitir, desde el momento en que la ley moral nos hace de ella una obligación incondicionada. Ésta se consigue sólo por obra nuestra, con una revolución interior, verdadero renacer, en que el hombre está sostenido por el sentimiento de la sublimidad de su propio destino moral. Sólo las religiones impuras esperan la conversión, y el mejoramiento progresivo de la conducta que de ella resulta, de un Dios concebido como dadivoso de «favores»; en la religión moral, en cambio, el esfuerzo personal es puesto como condición primera para que el hombre pueda esperar una cooperación superior, la gracia, necesaria para suplir a su debilidad.
En la vida sensible, como el hombre sólo puede aproximarse gradualmente al ideal del bien, y jamás alcanzarlo, la lucha entre el principio malo y el bueno no cesa nunca. Es representado por la Escritura como historia de la lucha entre dos principios distintos del hombre mismo. En la teocracia judaica sólo hubo leyes del culto y de la costumbre indiferentes a la interioridad de la intención moral; en cambio, el principio del bien se encarnó plenamente con la aparición del Maestro evangélico en un hombre real, modelo de todos los demás. Así Kant descubre en el Nuevo Testamento un significado en armonía con la religión moral, enseñada por la razón. La consecución del sumo bien, supremo fin moral, postula la constitución de una sociedad ética, «fundada por y para las leyes de la virtud», que se extienda progresivamente hasta comprender todo el género humano. Como legislador de semejante comunidad sólo es concebible Dios, por cuanto en ella es menester que todos los deberes, fundados bajo el mandato de la razón, puedan al mismo tiempo ser representados como mandatos de un escrutador de corazones, capaz de descubrir lo profundo de la intención.
Esta unión moral de los justos en una Iglesia invisible no puede realizarse sensiblemente sino en forma de una iglesia visible, cuya organización está el hombre obligado a promover con su propia actividad. Pero en ésta, por la debilidad de la naturaleza humana, se tiende a concebir la religión como un culto en lugar de un cumplimiento de los deberes morales, y se considerarán necesarias, por lo tanto, leyes estatutarias, las cuales presuponen una revelación y se apoyan sobre la tradición y sobre un libro tenido por sagrado. Pero la observancia de las leyes estatutarias no debería considerarse como condición indispensable para la salvación, puesto que no todos los hombres pueden venir en conocimiento de ellas, ni como fin para sí misma. La actuación del fin moral supremo implica, pues, la fe en un Dios como señor moral del mundo, santo legislador, benévolo conservador y regidor, y justo juez, de cuya esencia en sí mismo no tenemos, sin embargo, ninguna noción teorética.
Este misterio, que es comprensible para el hombre sólo como «idea práctica», se convirtió en fundamento moral de la religión cuando fue enseñado públicamente mediante fórmulas solemnes, como símbolo de una nueva época religiosa. Al distinguir en el cristianismo tanto los elementos de li religión natural, como los de la religión cultural (o «sabia»), Kant ilustra los primeros mediante un análisis de las enseñanzas morales del Evangelio, todas enderezadas a la pureza de la intención, no al culto y a la mera exterioridad de las acciones. En cuanto a los artículos de la fe revelada, como ellos presuponen el conocimiento de los hechos históricos y milagros, el conocimiento de los textos sagrados en su lengua original, en suma, toda una erudición (ciencia escrituraria), no es admisible hacer depender de ellos la salvación de la humanidad: los ignorantes podrían acogerlos solamente con fe servil. La constitución de la Iglesia, en cuyos dominios el culto servil es un régimen sacerdotal despótico, cualquiera que sea su forma de organización (jerárquica como en la Iglesia católica o de tipo democrático como en la protestante), «priva a la muchedumbre de la libertad moral».
Para que esto no suceda, en la Iglesia la enseñanza de la doctrina de la virtud debe preceder a la de la doctrina de la piedad. En realidad la idea de virtud subsiste por sí misma, porque está impresa en los corazones, y el hombre se eleva hasta la idea de la divinidad como legisladora de la virtud misma, precisamente haciéndose consciente de ella y de la dignidad humana, las cuales alcanza con sus propias fuerzas y con la ayuda de aquélla. Con esta filosofía de la religión, Kant supera netamente la posición de la crítica ilustracionista, en cuanto distingue en la razón la capacidad de una «fe práctica» capaz de alcanzar, más allá del estrecho círculo del conocimiento intelectual, el mundo de lo suprasensible. Esta obra constituye, pues, un documento significativo de aquella comprensión más profunda de la fe como momento de la vida espiritual que se inicia precisamente hacia fines del siglo XVIII, para afirmarse después mayormente en la época del Romanticismo.
E. Codignola