[La Légende de Saint-Christophe]. Drama sacro en tres actos de Vincent d’Indy (1851- 1931) estrenado en París en 1920. Es la ópera en que concluye la actividad teatral del músico francés. El contenido dramático está sacado por el propio músico de la Leyenda áurea (v.) de Jacobo de Vorágine con alguna modificación dirigida, no sólo a dramatizar la narración, sino a conferirle una especie de unidad cíclica mediante el retorno al final de los personajes del comienzo. Semejante a un tríptico, en compartimientos separados, cada acto está constituido a su vez por tres episodios unidos por el narrador como en el antiguo teatro religioso. El gigante obsesionado por la idea de servir al mayor poder existente, pasa de la corte de la Reina del placer a la del Rey del oro, cuando éste le somete junto con todo su pueblo, y por lo tanto con Satanás, a quien toma por el más fuerte. Pero mientras el demonio demuestra su dominio terrenal, la visión de una catedral, con el acompañamiento de la voz de un niño que entona «O crux ave» le obliga a confesar al Rey supremo, y Cristóbal parte para buscar quien le lleve a los pies del Pontífice (comienzo del segundo acto; intermedio sinfónico de la «Busca de Dios»).
Un santo eremita aconseja al gigante que se dedique a pasar a los viandantes por el vado peligroso de un río para hacerse grato al Rey, y hacer que Él se le muestre, lo que, finalmente, ocurre en una noche de tempestad. Cristóbal, llamado en socorro por la voz de un niño, lleva al pequeño viajero de una orilla a otra, a pesar de la ira de los elementos, y el peso extraordinario que siente sobre sus espaldas; terminado su trabajo sabe que en el niño se oculta el soberano tan esperado. Cristóbal se convierte entonces en su heraldo (acto tercero). Es encarcelado y el juez, esto es, el Rey del oro, puesto que Satanás pretende el alma del excautivo suyo, introduce en la cárcel a la Reina del placer. Pero en lugar de perderse cediendo a la tentación de su amor, Cristóbal consigue convertirla, y cuando muere en suplicio ella heredará la misión que él se ha impuesto. Según Lalo, en el arte de d’Indy se han querido aliar esta materia y la fe misma en una especie de paralelismo de planos. Lo cierto es que, aún conservando el antiguo criterio «demostrativo» del «género», están en juego, en esta obra, todas las características constructivas del músico, como son el «motivo» constructor que determina la trama continua y férreamente organizada, la variedad «lógica» del canto, del recitativo casi hablado que se encuentra desde la primera ilustración del narrador hasta el lirismo de la escena de la prisión, que figura entre los mejores fragmentos de la obra.
Y parecería una muestra de inspiración la vocalización en que se expresa agustinianamente el último himno a Dios de Cristóbal, que, interrumpido por el verdugo, pasa a los labios de la Reina, si no viniese a hacerle sombra con el recuerdo del modelo histórico de las «jubilaciones» eclesiásticas, la idea del «programa», o peor, de aquel trabajo musical «con tesis» que culmina en esta obra entre las demás teatrales de d’Indy y viene a apagar continuamente nuestra admiración.
E. Zanetti