La Moral de los Positivistas, Roberto Ardigó

[La morale dei positivisti]. La serie de las obras de Roberto Ardigó (1828-1920), el más original representante del positivismo italiano, comprendía, en la primera edición (1879), la parte referente a la justicia y la formación del Estado, que en las sucesivas ediciones se amplió y publicó aparte con el título de Sociología. Ardigó se propone aquí extender al problema moral los prin­cipios del positivismo.

La obra comprende, además de una breve introducción, dos li­bros: el primero, «Teoría general», trata del conocimiento, de la voluntad y de la moralidad. El segundo examina algunas «cuestiones especiales» de capital impor­tancia para una justa valoración, de los principios anteriores y trata, en sus cuatro partes, de los temas siguientes: «Del egoís­mo», «De la impulsividad del ideal social», (es decir, de la fuerza de los principios éti­cos), «De la posibilidad de la moral sin re­ligión» y, por fin, «De la responsabilidad y de la sanción moral». La extensión a la moral de los principios del positivismo im­plicaba ante todo una investigación psico­lógica para establecer el esquema de las actividades psíquicas en relación con la vo­luntad y con sus motivos determinantes, y, entre estos motivos, reconocer los de ca­rácter ético, que el autor llama idealidades sociales o antiegoístas. El principio de la formación natural es el alma de todo el sistema, por lo que la ley que gobierna todo fenómeno de la naturaleza se aplica aquí rigurosamente a la vida del espíritu, como el mismo autor explícitamente decla­ra: «Todo lo que es, incluso la psique hu­mana con las idealidades sociales, esto es, las leyes e ideas morales, se formó por un trabajo natural, lento y progresivo y por un principio original que desde una indeter­minación inicial conduce a un desarrollo concreto». Y así como la vida psíquica se desarrolla en relación con las necesidades humanas, así también la vida moral co­rresponde a una necesidad esencial del hombre: la de la vida en sociedad.

La eco­nomía admirable del placer y del dolor y de sus respectivos efectos, guía segura y naturalmente al hombre hacia unas for­mas cada vez más altas, hacia la virtud y el consciente sacrificio de sí mismo. La moralidad consiste, por tanto, en el con­junto de los fines antiegoísticos y en su dominio sobre los egoístas, y se resuelve en un conjunto de sanas costumbres, se­gún enseñó en su tiempo Aristóteles, al que Ardigó recuerda. El hombre es un ser moral, pues está provisto de libertad; pero no de la libertad de indiferencia de los teólogos, sino de una autonomía relativa a su grado de desarrollo psíquico y a la educación recibida. Igualmente los concep­tos de derecho, justicia, caridad, como idea­lidades sociales, son aquí considerados co­mo formaciones naturales que dependen de una ser.ie de condiciones históricas y socia­les, que cambian al cambiar estas condicio­nes, pues no tienen en sí nada de absoluto. Todo esto implicaba, finalmente, una polé­mica contra las doctrinas tradicionales, tan­to metafísicas como teológicas, de las cua­les, al principio, el mismo Ardigó había sido un fiel adepto. No podemos negar que, a pesar de las lagunas, el positivismo de Ardigó ha llevado a cabo una función his­tóricamente útil, limpiando el terreno de construcciones doctrinales ya viejas y es­casamente fecundas en la actualidad y con la afirmación de la. necesidad de una filo­sofía en íntimo contacto con la vida, sus problemas y sus aspiraciones.

Hoy esos pro­blemas y aspiraciones pueden parecer en buena parte lejanos y superados. Pero ello no justificaría que fuéramos injustos con una doctrina que en su nacimiento suscitó un gran entusiasmo y aceptación. No po­día ser de otro modo, con un pensamiento nacido de un largo y atormentado trabajo espiritual, del que es emocionante docu­mento la noble «confesión» que Ardigó hizo en esta obra.

A. Norsa