La Institutriz, Theodor Körner

[Die Gouvernante]. Es la última comedia, en un acto y en ver­so, compuesta a principios del año 1813 por el joven poeta Theodor Körner (1791-1813) en vísperas de partir para la guerra, donde encontró una muerte gloriosa. Y es, en este género para él tan querido, una de sus mejores obras, representada con gran éxito no solamente en sus tiempos (en aquel año Kórner, apenas cumplido los veintiuno, era nombrado poeta del teatro de la Corte en Viena), sino también hoy. Es una graciosa farsa, centelleante de brío y comicidad, en versos ágiles y espontáneos. Dos muchachas nobles, Francisca y Luisa, ambas de dieci­ocho años, son educadas en un castillo por una anciana institutriz, ridícula en su seve­ridad. Las dos muchachas aguardan miran­do con un anteojo por la ventana la llegada de los dos mensajeros de sus enamorados, quienes les comunicarán la contestación del padre de una de ellas y tutor de la otra a sus peticiones de matrimonio.

Aparece la institu­triz para la clase de geografía: distraccio­nes, contestaciones al revés, equívocos, amonestaciones, reproches. Y mientras la institu­triz, para darles un ejemplo, les habla de su propia y severísima institutriz, la señora de St. Almé, que, ahora ya abuela, vive allí cerca, las muchachas excitadas, descubren tras una nube de polvo a los mensa j eros que llegan, y, en su excitación revelan la es­pera de las cartas. Indignada, la institutriz sale para interceptarlas. Las dos chicas re­curren a la astucia: ocultan las gafas de la institutriz que tiene la vista muy débil, y se disfrazan: Francisca entra vestida de jo­ven y reclama su carta, que, según le cons­ta, no ha sido entregada a la destinataria: mientras la institutriz, que sin gafas no re­conoce a su discípula, se defiende muy cohi­bida, llega Luisa, disfrazada de anciana institutriz, ¡la señora de St. Almé! Quien, en vez de corresponder al saludo asombrado y alegre de su ex discípula, se encandaliza por encontrarla a solas con un joven. La institutriz, para justificarse, debe entregar las cartas a su antigua y severa institutriz; las muchachas las abren precipitadamente y se enteran del consentimiento de su res­pectivo padre y tutor; en su alegría se olvi­dan del disfraz y la anciana St. Almé cae en los brazos del joven señor. La institu­triz, pasmada, grita: «¡Grand Dieu! ¡El mundo se derrumba!».

G. Baseggio-E. Rosenfeld